sábado, 31 de enero de 2009

Lápices de colores

Esta mañana lo sentí de pronto, en medio del puente, ese dulzor agrio que se extiende por el pecho cuando te invade una nostalgia que aún no sabes nombrar. El nombre llegó en unos instantes: lápices de colores; Alpino; al tiempo que el sentimiento me llegó el olor de conífera que desprendían, el tacto de laca barata de la pintura que recubría el lápiz, la infinita alegría de aquellos regalos de navidad, con un cuaderno y un par de juguetes de latón, la desilusión de los dibujos que mi inexperta mano se negaba a perfilar. El sentido agridulce me dejó el recuerdo de la ilusión de la pobreza. Fue entonces cuando los ví: intentaban arrancar el automóvil, un renault de los años ochenta, en la cuesta del descampado. Descubrí la chabola en un lugar inverosímil, colgada en el terraplén de la curva por la que se sube a la urbanización. Dos casetos simétricos con plásticos a la entrada. Cuidadosamente escondidos para no estropear la vista. Intentaban arrancar el coche de mañana, después de las heladas, acelerando cuidadosamente y llenando de humo la trasera. Gitanos rumanos, vete a saber. No pude evitar un recuerdo de hace pocos años. Un arquitecto había colgado del Museo Carrillo Gil de México DF una extraña armadura de maderas en las que había construido su vivienda. No recuerdo ahora el nombre (en el Reina volvieron a exponer las fotografías de la instalación con ocasión del año dedicado a México en ARCO). Estaba allí, como una escrecencia en la limpia blancura de las líneas del museo: simbiontes, se llamaba. Llamaba a colonizar la ciudad estableciendo estructuras de simbiosis. El nombre me llegó como los lápices alpinos, e inmediatamente lo asocié a otro adjetivo que seguramente muchos les habrían dedicado: parásitos. Pero no. Son simbiontes. Colonizan los nichos ecológicos que crean las culturas contemporáneas, adivinan los huecos y ven los espacios y las posibilidades que no ve el personal que sale cegado de ese túnel de nuevos ricos en el que hemos habitado los últimos años. Parásitos, decimos, cuando quizá son los videntes de un mundo miope. Discriminan desde la miseria de posibilidades en la que viven las posibilidades de la miseria. En inglés hay un dicho que más o menos, si no recuerdo mal, es "when the goings get tough, the tough gets going", cuando la cosa viene dura, los duros se ponen en marcha. Pero quizá hayamos perdido esa dureza, no recordemos ya el olor de los lápices y no veamos más claroscuros que los que dejan las luces de neón.
Pensamos en el "otro" en términos algo románticos: otreidades que en realidad son sólo diferencias cercanas y muy familiares. La otreidad del simbionte, casi invisible, cada vez más invisible, nos pasa desapercibida. Como los lápices alpino que aún quedan en los escaparates de las papelerías de barrio.

¿Como será la ciudad vista con los ojos del simbionte?

sábado, 24 de enero de 2009

Circumdederunt me, gemitus mortis

Sigo pensando en lo que significa la elección de Obama. Mis amigos siguen suministrándome claves que sigo como perro por rastrojo en busca de la comprensión de lo que pasa. Fernando Rodríguez de la Flor acaba de darme otra inapreciable clave. Estoy escuchando ahora la Missa pro Defunctis de Cristábal de Morales, el gran compositor español, publicada en 1544 cuando era miembro del coro papal, pero, y es lo que me importa ahora, cantada en la catedral de Toledo en 1598 en el funeral de Felipe II. La presentación del disco es interesante, imagina esos momentos: "Amanece, las campanas tocan con lentitud en Toledo. Una procesión serpentea a través de las calles. Cubiertos por sus negras vestimentas de luto, el Arzobispo preside la procesión seguido de los altos dignatarios eclesiásticos y de la nobleza ordenados según su rango. El cortejo se detiene en ciertos lugares predeterminados donde el coro entona un responso. Cada estación representa una jornada del alma del muerto en su camino hacia la salvación eterna. Cuando los dignatarios entran en la Catedral, siempre oscura y en sombras, se abruman ante la luz de miles de velas que cubren el monumento funeral, el catafalco, una enorme construcción tan grande como la misma catedral, adornada con textos en latín en honor del muerto. El silencio desciende sobre el templo y la invitación solemne : "Circumdederunt me, gemitus mortis" inicia los maitines de muerto." Así reza el comienzo de Paul McCreesh y Grayson Wagstaff en su presentación del disco. Clavan el significado del Requiem. Fernando Rodríguez de la Flor nos contó el otro día cómo un imperio ensimismado sustituyó el poder por la celebración del poder y cómo el Barroco español no puede entenderse sino como una continua reflexión sobre un poder evanescente y frágil que se está yendo y cómo el abandono de este mundo es la condición de su existencia. Recordaba Fernando el maravilloso poema cervantino del valentón ante el catafalco que fue construido en Sevilla, también para conmemorar la muerte del emperador:

Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla;
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.

Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.

Esto oyó un valentón, y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado.
Y el que dijere lo contrario, miente."

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.


Un soldado derrotado, que llega de Flandes, pobre y melancólico, viendo cómo el imperio se descompone, cómo su vida dedicada a la dura batalla ha quedado en una extrañada vida de quien ya no tiene sentido, y llega a un catafalco que celebra la muerte con unos fastos que aplastan la dimensión humana por una representación de lo divino en la Tierra.

Que los imperios caen no es una idea extraña: es la idea sobre la que ha sido construida la cultura que nos habita. Unos imperios caen y nosotros somos los sucesores: es el pensamiento imperialista presente en nuestra cultura. Los imperios caen y nosotros debemos celebrar la muerte pues es nuestro destino: es la modernidad del sur, lo que aportamos a la esencia de Europa.

El Requiem de Morales es un hermoso y emocionante diálogo entre el coro masculino y femenino sobre la fragilidad humana y lo efímero del poder. El imperio filipino optaba por lo efímero; Obama ha elegido lo épico, pero observo, o al menos siento, que la misma melancolía preside las dos ceremonias. Observo el espectáculo del Mall, entre el Congreso y el monumento a Washington, y voto a dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla.

miércoles, 21 de enero de 2009

El mundo hostil

En estos días que todo han sido gestos simbólicos en la elección de Obama, no encontraba un lugar desde el que pensar sobre las liturgias de la sucesión y el cambio. Carlos Thiebaut me dio una clave: una de las piezas que se tocaron en la ceremonia fue un cuarteto compuesto por John Williams, el compositor de las bandas de La guerra de las galaxias, La lista de Schlinder, El patriota,... El cuarteto, Air and Simple Gifts fue ejecutado en la ceremonia por Gabriela Montero, Anthony McGill en el clarinete, Itzhak Perlman y Yo-Yo Ma. El clarinete introduce en un momento el tema Simple Gifts, una canción cuáquera sobre la libertad y la simplicidad de la vida del pionero, que Aaron Copland popularizó como tema de Appalachian Spring. Cuando Carlos me contó la secuencia de símbolos me pareció coherente y emotiva: Copland fue perseguido por la caza de brujas. Como muchos, había despertado a la política por la Guerra Civil española. En los años cincuenta, se fue distanciando del estalinismo y profundizando en la filosofía de la libertad de la frontera. No ha sido mala elección la del equipo de Obama.
Lo he recordado y celebrado volviendo a ver La diligencia, The Stagecoach de John Ford de 1939, recordando también la fecha. La diligencia es una meditación sobre lo interior y exterior en un mundo hostil. Lo hostil está fuera, el peligro de los apaches y de los hermanos Plummer, a los que ha de enfrentarse Ringo. Pero el peligro real lo llevan los personajes dentro: el banquero ladrón, el jugador antiguo aristócrata confederado, que huye de su padre, la esposa del guerrero embarazada, que se siente atraída por el jugador, en el que reconoce a su clase, la casquivana Dallas, que ha sido expulsada por la puritanía y se lleva el sentimiento de culpa, el doctor alcohólico: "yo no soy un filósofo -afirma Doc- soy un fatalista", el vendedor de alcohol que ejemplifica la bondad, Ringo el presidiario escapado perseguido por la necesidad de venganza. El infierno no está fuera, sino dentro de la diligencia: huyen y temen llegar a donde caminan. La hostilidad de fuera solamente es el marco en que discurre su existencia.
Es La diligencia una película esencialmente calvinista: el interior es el verdadero mundo hostil, lo que acecha en el umbral solamente es la suerte, como la bala que espera Doc en cualquier momento, y que no le molesta tanto como su pasado.
No se me ha ocurrido mejor símbolo de Estados Unidos en estos avatares. Su dentro y su fuera, su infierno y su camino.

Miran hacia afuera con temor:




Pero realmente es el dentro el que temen:

lunes, 19 de enero de 2009

Los fantasmas del limen




Permanecen ahí los muros tras siglos de sitios y pestes. Hoy han venido los bárbaros desde su oscura estepa, en largas procesiones con fásculas y luminarias, a rendir homenaje a la persistencia de la piedra y del estuco, a pesar de que saben hace décadas que nada oculta la muralla que defienden espectros aterrados, que las riquezas y mantos de marta cebellina se fueron tras las gentes temerosas de los bárbaros. Ellos, que sólo deseaban una voz hospitalaria, una promesa con sonrisa complaciente (ya sabían que era engañosa). Pero estaban los muros, ahí, para impedirlo.




Un sueño en Madinat al-Zahra, bajo la lluvia de enero, entre multitudes de bárbaros con flashes que soñábamos con estar (ser) tras esos muros:



jueves, 15 de enero de 2009

Un pensamiento en la frente

Es difícil pillar a Diderot en un renuncio. Pues sí: el autor de El sobrino de Rameau, el gran manifiesto sobre la espontaneidad y la sinceridad, tiene sus momentos. Lo encuentro en el inteligentísimo libro de Michael Fried, El lugar del espectador, que versa sobre cómo el ensimismamiento, entre otras actitudes y pasiones, se convirtió en un tema central de la pintura francesa de la segunda mitad del XVIII. Diderot era un crítico apasionado, que creía en la capacidad de la imaginación del buen pintor para captar el auténtico estado mental del retratado, como si no hubiese espectadores y al sujeto representado se le pudiese captar en ese momento de absoluta intimidad que refleja su verdadero ser.
El caso es que su amigo y admirado Louis-Michel Van Loo le hizo este retrato:



A Diderot le hicieron muchos retratos. Éste no le gustaba. Obsérvense sus razones (habla de sí):

"Se le ve de frente; tiene la cabeza descubierta; los cabellos grises, tan delicados, le dan el aspecto de una vieja coqueta que todavía quiere resultar agradable; la posición es de un secretario de Estado y no de un filósofo. La falsedad del primer momento ha influido en todo lo demás. Fue la loca de la señora Van Loo, que se ponía a charlar con él mientras le pintaban, la que le dio ese aspecto, y la que lo estropeó todo. Si se hubiera sentado al clavicordio y hubiera iniciado o cantado

Non ha ragione, ingrato
Un core abbandonato

o algún otro fragmento del mismo género, el filósofo sensible hubiera cobrado un carácter totalmente distinto y el retrato lo habría reflejado. O mejor todavía, era necesario dejarle solo y abandonarle a su ensoñación. Entonces su boca se habría entreabierto, su mirada distraída se habría ido muy lejos, el trabajo en su cabeza, intensamente ocupada, se habría pintado en su rostro y Michel hubiera hecho algo bello" (citado en Fried 2000, pg 137)

El texto no tiene desperdicio: quién estropea el cuadro y por qué, y cómo debería ser un cuadro bello que captase al "verdadero" Diderot, es la lección que deja asomar el fragmento de la crítica "artística" de nuestro, por otras mil razones, amado y admirado filósofo.
El caso es que hubo un retrato que le complació. No se conserva, aunque sí se ha preservado un dibujo de su mismo autor, Jean-Baptiste Garand. Diderot considera que su mejor retrato lo ha realizado "un pobre diablo llamado Garant", y señala por qué:

"Me ha representado con la cabeza descubierta, vestido con un batín y sentado en un sillón; mi brazo derecho sujeta el izquierdo, y éste, mi cabeza; tengo el cuello de la camisa desabrochado y miro al infinito, como si meditara. En este lienzo, de hecho, estoy meditando. En él estoy vivo, respiro, tengo vitalidad, se puede ver el pensamiento en mi frente"

"Se puede ver el pensamiento en mi frente". Así es cómo quería ser retratado: déshabillé, ensimismado, como si no hubiese ningún espectador y así fuese él mismo, no como cuando conversa con la señora Van Loo. Cielos: Diderot toda su vida quiso ser aceptado como intelectual, cuando lo mejor de él es su crítica mordaz de la pasión de ser de los dandis intelectuales.
En este otro retrato, Fragonard ha negociado entre los dos Diderots: el que era y el que quería ser. Nuestro personaje está entre distraído y ensimismado, entre pensativo y sonriente. También se le ve ahora un pensamiento, pero estoy seguro que es una maldad sobre alguien. Diderot auténtico.
Claro que ahora sí hay un espectador.



miércoles, 14 de enero de 2009

Eurídice en la niebla

Me dejo tropezar con un volumen que descansa en mi mesa, regalo de su autor David Hernández: Orfeo, dedicado al mito, una bella selección de textos a lo largo de la historia hasta llegar a la presencia del mito en el arte contemporáneo (el descenso a los infiernos como tema del cine contemporáneo, la desaparición y la pérdida, la fragilidad y la poesía). Orfeo baja a los infiernos buscando a su Eurídice muerta y la pierde por no ser capaz de no mirarla mientras vuelve del Hades. Orfeo: poeta y músico ritualmente muerto a manos de las bacantes. Un mito de mitos.
Canta Rilke en uno de los poemas que aparecen en sus Sonetos a Orfeo,

Sólo quien comió con los muertos
la adormidera, la de ellos,
no volverá a perder
el sonido más leve


Ha descendido a los infiernos pero de ellos no trae a su amada: las imágenes no vuelven, los sueños se desvanecen al ser mirados. Pero ha sido capaz de recordar. A cambio no volverá a perder el sonido más leve.
Hay cualidades de Orfeo que me subyugan: la fragilidad, que le convierte en figura opuesta a todos los demás héroes guerreros, la sensibilidad, la atención. Es frágil pero ha descendido a los infiernos por amor: no cabe esperar mayor valentía de nadie; ha ido a donde los ángeles y héroes no se atreven a mirar. De allí ha traído la capacidad de escuchar: ha comido con los muertos la adormidera, la fuente del sueño y ahora está atento al mundo.
Pienso en una generación, la mía, y en los muchos que descendieron a los infiernos: tiempos de adormidera y paseos por el lado salvaje del que los mejores no volvieron (Lou Reed les dedicó a todos ellos un hermoso disco, Magician). Aprendieron a escuchar cuando todo era ruido y furia. Pienso en ellos, ahora que los aparentemente fuertes sólo saben gritar. Pienso en Orfeo destrozado por la furia, y me veo llevado de su mano al Hades a intentar rescatar una imagen de la memoria. La de Eurídice en la niebla llevando una maleta:

domingo, 11 de enero de 2009

Esto sí es música

Mientras escribo esta reflexión, nacida al compás del compás de la música que Radio Clásica ofrece en su programa de "Carta Blanca a", en este caso dedicado a la compositora tártara Sofía Gubaidulina (un hermoso proyecto en el que participó mi admirado Ramón del Castillo organizando el volumen y varios programas sobre Elliot Carter, disponibles como podcasts en Radio Clásica, y ejemplos de cómo filosofía y música están tan cerca como filosofía y poesía, o filosofía y ciencia), me afirmo en mi convencimiento de que hay ámbitos o ejemplos privilegiados de cómo los humanos damos sentido a las cosas transformándonos a nosotros mismos y no meramente ejerciendo el entendimiento mental. El compositor da sentido a los silencios, a los tonos, a las notas, a la melodía, al ritmo, etc..., hechos que, aislados, no son sino ruido o silencio y juntos son el sagrario de nuestra identidad. ¿Cómo es que ciertas sartas de hechos adquieren esa compacidad con la que nuestro espíritu se encuentra como ante un espejo que revela los estratros más profundos de nuestro ser? En la vida, no hay hechos sino acontecimientos, actos que cobran sentido por su relación con otros actos y con otras personas, actos que exigen una cierta forma de habilidad, la que llamamos formación. Hay que haber sido para que eso ocurra. Muchos intelectuales, demasiado intelectualistas, están en contra de las destrezas y habilidades: destrezas en escribir, destrezas en componer e interpretar, pero no no hay otro modo de dar sentido que mediante la habilidad práctica; se equivocan. La luna del cazador es un espacio en el que el nómada interpreta cada ruido, olor, huella, como senda de la presa: sabe cómo.
Filosofía, poesía, música, ciencia,..., vida. Saberes cómo, sendas de aprendizaje que no son meros ámbitos intelectuales sino zonas de saber hacer, saber vivir, saber amar. La oscuridad y la luz sólo existen para quienes ven: para el ciego no hay oscuridad sino espacios otros.
Sofía Gubaidulina siempre supo que había de ser compositora: tuvo que llegar a ser.

PD. Vuelvo al formato anterior del blog, no me acaba de convencer el experimento.

Dejo aquí esta figura melancólica de nuestro sentido del sonido (para los que oímos mal es también nostálgica):

jueves, 8 de enero de 2009

Allí donde los sueños se forman

El 6 de junio de 1963 escribía en Moscú Anna Ajmátova

¿Por qué, pues, nos importa
que todo se convierta en polvo?
¿Sobre cuántos abismos he cantado,
en cuántos espejos he vivido?
No soy ni sueño ni consuelo,
y menos aún soy la gracia,
pero tal vez recordarás.
más a menudo de lo que debes,
líneas cuyo murmullo se acalla
y una mirada que oculta en su fondo
el polvo de la corona de espinas
en el silencio vivo.


Pocas voces pueden hablar sobre la memoria con mayor autoridad que Anna Ajmátova: si hubiera que pensar en una imagen que representase el siglo pasado, como estatua perdida en algún parque olvidado, en un invierno helado, elegiría sin duda su figura. Hermosa y seductora, mil veces retratada y amada en su juventud por poetas y pintores, el resto de su vida fue el sueño de un dios loco lleno de furia y ruido. Esperó horas y días a las puertas de las cárceles estalinistas para llevar algo de comida a su hijo, que murió allí como su marido y como tantos amigos que antes había visto caer. Vivió una revolución, dos guerras y el cerco de Leningrado. Había sobrevivido de milagro, apenas para contar lo que pasaba a las puertas de la prisión. Perseguida y condenada al silencio, recitaba una sola vez sus poemas en un murmullo y luego los rompía. Una noche de 1944 se encontró con Isaiah Berlin, y ambos se enamoraron para perderse en el tiempo, y volverse a encontrar por unas horas en Oxford, rehabilitada tras la muerte de Stalin en 1965, ya a punto de morir. Escribió entonces "He dormido todo el día y en mi sueño él se me ha acercado. "Te voy a decir algo, pero sólo en la cumbre de la montaña". Subimos allí. En la cumbre de una montaña montaña muy abrupta me abrazó y me besó. Reí diciendo: "Y eso es todo". "No, que vean el quinto divorcio." Y yo de repente sentí que esas extrañas palabras me decían que yo para él significaba lo mismo que él para mí". Moría al poco tiempo de haber escrito estas palabras, como si sólo hubiera vivido los últimos veinte años para llegar a escribirlas.
Si toda vida es sueño, pocas pesadillas pueden haber sido como la suya, y sin embargo con qué nostalgia habla de lo ido, como si sólo hubiera existido para ser memoria, recuerdo, hilos y líneas cuyo murmullo se acalla. Su poesía es puro requiem por un siglo oscuro que sólo fue iluminado de tiempo en tiempo por vidas como la suya.
Leo estas campañas de ateos y católicos en los autobuses persiguiendo la felicidad y se me ocurre que la vida de gente como Anna se justifica menos por la felicidad que no tuvo que por su valor para recordar y lamentar que todo se convierta en polvo, para saber que veinte años de recuerdo de un amor valen por veinte años sin haberlo experimentado, que una tarde en la puerta de una cárcel recordada en un poema valen por miles de tardes de estúpida tranquilidad. Vivir para poder escribir:

No nos adormecieron las amapolas
e ignoramos nuestra culpa.
¿Qué en las estrellas
nos reservó la tristeza?
¿qué venenos malignos
nos sirvió la tiniebla de enero?
¿Qué fulgor invisible
nos encendió hasta la aurora?

Quizá la voluntad de ser memoria.

martes, 6 de enero de 2009

Las nieblas de Avalon

En una historia de las civilizaciones que he tomado estos días como lectura de última hora, en un volumen dedicado a la alta edad media, una época fascinante por lo desconocido y complejo, me asomo a espacios desconocidos como la Armenia de los siglos VII y VIII, o Bulgaria, o los imperios sasánidas, ..., o Inglaterra, la creadora de leyendas que nos han constituido. Creo comprender la fascinación de Borges. Los britano-romanos, desbordados por los irlandeses, por los germanos, por pictos y escotos, por los vikings, una cultura que vuelve de la ciudad al campo, que se funde en la niebla y crea un territorio de relatos que habrán de ser contados por generaciones. Entiendo a quienes aborrecen las metáforas que envuelven héroes guerreros. Entiendo a Simone Weil cuando lee La Iliada como un poema sobre la fuerza. Entiendo una época en la que los héroes son víctimas y en la que la figura poética es la de los ángeles ("Todo ángel es terrible..."). Lo entiendo y sin embargo me pierdo en las nieblas de Avalon: el último guerrero que sabe perdida su batalla, que sabe a su señor huido, que sabe al enemigo a las puertas, que sabe su propia fragilidad y decide quedarse allí. Sin testigos, sin proyectos, sin dramas, sin gestos. Leí con fruición los relatos de El Príncipe Valiente, y seguramente es de esas imágenes de donde me llegan estas figuras. Pero no por eso dejan de estar ahí: el que sabe que el sentido de su acción es que no tiene sentido y, sin embargo, ...