jueves, 30 de abril de 2009

El cuerpo extrañado

Sigo dándole vueltas al amor propio, esa difícil forma de comportarse con uno mismo. Una de sus retorcidas sendas es la exploración del cuerpo propio: somos un cuerpo, pero a veces nos extrañamos y nos encontramos en él como en un lugar que no es el nuestro. Uno se mira al espejo, siente el cuerpo desde dentro y piensa que órganos, figura, movimientos, dolores y placeres son como un ser en el que estamos y no somos. Francis Bacon dedicó casi toda su pintura a pensar sobre el cuerpo y a deformarlo como nuestra mente a veces lo deforma en ese extrañamiento. Reconciliarse con el cuerpo es difícil: no quizá en la espléndida juventud, pero sí en los tiempos y horas en que el cuerpo se rebela o se refugia en una cueva de oscura debilidad. Pero, como dice Marguerite Yourcenar en un bello poema, hay que hacerse a la idea de que la sombra que tenemos es la misma, y hay que aprender a amarla. Aceptar el cuerpo como se acepta el regalo de estar vivo, sin mirar las imperfecciones, mirando sólo el desbordante hecho de persistir en la vida.
Marina Ñúñez una de mis artistas preferidas: pintora, video-artista, formada en Salamanca, ha explorado este ir y venir de extrañar y reconciliarse con el propio cuerpo, desde su serie "locas", a toda una iconografía de cuerpos semi-cyborgs que son ya nuestro futuro.
Esta loca araña su cuerpo y mira al infinito buscando la respuesta a por qué tiene que estar encerrada en ese cuerpo que no es ella. ¿No somos acaso como ella?






domingo, 26 de abril de 2009

El amor propio

Acabo estos días las Tanner Lectures de Axel Honneth, Reification, "una nueva mirada a una vieja idea", reza el subtítulo; un libro en debate con otras voces como Judith Butler, a quien he leído también este año con respeto y pasión. Bueno, tiene interés, muy en su línea de teoría crítica, reivindicando la idea de cómo nos convertimos unos a otros en objetos cuando perdemos los lazos con la experiencia y la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Me sorprendió sin embargo que al final llegase, y dejase como colgado, a un tema que me subyugó, que me da vueltas últimamente: cómo es posible que uno llegue a tratarse a sí mismo como un objeto, que llegue a convertirse a sí mismo en un medio para sí mismo. Y, ciertamente, explica muy bien qué ocurre con tantas vidas fracasadas. No en lo social, pues suele coincidir con gente que alcanza altos lugares de poder o reconocimiento. Pero cuando te encuentras con ellos descubres cuan poco amor sienten por sí mismos: la cosa más difícil del mundo. Llegar, primero, a aceptarse; luego, a amarse, no a compadecerse sino a convivir con la propia trayectoria de una manera que no es la del orgullo del insolente ni la culpa del resentido sino la tranquilidad del amante. Mirarse al espejo sin culpa ni compasión, tampoco sin engaño: como nos ocurre con quienes amamos. Hay que ser muy valiente para amarse a sí mismo.
Hace un par de años, después de una conferencia, un colega famoso por su lengua viperina me dijo con toda la maldad que era capaz, y era capaz de mucha: "se nota que te quieres mucho a ti mismo". No, la verdad, ya me gustaría. Como el cuadro de Dorian Gray, guardo mis retratos en en las oscuras sombras de mi mente y no siempre soy capaz de mirarlos con tranquilidad, ni mucho menos con amor. Me gustaría aprender a hacerlo.
Me decían algunos familiares autoritarios que me educaron: "¡hay que tener amor propio!", lo decían para que te esforzases en competir, triunfar, ganarle a otros la partida. ¡Qué falsa es esa forma de ver el amor propio!: verás la derrota de los triunfadores en su incapacidad para conservar la mirada: no miran a los ojos porque ya no son capaces siquiera de mirar al espejo; miran su imagen, pero no se miran a los ojos. Se odian a sí mismos y transmutan ese odio en desprecio a todo el mundo.
Gustarse a sí mismo es lo contrario de amarse. Pasa lo mismo con los otros: puedes decirle "me gustas", ... pero si dices " te amo" el horizonte cambia.

martes, 21 de abril de 2009

El arte de la distancia

He dedicado largas horas a leer y pensar sobre las emociones desde hace muchos años porque en realidad aborrezco mi temperamento emocional. Es un castigo como otros tantos estigmas que uno tiene que soportar con el paquete de genes que le han tocado en suerte. Un temperamento emocional no tiene nada de romántico ni atractivo, es simplemente un defecto de la amígdala que dispara demasiado rápidamente las descargas de neurotransmisores que constituyen la base de las emociones. Muchos necesitan tirarse de un puente para descargar adrenalina: a mí me basta con leer la palabra "precipicio". Es como vivir a cámara rápida. Tu mente se desgasta en batallas navales en una tacita de té inglesa. Todo está demasiado lleno de color y querrías que en algún momento una nube de distancia oscureciese los brillos y te permitiese respirar, como cuando en un día de verano entras en una zona umbría. Uno desearía ser distante, impávido y aún indolente. Pero no: demasiadas norepirefrinas y dopaminas, escasas serotoninas y endorfinas. Me quejo, pero lo soporto con cierta dignidad: ya Aristóteles sabía de estas cosas y negaba que la cobardía consistiera en tener miedo y sostenía que la valentía consiste en superarlo y hacer lo que hay que hacer. Cierto, pero qué difícil es. Vivir con un exceso de emociones es como tener azúcar o hipertensión. Cosas que hay que controlar y que te hacen la vida menos agradable, pero no menos digna. Le das vueltas al papel positivo que cumplen las emociones en la vida pero sabes que no, que son como el colesterol: fue bueno mientras los humanos carecían de grasas, pero nada recomendable en un mundo sobrealimentado (en la pequeña parte del mundo que lo está).
Pensándolo bien, creo que mi gusto por la filosofía nació de que en cierta forma es parte de un viejo arte de la distancia: "filosofar es aprender a morir", decía Montaigne. Retirarte aunque sea virtualmente de tu propio cerebro para hacer que sea la conciencia de las cosas, y no las emociones que despiertan aquéllas, la que tenga el cargo de las decisiones: el auriga de Platón. No sé por qué sospecho que el pobre tenía un problema parecido; no se entiende de otra forma tanta inquina a poetas y artistas: amores no confesados de un emotivo incontinente.
Los que tienen el cerebro inundado de serotonina necesitan estímulos constantes y se convierten en personas de acción: se los encuentra en todos los líos. Necesitan el conflicto para que su cerebro funcione con normalidad. Sólo el peligro les hace sentirse vivos. Una delicia.
Leo estos días una sutil historia de ciencia ficción de las que inventamos los filósofos y me hace recordar mi temperamento: supongamos que encuentras una máquina capaz de transformar tu temperamento e incluso tu carácter (en fin, no sé si es bueno dar ideas para que Dermoestética amplíe el negocio). Supongamos que puedes elegir la combinación perfecta de acuerdo a tus cánones ideales. Supongamos que te ofrecen gratis una sesión que te transformará en ese ser que siempre deseaste ser: ¿la usarías?
El viejo Platón soñaba con un anillo que le convertiría en invisible (¿era también algo voyeur?) y se dio cuenta de que en el simple hecho de pensar en ello ya estaba implicado un problema moral. En esta máquina de cirugía mental se esconden no menos misteriosos problemas de sueños de identidad. ¿Se atrevería alguien a usarla?, ¿se atrevería alguien a no usarla?

sábado, 18 de abril de 2009

La geometría del olvido

Nuestro cerebro es muy complejo porque en realidad es muy simple: lo han configurado fuerzas elementales, muy elementales. Un equipo de neuroanatomistas (Claus C. Hilgetag y Helen Barbas, "Morfología del Cerebro", Investigación y ciencia, abril 2009) ha mostrado que los rugosos paisajes de las circunvoluciones de la corteza cerebral se forman por fuerzas de tensión que son las responsables de los plegamientos: ¿cómo encerrar en un cráneo la superficie de aproximadamente una paella para una docena de personas que ocuparía la sustancia gris? El crecimiento lo resuelve: las neuronas emiten axones que tiran de los bordes y van plegando la corteza, como si hinchásemos un globo que interiormente tiene hilos que sujetan múltiples puntos de la superficie. Lo interesante es que esas sujeciones son las responsables de lo que hacemos y podemos hacer: conectan áreas alejadas y son las que a la vez que dan creatividad limitan lo que se puede o no se puede pensar, lo que se puede o no se puede sentir. La topogénesis es elemental aunque el resultado sea tan ilimitadamente complejo. Es hermoso y fascinante que nuestra complejidad sea tan simple.
Me encontré con esta paradoja viendo la película Vals con Bashir, escrita y dirigida por un israelí, Ari Folman, en animación, en la que un antiguo soldado de la Guerra del Líbano de 1982 intenta llenar el hueco de su memoria que corresponde a las matanzas de los campos de Sabra y Chatila en las que cree que estuvo presente pero no recuerda. La película es fascinante por su meditación sobre la memoria y el olvido: un amigo médico le cuenta unos experimentos en los que se presentaron imágenes verdaderas y falsas a un grupo de pacientes. Las falsas contenían sus fotografías montadas en lugares donde no habían estado. Todos terminaron creando un relato que encajaba con las fotografías. El cerebro, dice el psiquiatra, cuando no tiene datos, cuando hay un agujero informativo, lo rellena. Lo inventa, vaya. Es así: geometría elemental. Es un sistema dinámico que no sobrevive sin información.
El jueves asistí al curso que organiza Carlos Thiebaut sobre políticas de la memoria. Estaba conmocionado después de ver dos documentales de Carmen Castillo, la mujer de Miguel Enríquez, dirigente del MIR asesinado por la DINA de Pinochet. Carmen vuelve a Chile en dos ocasiones: en una habla con una antigua militante que no soportó la tortura y se convirtió en delatora, la Flaca Alejandra. Más tarde se arrepiente, cuenta su historia a comienzos de los noventa y Carmen Castillo, que fue torturada embarazada, después de ver asesinar a su marido y que pudo escapar, la escucha impasible, escucha impasible a un torturador detenido y semiprotegido, que le pregunta cínico: ¿no me preguntas por tu marido?... en fin. El público estábamos atenazados y en silencio. Una alumna muy joven, con mucha delicadeza, preguntó --simplifico su pregunta--: ¿por qué tenemos que recordar estas cosas? No supimos, no supe, qué se puede responder. Decir que es un derecho de las víctimas es demasiado simple. A la Flaca Alejandra le había hecho la misma pregunta una hija de unos padres asesinados, y ella respondió: porque esta sociedad está llena de miedo. Pensé que podía responder así a la alumna: porque mientras no recordemos no nos curamos. Después de ver Vals con Bashir le respondería más sofisticadamente: porque la geometría del olvido es muy elemental. Basta con que le hurtemos los datos elementales para que la memoria cree su propio relato y se generen cuentos que terminaremos creyendo verdaderos. Los posmodernos sostienen que eso es lo que ocurre y que todos los relatos valen lo mismo, que la política de la memoria de la democracia es y debe ser una concurrencia de cuentos. Sí, claro. Lo que pasa que a veces no se nos curan las pesadillas.
Veo estos días la prensa y las librerías llenas de relatos heroicos del 23-F (por no decir nada de una serie de TV sobre la transición) y me viene a la memoria el experimento del psiquiatra israelí.

jueves, 16 de abril de 2009

Lo que importa

Estuvimos dándole vueltas este curso, en uno de los seminarios, a preguntas como ¿por qué ser veraz? y otras de este tipo; sigo ahora dándole vueltas a otras parecidas: ¿qué es lo que hace valioso el conocimiento? Cuando te dedicas a la filosofía te das cuenta de que las preguntas más elementales, las que te haría cualquier persona no experta son las más difíciles de responder. De hecho es la prueba del algodón para cualquier filósof@, levantar la mano y preguntar: ¿por qué me tiene que importar... (introdúzcase aquí el término que esté usando esa persona)?
Lo que vale, lo que importa: al final responder a esta pregunta es lo que importa. En los malos momentos de la vida es la pregunta que te cierra la garganta. En las épocas de crisis, es la pregunta que los dirigentes deberían hacerse, pero que sólo los pobres ciudadanos se hacen. Y te das cuenta de que la dificultad de responder no está afuera, como si la pregunta fuese intrínsecamente complicada, de hecho es la más sencilla de responder del mundo. El problema está dentro, está en la dificultad de saber qué responder.
Algunos aprovecharían para decirnos que necesitamos "educación en valores", pero ¿qué es educación en valores?, ¿ha de educarse el valorar o ha de educarse el saber valorar? y ¿cómo se puede educar este saber?
Foucault dio una especie de receta a la que le llevo dándole vueltas desde hace tiempo: sustituir el "conócete a tí mismo", la regla jesuítica del examen de conciencia, por el "cuida de tí mismo": la idea es que saber lo que importa no es iluminar con una luz algo que estaba en el sobrado oscurecido por el tiempo y que en las malas épocas se descubre perdido, como tantas películas de Hollywood nos han mostrado. Lo que importa es algo que debe ser cuidado como se cuida todo aquello que perece sin ejercicio. Sé que me importa la gente que quiero, querría desaparecer yo antes que ella para no experimentar el insoportable dolor de la pérdida, pero más que la gente que quiero me importa más el no perder la capacidad de amar: al final es lo más difícil de cuidar. Lo mismo podría decir de otras cosas que (me) importan: la confianza, la lucidez, etc. Cuidar de uno, cuidarnos unos a otros para preservar lo que importa. Preguntas tan elementales son desgarradoras. ¿Por qué importan esas cosas tan bellas de las que se habla: "solidaridad", "bienestar",...?, ¿de verdad importan? Quizá llegue un día en que, al saludarnos, en vez de preguntar por la salud comencemos a preguntarnos: ¿cómo anda tu confianza?, ¿cómo anda tu esperanza?, ¿cómo anda tu lucidez?, ¿cómo anda tu amor?, ... Vaya, y uno responde, bueno... estos días,....

jueves, 9 de abril de 2009

La encina herida

Estas vacaciones, un poco dubitante acerca de mis deberes y ocios, acabo haciendo lo que casi siempre acabo haciendo: releer a Rudyard Kipling. Había mirado con deseo varias veces la reciente y hermosísima traducción de sus últimos cuentos por Catalina Martínez en Acantilado (los dioses cuiden a esos editores y a sus sucesores: somos legión los que desearíamos poseer su colección completa, y aún leerla). Me daba a veces apuro confesar que era un lector impenitente de su obra hasta que leí la primera frase del Prólogo a El informe de Brodie de Borges, que transcribo orgulloso: "Los últimos relatos de Kipling fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los de James, a los que sin duda supera; ... No pocos (...) son lacónicas obras maestras; alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio". Leí de adolescente compulsivamente Stalky & Cía identificándome con el joven Beetle sorteando la miseria del internado. Conjeturé años después que el personaje (autobiográfico) pudo inspirar al Julio Samsa de La Metamorfosis (al menos el nombre). Nunca leí a Kipling como un autor para jóvenes e imperialista: el juicio de Borges es exacto. Al leer Bee, bee, ovejita negra me dejó pensativo la última frase del relato: "pues cuando unos labios jóvenes han bebido de las profundas y amargas aguas del odio, la sospecha y la desesperación, todo el amor del mundo no basta para borrar ese descubrimiento; aunque por un instante el amor pueda volver hacia la luz los ojos oscurecidos, y enseñar fe donde antes no la había". Terribles palabras sobre la vulnerabilidad de los niños y jóvenes sometidos a la arbitrariedad y autoritarismo. Casi todos los personajes de Kipling, incluso los más entrañables que aparecen en Kim, El libro de las tierras vírgenes, o Historias de Puck tratan de jóvenes que tienen que sobrevivir a sus educadores.
Pensaba en ellas paseando por los encinares (otra de las inevitables re-ocupaciones cuando nada importa más) y observando lo que el tiempo hace con las rocas graníticas del berrocal:


Hermosa piedra rota. Parecería que nada hay más invulnerable que la piedra, pero lleva la fragilidad en el corazón. El tiempo y lo hielos la manifiestan. Los encinares que rodeaban la piedra parecían refutar esta melancólica observación. Cientos de años de vida esplendorosa:




Parecían las encinas sobrevivir a sus peores enemigos. La Raya de Portugal, la inmensa dehesa desde Zamora a Huelva: un ejemplo inabarcable de voluntad de vida (lo que más me hirió de Aznar, en su reinado, fue la respuesta que dió una vez a un periodista que le había preguntado en una cumbre hispano-portuguesa por si habían hablado de los problemas de la Raya de Portugal: "¿La Raya? ¿Qué es la Raya?,¡ je, je!). Sobreviven las encinas en su majestuosa belleza a todos los aznares. Están ahí desde los vetones, comedores de bellotas, sacrificadores de enemigos y constructores de castros.
Me preguntaba si quienes creen, como Kant, en la metáfora del "fuste torcido de la Humanidad", habrán llegado a saber alguna vez que sólo hieren pero no educan. Me consolaba pensar que, como los personajes de Kipling, las encinas se las arrreglan para sortear con astucia a los enderezadores.
Entonces la encontré. También ella había sido herida:

lunes, 6 de abril de 2009

De (-) generaciones y distancia.

La distancia psicológica entre generaciones es inversamente proporcional a su a cercanía temporal: es mi discutible experiencia. La idea de generaciones es, desde Ortega, tan ilustrativa como problemática, por eso no doy demasiada importancia a mis apreciaciones: con mi propia generación me reconcilio y me revuelvo contra ella, así que no me parece muy generalizable lo que afirmo. Por otro lado, la distancia vital no tiene que ver con la distancia afectiva y personal: algunos de mis mejores amig@s pertenecen a la generación de la que voy a hablar, así que todo lo que siento es contradictorio, como casi todo en lo que tiene que ver con estereotipos. Cierto, pero algo queda. Como los signos del Zodiaco, la idea de generación sirve como apoyo a cualquier cosa que no sea seguridad cognitiva. Es más una ocasión para un buen par de cervezas y una buena conversación que el argumento de un debate serio. Pero estoy de vacaciones y uno relaja sus estándares. Como Mae West. Lo digo porque me ocurre que siento hace tiempo que me encuentro más cómodo entre mi generación y entre la generación que salta sobre la siguiente a la mía que entre la que me sigue. Pongo un ejemplo personal, que no debería ser considerado más que como ejemplo circunstancial: con el pensamiento de Savater, me entiendo. Admiro intensamente su prosa como la mejor de la segunda mitad del XX (excluyendo a Sánchez Ferlosio); discrepo en muchas cosas filosóficamente, entre ellas en su concepción de la filosofía; coincido y discrepo en sus actitudes políticas; coincido y discrepo en sus formas personales, pero todo lo que hace y escribe me pertenece como me pertenecen las contradicciones de una generación a la que pertenezco en una de sus fronteras (inferiores). Me entiendo con lo que hace y escribe Amador Fernández Savater, dos generaciones más recientes, especialmente cuando leo sus alegatos en Archipiélago o Espai en Blanc, siento simpatía por su forma de estar en el mundo y si discrepo es desde una cercanía experiencial que me asombra por la distancia generacional. Y sin embargo (es sólo un ejemplo, insisto) cuando leo a un discípulo de Savater, exitoso e interesante, Juan Antonio Rivera (Menos Utopía y más libertad), me parece como si yo fuera de Marte y quien escribe ese texto de Alfa-Centauri. Ese libro es un manifiesto contra los "progres" en un tono muy de hace unos años (en mi anterior post hablé ya de mis prevenciones contra ese término y concepto), pero eso es lo de menos. Lo que importa es la distancia entre el sentido entre líneas del texto, el discurso de una generación que ahora cumple la edad de tener la capacidad de determinar nuestro destino, y mi forma de caminar por las calles. Es la generación que ordena el país desde hace una década. No me importa su tendencia política ni su pertenencia social. Son como son no sé por qué: no hay culpas ni culpables, no hay nada de lo que acusarse más que constatar la distancia hermenéutica: que la idea de Utopía les produzca alergia, es una constante generacional; que miren a los de la década anterior con tanta ira como impaciencia, es una apreciación estadística; que crean que el futuro es lo que les espera como su huerta privada, es comprensible. Yo no acabo de encontrarme en el terreno simbólico con esa generación: ni en la filosofía ni en el arte ni en la literatura. Sólo me encuentro en lo personal: ahí no creo saber hacer distinciones generacionales. No sé por qué, cuando leo, escucho, experimento, la cultura que están produciendo me siento interpelado pero no acogido. Sospecho (sospecho de mí sobre todo) que es porque es la generación que te presiona, la que te exige y pregunta con poca complacencia, y a la que no sabes responder adecuadamente. Pero es lo que hay. Y sin embargo, cuando paseo por MediaLab, por La Casa Encendida, por los laboratorios de Robótica, por las zonas raras de las librerías a las que acceden los que están llegando, cuando hablo con y escucho a la generación de los becarios y de los precarios, me siento como en casa. Entiendo su pavor, entiendo su lenguaje, entiendo su imaginario. No hay explicación racional, es cosa de física y química. Se ve que mi horizonte se aproxima más a la jubilación que al júbilo. Vaya por dios.

sábado, 4 de abril de 2009

La nostalgia en la balanza

Hoy me reúno con viej@s compañer@s de los años grises: militantes de un mismo grupo que deciden verse al cabo de décadas y comprobar que siguen vivos. No todos ya, algunos hemos permanecido en contacto, otros no. No sé si es un ejercicio de nostalgia. Nuestro presidente afirmaba hace unos días en el congreso de la UGT, en ese tono enfático, esdrújulo, espasmódico, con el que suele estucar sus carencias léxicas, retóricas e ideológicas, y que ha infectado a todo el Gobierno y a la mitad de su partido: "Entre la nostalgia y la esperanza, me quedo con la esperanza". Vaya, sí, política y mediáticamente correcto. Escucho una y otra vez a los tertulianos sarcasmos contra los progres de los años de la dictadura, les oigo definirlos con estereotipos como las barbas, las panas, los posters, las carreras y los vinos en el bar de la facultad. Cuánto está por escribir de aquellos años. Nada en mi experiencia tiene que ver con esos brochazos. O muy poco, no me reconozco ni a ningun@ de l@s compañer@s. El trabajo militante de aquellos años, el que de verdad se hacía, llevaba mucho tiempo y era de otro jaez: organizar en las asociaciones de los barrios cursos para quienes no podían acceder a la universidad, lecturas de poesía, teatro, excursiones, campamentos (!cuántas vacaciones se fueron en trabajos que ahora llaman de ong!), encuestas que te permitían hablar con las familias y conocer sus problemas, reuniones de vecinos para pensar en cómo llevar el barrio, el pueblo,..., montar asociaciones profesionales, buscar unas pesetas para organizar actividades, en fin, un rollo pesado y complicado.
Los militantes de los grupos hacían de asistentes sociales, de maestros, de consejeros sentimentales. Sólo ocasionalmente conseguías una protesta, una manifestación, una carta,... La mayoría del tiempo se parecía mucho más a un largo, tedioso, esforzado trabajo de educación. Comprobabas a veces como una trabajadora de una fábrica de zapatillas, con problemas de autoestima y soledad, en dos años cambiaba psíquica y físicamente. De ponerse colorada cuando alguien le preguntaba algo, era capaz de asistir a una asamblea de varios cientos en una facultad o un barrio, levantarse y desarrollar un discurso ante los sofisticados estudiantes con complejos razonamientos en los que aparecían citas de los libros que había leído, sí, pero también el orgullo de quien se ha hecho cargo de su vida y empuja la de los otros. Dos años de fines de semana trabajando libros, encuestas, hablando con lenta y cuidadosa aproximación a la experiencia personal de gente diversísima, producían a veces lo que los románticos llamaban bildung, formación, capacidad para relatar la vida propia. Eso era la militancia contra la dictadura. Lo otro, las noches en blanco con la vietnamita, las buzonadas, los saltos ante la social, las carreras del uno de mayo eran puro deporte y dosis de adrenalina. Y también las interminables reuniones discutiendo el sexo de los ángeles (exactamente como ahora en los claustros y departamentos: confusiones de la lucha de Clases con la lucha de clase). Eso era lo adjetivo.
No había progres. Yo no me acuerdo de ellos. En la clase conocías a los tres o cuatro que estaban organizados y cuya vida era igualmente complicada que la tuya, entre el estudio y lo otro, el resto, varios cientos, no, el resto llevaba su vida y su trabajo, no perdían el tiempo como uno, avanzaban en la vida y te la perdonaban con distancia.
No sé si perdí la juventud en oscuros locales de barrios. En la transición, luego, me cansé de discusiones tontas y además necesitaba ya centrarme en el estudio. Veo ahora a la gente de entonces con un cariño infinito. No sé si es nostalgia. En cualquier caso no renuncio a ella. Además, aunque nuestro presidente crea lo contrario, ni siquiera veo nostalgia en los ojos amigos, la nostalgia es aún una emoción de optimistas: los que creen que aquél pasado fue mejor. Ni siquiera llamaría nostalgia lo que siento: lo que queda tras la nostalgia es melancolía, ese sentimiento que suscita el saber que las cosas podrían haber ido de otra forma y no lo fueron. En el 77 teníamos democracia, es cierto, pero no lo es menos que todos los partidos se esforzaron cuidadosamente por destejer las redes sociales de asociaciones, grupos, etc. Se distribuyó droga abundantemente, se organizaron movidas, se instauró un país de nuevos ricos. Tuvimos democracia, pero una generación se perdió por senderos del bosque.
Entre la nostalgia y la esperanza: no quiero elegir, señor presidente. Tengo una razón para no hacerlo.

viernes, 3 de abril de 2009

Yo lo vi

Yo lo vi, dice el testigo, como en el grabado de Los desastres de la guerra de Goya. Se me ocurre después de una conversación con un entrañable amigo de la Universidad del Valle de Cali, que está por aquí de visita, sobre cosas de la memoria de los tiempos y me cuenta que de pequeño, en una aldea cerca de Cali donde tenían una propiedad, entró un día el ejército y mató a trescientos aldeanos. El capitán había prometido matar a cien por cada uno de sus tres hombres que habían matado los guerrilleros. Mi amigo era niño y lo vio. Los montones de cadáveres eran mayores que su altura. Él lo vio. Con razón nunca ha podido olvidarlo. Conversé hace dos años en Medellín con otro profesor que provenía de una zona en la que los paras habían expulsado de sus tierras a los campesinos por un método expeditivo: los habían desmembrado vivos con motosierras. Antes de matarlos les dijeron que los desmembraban para que nadie encontrase después sus huesos, que desperdigaron cuidadosamente por la zona. Eran ya tiempos más recientes y no tenían intención de someterse a juicios. A mi amigo le había sucedido una curiosa experiencia. Era (es) profesor de filosofía política y le habían encargado de dar un seminario de introducción a la democracia a unos jefes de los paras, en la nueva política de reinserción que se ha llevado a cabo recientemente. Se preguntaba si entre aquellos asistentes estarían algunos de los responsables de la matanza. Le asombraba que no sintieran culpa, y que razonasen con tranquilidad sobre el derecho a la violencia cuando el estado no alcanza para protegerlos. Comenté este caso con mi amigo de Cali y añadió el dato de que otra forma de desmembramiento habitual era atar al campesino a cuatro Toyotas. Me pregunto si esos paras sabían que era un castigo acostumbrado en las tribus bárbaras que invadieron el imperio romano y que fue heredado en la Edad Media. Quizá no: ellos pensaban estar defendiendo la civilización occidental.
Quienes se dedican a temas de procesos de transición, y tengo a mi alrededor a varias personas que lo hacen, insisten en que no se debe detener el intelecto en las barbaridades para no perder el hilo de lo esencial. Pero yo no puedo: la memoria de los testigos directos tiene para mí algo de sagrado. Paseando un día por la Sierra de Salamanca tuve ocasión de conversar con un viejo, ya medio ciego, que cuidaba una huertita con su viña. A las pocas frases me dijo: le voy a contar un sucedido que me ocurrió aquí mismo. Lo que le había ocurrido es que una noche en la inmediata posguerra había ido a esa misma viña a llevar alimentos a su padre que estaba escondido para escapar a un más que probable paseo de los falangistas. A la vuelta, en la carretera, a altas horas de la madrugada, se escondió porque vio llegar un par de camiones. Bajaron a una familia entera, padre, madre, varios niños, y algunos más: once personas. Los fusilaron allí tras los muros de una casa de camineros. Él tenía nueve años y estaba contento porque ahora ya mayor era capaz por fin de poder contar aquello. Entendí las razones de su silencio.
La ira, dice Aristóteles en la Retórica, es el sentimiento que se despierta cuando nos hacen un daño que no merecemos. A veces, cuando desaparece la ira queda otra emoción, de largo plazo, el resentimiento. Junto a la culpa, es una emoción o actitud afectiva esencialmente moral: la moral está hecha al final de culpa y resentimiento. Hay personas y pueblos que quedan encastrados en el resentimiento y no pueden ser curados por el tiempo. El duelo no hace su labor. Se ha dicho del pueblo hebreo. Ahora ya ha hay varios más que tardarán en ser curados. Las políticas de la memoria, de nuevo, deben soslayar esos relatos de crueldad para hacer un trabajo frío de dar nombres, recobrar huesos, enterrar muertos. Pero a veces un testigo viene y te lo cuenta. Y no puedes sino volverlo a contar y no te importa que con ello el resentimiento no se cure.