domingo, 31 de mayo de 2009

La precariedad de la vida

Cuando niño, vivía en un pueblo muy pobre de la cara sur de Gredos. Cada año (recuerdo al menos tres años) venía al pueblo un pobre limpiabotas. Un homeless, un sintecho; vivía unas semanas en un bajotechado abierto al viento, con la compañía de un perrito. Venía en invierno y habitaba aquella ruina los días de nieve y viento. Yo vivía en un pueblo en el que los hombres aún usaban abarcas hechas de neumáticos y muchas mujeres iban descalzas y los niños desayunaban vino con sopas de pan antes de ir a la escuela. Recuerdo los desmayos y vómitos de niños de mi edad entonces, cinco o seis años, en el parvulario. Yo era hijo de maestros y estaba fuera de esa esfera pero no puedo olvidarla. Eran los cincuenta en un pais que habría de convertirse en un pais de nuevos ricos. Nos preguntábamos mis hermanos y yo cómo subsistía el limpiabotas en un pueblo sin zapatos. Le pedíamos a mi madre comida para el perrito. Es mi primer recuerdo de sentimiento moral.
El último capítulo del penúltimo libro de Judith Butler, Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence (Vida precaria: la fuerza del duelo y la violencia) habla de la precariedad del otro, tal como se manifiesta en su rostro, como origen de la moral. El rostro o, en una cita que Levinas hace de Vida y destino de Vasili Grossman, la parte del rostro que es la espalda doblada de una mujer en una cola, el rostro en todo caso, es el origen de toda demanda: para bien o para mal. Un rostro precario pide ayuda, pero también excita la violencia del poderoso. O del débil: los notaréis por cómo son crueles con los más débiles y sumisos con los poderosos. Algunos detectan la precariedad por la violencia que nace de la excitación que sufre su cuerpo de seres sin sentido.
Es más que sorprendente, trágico e ilustrativo sobre la materia de la que estamos hechos, que la compasión y la violencia tengan el mismo origen. El débil, el precario, suscita a la vez la compasión y el deseo de matar.
Durante muchos años me pregunté qué habría sido de aquél limpiabotas. Estos últimos meses Madrid se ha llenado de sintechos que duermen en los más insólitos lugares del centro. Hacia media mañana levantan sus cartones y oscuras mantas, levantan su malolor y se mueven. Hoy cuenta el periódico que un atracador en paro es lapidado por varios furiosos perseguidores. Venía de ver a su madre, había buscado trabajo por todas partes y sólo se le ocurrió, al final, sacar la navaja y entrar en un salón de juegos.
El rostro precario de la vida, el rostro negro de la muerte.

sábado, 30 de mayo de 2009

Del logos al mythos

En el bachillerato nos enseñaban que la filosofía había supuesto en el mundo helénico el paso del mito al logos. Yo no entendí muy bien esa transición de qué a qué, pero sospecho que era un eslógan como cuando se dice que pasamos de la edad oscura a la edad luminosa, o algo parecido. El caso es que no: el mito, como otras maneras de pensar, nos habita simultáneamente con formas deliberativas sofisticadas, complejas, abstractas.
Llego de Zaragoza de un seminario sobre epistemología, con un componente analítico muy notorio, y observo a mi llegada que nos hemos pasado tres días hablando de la Tierra Gemela, de los Cerebros en una cubeta, los mundos Matrix, el Condado de los Graneros Falsificados, ..., en fin, aunque no se crea fuera, una semana de ciencia ficción. O así. Y sospecho que en esa tensión seguimos: necesitamos mitos y logos como necesitamos, así dice Amos Oz, a veces narrar y a veces aclarar.
Se me ocurren estas divagaciones saliendo de Let the Right One In, (Déjame entrar), una hermosa e inquietante película sobre vampiros.






El mito del vampiro es típicamente romántico, como lo es el de Frankenstein. Si el de Frankenstein lo es por el miedo a la técnica, el del vampiro lo es por el miedo al amor. Esta bella película explora el núcleo del mito: el vampiro (aquí una niña-eterna niña) enamorado que necesita el permiso (déjame entrar) de su deseo. La fragilidad del vampiro



Bram Stoker y Coppola siguieron este rastro del vampiro que sigue el olor de la sangre amada. Pues el vampirismo fue el modo en el que los románticos comenzaron a repensar el mito provenzal y cristiano del amor caballeresco y lo encarnaron y llenaron de vida y sangre.



En el mito del@ vampir@ hay una inseparable mezcla de deseo, violencia y misterio. La mezcla de la que nace la vida. Ya separaremos los componentes del reciclado: los mitos narran, no es su función aclarar, para eso está el logos. Así la eterna película de Dreier Vampyr que la suerte rescató del olvido.


En unos días, a finales de mes, iniciaremos otro curso de Mito, Técnica y Pensamiento en el Círculo de Bellas Artes que organizamos David Hernández de la Fuente y yo: De Prometeo a Frankenstein. Empezamos a tenerlo cada vez más claro: no podemos pensar sólo con mitos, no podemos pensar sin mitos. No podemos imaginar un mundo sin esos borrosos deformantes espejos de nosotros mismos que son los mitos. Pensar es aclarar los mitos en los que vivimos.

Vuelta al vampiro: ahora nos inunda, como tantos otros mitos: vampiros adolescentes, lunares, vampiros de discoteca, vampiros para matar a mansalva. No importa. El vampiro es amor, sangre, sexo, misterio, noche, escalofrío. Dejaremos que el logos nos aclare. Mientras tanto, dejemos que nuestras vidas se pierdan en los mitos: dejémosles entrar. Sólo son vampiros enamorados.

lunes, 25 de mayo de 2009

De la inteligencia y los adjetivos

Me es muy difícil discutir con los amigos sobre la "cuestión palestina", una entre las varias que sustituyen con estereotipos y eslóganes lo que antes se llamaba ideología. Nunca he formado bien mis ideas al respecto, pero tiendo a asombrarme de la furia y falta de matices con la que todo lo judío es contemplado en mi país, lo que no he visto fuera tan claramente. Quisiera conocer por qué. Así que cuando comienzan las discusiones, tiendo a pasear por los cerros de Úbeda. Últimamente me pasa cada vez más con discusiones de economía, política, cultura,..., cada vez me reconozco menos en los lugares comunes. Ahora bien, si tuviera que mostrar una opinión inteligente, acudiría a este fragmento de la autobiografía de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Amos Oz, a los dieciséis años, vigila con un compañero su kibbutz en una noche en la que se esperan ataques de los fedayines (en los años 50 eran habituales). Se había ido al kibbutz escapando en parte del sionismo de su padre y de su intelectualismo. Su compañero, el avezado Efraim Avneri, le responde a una pregunta por los "asesinos" fedayines:


" - ¿Asesinos? ¿Pero qué esperas de ellos? Desde su punto de vista, nosotros somos extraterrestres que hemos aterrizado aquí y hemos invadido su tierra, poco a poco hemos ido apoderándonos de ella y, mientras les asegurábamos que habíamos venido para ayudarles, para curarles la tiña y el tracoma, para liberarles del atraso y la ignorancia y del yugo de la opresión feudal, con artimañas nos íbamos quedando con su tierra pedazo a pedazo. Así, pues, ¿qué pensabas?, ¿Que nos iban a agradecer nuestra bondad? (...) y ahora que les hemos causado una derrota aplastante y cientos de miles viven en campos de refugiados, ¿qué quieres, ¿esperas tal vez que compartan nuestra alegría y nos deseen lo mejor?
(...)
- Si es así (responde Amos Oz) ¿por qué vas por aquí con un arma? ¿Por qué no te vas del país? ¿O coges el arma y te pasas a luchar a su bando?
En la oscuridad oí su risa triste:
- ¿A su bando? Pero en su bando no me quieren. En ninguna parte del mundo me quieren. Nadie en el mundo me quiere. Ésa es la cuestión. Parece que en todos los países hay demasiados como yo. Sólo por eso llevo un arma, para que no me echen también de aquí. Pero no usaré la palabra "asesinos" para hablar de los árabes que han perdido sus pueblos. De ninguna manera, no usaré a la ligera esa palabra para referirme a ellos. Con respecto a los nazis, sí. Con respecto a Stalin, también. Y con respecto a todos los saqueadores de tierras ajenas.
(...)
¿Y qué pasa porque se las hayamos quitado a ellos?
- Tal vez hayas olvidado que, casualmente, ellos intentaron matarnos a todos en el 48 . En el 48 hubo una guerra terrible y ellos o mismos fueron quienes plantearon la cuestión en términos de o ellos o nosotros, y nosotros vencimos y les quitamos las tierras. ¡No hay que enorgullecerse de ello! Pero si ellos nos hubiesen vencido en el 48 habría que enorgullecerse mucho menos: ellos no habrían dejado con vida a ni un sólo judío. Pero ésta es la cuestión: como les quitamos lo que les quitamos en el 48, ahora ya tenemos. Y como ahora ya tenemos, no debemos quitarles más. Se acabó. Esta es toda la diferencia entre tu señor Begin y yo: si algún día les quitamos más, ahora que ya tenemos, sería un grave pecado.
-¿Y si dentro de un momento aparecen aquí los fedayines?
- Si aparecen --suspiró Efraím-- tendremos que tirarnos aquí mismo al suelo, en el barro, y disparar. Y nos esforzaremos mucho en disparar mejor que ellos y más deprisa que ellos. Pero no les dispararemos porque sean un pueblo de asesinos, sino por la sencilla razón de que también nosotros tenemos derecho a vivir, y por la sencilla razón de que también nosotros tenemos derecho a tener un país"

Vals con Bashir pertenece también a este tipo de discurso que ya estaba en los comienzos y que se ha preservado a pesar de las presiones fundamentalistas. Son discursos minoritarios, pero activos y si no logran hacerse un hueco no siempre es por culpa de los fundamentalismos propios. En el otro lado también existen, también son minoritarios, tampoco hay que culpar sólo a sus fundamentalismos el que no logren mayor fuerza. Son discursos matizados, que no soslayan los problemas, ni los compromisos ni las contradicciones, ni se hacen ilusiones. Se saben condenados a perder en la turbamulta de eslóganes. La cuestión judía no es sino un ejemplo de atajos que se toman para no perder el tiempo en pensar. A veces los eslóganes son lo único que queda de una herencia que se ha dilapidado. Me pregunto si no son una forma de consuelo: un mal axioma es mejor que mil preguntas.


domingo, 24 de mayo de 2009

El arte del explorador

¿Qué hace un triste profesor universitario tocando el yembé en una estación de metro de Manhattan? Un economista de una prestigiosa universidad, para quien el trabajo ha dejado de tener sentido, que ha abandonado la investigación, la lectura, la atención a sus obligaciones y sobrevive medio engañando con un futuro e inexistente libro, llega un día a su viejo piso de Nueva York, para presentar un trabajo que no ha escrito, y...
El resto es la historia que acaba en la estación de Metro






Tom McCarthy propone esta fábula del sinsentido y del sentido de la vida en una película que gracias a la nominación de Richard Jenkins a los óscar ha llegado a algunas, no muchas, de las pantallas. Nos hace explorar los rincones ocultos de la inatención con la que discurre nuestra vida, de la que algo, a veces algo que no es sino una anécdota, nos despierta y hace mirar a los mundos que nos rodean, que están en éste, y hacen despertar a los otros yoes que están en nosotros.
Es el poder de la literatura, del cine, de la pintura y del arte en general. Un poder que no tiene (¡ay!) el pensamiento abstracto filosófico.
Nos hemos convertido en adictos a la realidad: demasiadas novelas, demasiadas series de televisión, demasiadas películas, y perdemos lo más importante de las historias, que son formas de abrir(nos) el futuro. No son meros espejos ni ventanas a la realidad, son creaciones de una realidad alternativa en la que personajes que somos, pero que no sabemos que somos, discurren y resuelven un futuro que el autor les ha planteado como un enigma. Estamos perdiendo la fascinación, el deseo de ser otros, de vivir otras vidas, de estar en otros mundos.
Hace tiempo veía la filosofía y la literatura como dos tiempos, el del trabajo y el del ocio. Observo que mucha gente sigue pensando así (sea cual sea la naturaleza de sus obligaciones). Ya no: la literatura y la filosofía comienzan ambas a ser parte de lo mismo, de un deseo de explorar, de un deseo de ser piel roja y cabalgar por las praderas del futuro en historias que otros me han prestado para descubrir que soy, qué seré, qué fui.

jueves, 21 de mayo de 2009

Los principios de la filosofía

A cada tiempo su filosofía. Para Aristóteles, y para los griegos anteriores a la primera globalización que supuso el helenismo, la filosofía comienza con el asombro y la curiosidad, con la confrontación con un mundo que espera ser ordenado por el logos. Para lo que hemos llamado modernidad, se ha dicho, fue la sospecha de la distancia entre apariencia y realidad lo que hizo de mucha gente filósofos: suspicaces profesionales, y a veces irritados militantes contra tanto escepticismo. Fue el deseo de tolerancia lo que llevó a la sospecha de lo real como mera apariencia y a la reivindicación de la apariencia como pura realidad. En esa modernidad cansada por la angustia epistemológica hemos vivido y vivimos, más aún quienes han convertido en una profesión la crítica de la modernidad y con ello han reforzado, sobre todo en sí mismos, la angustia contra el realismo. Pocas cosas hay más aburridas que leer tanta filosofía contemporánea que termina siempre en la misma cantinela: postular la realidad es caer en los vicios modernos... Otra forma de agobio (como decía la canción: "dejaron de ser hipies sin dejar de ser palizas"). La tercera actitud, la que sentimos como más nuestra, como experiencia contemporánea, o como elaboración filosófica de la experiencia contemporánea es la decepción y el desengaño como principios de todo pensamiento: desde el "demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el ser" a la marea de depresión profunda contemporánea, a sus formas líquidas, la filosofía se ha asentado en una suerte de distancia infinita del entusiasmo, en una resurrección del destino y abjuración de la historia. No es sorprendente así que el público busque refugio en esos sucedáneos de filosofía que son los escritores que, remedos de los bestsellers, rozan la literatura de autoayuda con términos filosóficos. No es sorprendente tampoco que tanta otra gente haya encontrado en la poesía un nuevo lugar de refugio (queda la novela cada vez más como fuente de adicción a la realidad, reflejo en la escritura de esa adicción a los espejos que son las series de televisión). Del asombro al escepticismo, del escepticismo al desengaño: algo serio nos pasa. Nuestra imaginación sufre de alguna enfermedad que produce sólo o mera fantasía o puro cinismo. El sueño de la razón produce monstruos.

viernes, 15 de mayo de 2009

La imaginación visible

He aquí a María Antonieta:



El día antes de la Revolución, Maria Antonieta se prueba una colección completa de zapatos de Manolo Blahnik. Su vida es una colección de vestidos, zapatos, postres y amantes: es la imagen de Sofía Coppola en su María Antonieta, una mirada que siempre me ha parecido inteligente en su mirada irónica sobre sí misma: chica pija que sabe que lo es y cuenta su experiencia desde dentro. María Antonieta es, claro, Sofía Coppola hablando de sí misma:






No fue una película tan celebrada como Lost in translation (otra película sobre la que estoy dando vueltas últimamente), pero tiene un punto de distancia sobre la presentación de la persona en la sociedad que me atrae y me hace pensar.
Alguna gente, los que somos simpatizantes de las tesis de Guy Debord (La sociedad del espectáculo, en general todo el movimiento situacionista de los sesenta) hemos aprendido de él a ver cómo el mundo contemporáneo ha configurado la realidad como espectáculo: se hace política para generar noticias y atraer la atención, se hace terrorismo de imagen, se convierte el poder en poder sobre la atención. Completamente de acuerdo.
Y sin embargo...
Leo con pasión estos días un ensayo no sublime pero sumamente perceptivo e intrigante: Frédéric Tellier, La société et son double. Se trata de un intento de respuesta a las tesis de la sociedad del espectáculo: ¿acaso, cuando todo es espectáculo, no ocurre que perdemos el sentido del espectáculo como representación de lo real? Paradójicamente, en un mundo en el que todo es espectáculo, perecemos de realidad, perdemos la capacidad de distancia, de observar las representaciones como un lugar de sueño, de transformación, de crítica o de espejo. En la sociedad del espectáculo, habríamos perdido la fascinación de las representaciones.
Y esa idea es a la que doy vueltas estos meses y la que me lleva a reflexionar sobre los cuerpos y los imaginarios.
Hemos pensado que el imaginario es algo abstracto, oculto tras los símbolos, ajeno en su ficcionalidad. Pero no: el imaginario es lo que llevamos puesto, o lo que nos quitamos, es la forma de presentarnos.



Cala elección de un gesto, un atuendo, una forma de estar y modo ser o querer ser es una clara manifestación no sólo de lo que somos sino de lo que soñamos que no somos, de lo que nos gustaría ser, de lo que nos gustaría creer que los otros creen que somos.... etc.
Paul Valery tenía razón: nada hay tan profundo como la piel. Nada es tan transparente como la ropa y los artefactos que nos visten y rodean. Todo está a la vista, especialmente aquello que desearíamos ocultar.

martes, 12 de mayo de 2009

Los chicos de ayer



¿qué se fizieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como truxieron?



Antonio Vega, Enrique Urquijo: ¿qué decir? No eran pensadores, no eran políticos, no eran sino seres frágiles que compusieron la banda musical de algunas vidas, la mía entre ellas. Cayeron como caen las flores de la jara, que duran un día y son la luz de la sierra.

Algunas veces hay que suspender el pensamiento, por ejemplo cuando alguna guitarra comienza a sonar:



















domingo, 10 de mayo de 2009

No estar

La retrospectiva de Juan Muñoz en el Reina Sofia se convierte en una meta-reflexión sobre lo que es ir a una exposición. Era en parte una de las pretensiones entre el arte y la performance de las medio esculturas-medio instalaciones de Juan Muñoz. El museo es un lugar público en el que de forma masiva o minoritaria la gente se acerca a buscar algo así como una experiencia estética. El consumo masivo de estas experiencias se ha convertido en un signo de nuestra época. Frente a los pesimistas del museo, nostálgicos del elitismo cultural de la Escuela de Frankfurt, no me parece ni mal ni bien: no es el arte ya el lugar donde se dilucida el futuro. Se ha convertido, como cualquier representación, en una parte de nuestra sociedad de la abundancia de representaciones.

Juan Muñoz, sin embargo, hace detener la experiencia estética: no hay tal experiencia, no hay ensimismamiento. Ante las instalaciones de Juan Muñoz solo cabe la interrogación. Y es curioso y muy notorio que las caras de incertidumbre del público conviertan a éste en parte de la instalación. Cuanto más, mejor: el lugar para ver la instalación es a una cierta distancia, viendo a la vez las esculturas y al público observándolas, riéndose con las mismas risas que tienen esos extraños personajes. Uno mismo es parte del momento y del lugar.

Es una experiencia de exclusión: la misma que se siente en lo que desde Augé llamamos no-lugares: lugares de incertidumbre donde las caras son como los carteles de la pared tan conspicuas como inexpresivas. Nos sentimos excluidos porque son ámbitos en los que la experiencia de comunicación ha sido cortocircuitada, como si ese lugar estuviese diseñado específicamente para convertirnos en esculturas. Las esculturas de Juan Muñoz son la inversión del mito de Galatea que ha conformado el arte desde Grecia: en vez de aspirar a convertir en vivas a las imágenes, congela la vida de todo ser que se aproxime a ellas. Es la exclusión como experiencia estética de estar en un no-lugar, de no estar en el espacio público.

El metro siempre me ha parecido una instalación de Juan Muñoz: miradas veladas, cuerpos enajenados, mentes que han quedado en la superficie. Es la experiencia misma de un espacio de indiferencias.




Imágenes ensimismasdas en su propia imagen







Espacios de ilusión óptica que separan, que no alcanzan a ser el marco común de una misma realidad



Risas vacías que nunca entenderemos como si fueran gestos entre seres aliens que nunca serán parte de nuestro mundo

sábado, 9 de mayo de 2009

Horario de apertura

He aquí una triste advertencia de José Emilio Pacheco, poeta en México D.F., la ciudad que es mayor que el mundo y que ahora maltratan los miedos de estos nuevos tiempos de asepsia. Pacheco es el nuevo premio Reina Sofía de Poesía, un premio que suele acertar en su llamada a recordarnos la gente que no debemos olvidar:


MEMORIA

No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.

A lo mejor no hubo esa tarde.
Quizá todo fue autoengaño.
La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido.



Desde que ví Vals con Bashir llevo dándole vueltas precisamente a lo que dice el poema: al temor a que la memoria esté tan abierta al autoengaño como lo esté el presente. En Vals con Bashir un médico recuerda los experimentos que muestran cómo la memoria inventa sus historias cuando no tiene hechos registrados.

La tradición utópica nos pensaba como seres de futuro, seres de imaginación que se asientan en lo que aún no es para encontrar sentido a la existencia. La tradición melancólica nos dibuja como seres que aman lo perdido, que se instalan en lo que pudo haber sido como un lugar del que extraer la fuerza del tiempo. ¿Y si nos estamos contando ficciones en ambas direcciones?

Esta semana he estado asistiendo a un seminario sobre pragmatismo que organizaba Ramón del Castillo. Carlos Thiebaut habló de La filosofía del presente de G.H. Mead, un injustamente olvidado filósofo de comienzos del siglo pasado. Sitúa Mead la existencia en el presente, un lugar de tensiones en las que actúa siempre el pasado, un pasado-presente que siempre está activo. Estamos vivos en el corto horario de apertura que son las horas en las que los hechos aún están vivos, como si el Alzheimer leve fuese la condición de nuestra existencia. Sí: estamos condenados al presente, como barcos en la niebla impulsados por recuerdos que llevan el veneno de la sospecha y deseos y miedos que nacen de un mar donde habitan monstruos del autoengaño.

El viejo escepticismo desconfiaba del mundo externo. El nuestro, el más grave, desconfía de nuestro mundo interior, sobre todo en esas horas en las que todo parece estar tan seguro que abrimos la tienda de los planes y proyectos.


martes, 5 de mayo de 2009

Una pesadilla metafísica

Si uno no se toma en serio a Freud como médico, y lo acepta como humanista que habla de nuestra experiencia inmediata, todas sus obras adquieren urgencia de relectura. Interpretar los sueños o los mitos como interpretamos relatos y cuadros con los que nos encontramos, no para buscar la esencia de lo que somos en algún hecho pasado de la niñez sino para explorar la selva de nuestra mente donde se esconden muchos yoes con los que convivimos y que acechan en la oscuridad de los sueños y de los lapsos de la lengua y del pensamiento.
Empiezo recordando a Freud porque de lo que realmente querría hablar es de una pesadilla que sufrí hace dos noches (un blog es un diván tan cómodo como cualquier otro, con la ventaja de que el analista se esconde tras la pantalla). Los filósofos sufrimos a veces de pesadillas filosóficas. La mía fue una pesadilla metafísica: me desperté asustado porque soñaba que era un comisario político. Me desvelé un rato pensando, ¿cómo me ha podido ocurrir esto a mí?
Me tranquilicé recordando el origen de la pesadilla: esa noche había comenzado a ver "Enemigo a las puertas", en la tele, y la había dejado al rato, justo después del episodio en el que el general soviético, Kruchov, reúne a los comisarios políticos del ejército que defiende Stalingrado para comunicarles que Stalin ha decidido defender la ciudad a toda costa. Les pide ideas de cómo lograrlo. Uno tras otros van diciendo "fusilemos a los oficiales que se rindan", "disparemos sobre los soldados que se retiren"... hasta que uno de ellos dice: "démosles esperanza" (no seguiré contando la película). El caso es que fue la frase la que me dejó intrigado y supuse que había sido el origen de la pesadilla.
Recordé también otro episodio de hace unos días en que la figura del comisario había tenido su momento. Fue en el curso sobre la memoria histórica organizado por Carlos Thiebaut. Vino uno de los últimos guerrilleros republicanos, un joven de ochenta años alto, hermoso, divertido y lleno de anécdotas sobre los años negros. Contó su vida y la de muchos otros, sus cárceles, sus torturas y sus resistencias. La anécdota es ésta: contaba que en cada grupo de resistentes, de seis personas por necesidades tácticas, había siempre un jefe militar y un comisario político, a pesar de que eran de casi todas las tendencias políticas. Le preguntamos por esa figura tan siniestra y nos contestó: era quien estaba al cargo de recordarnos para qué y por qué estábamos allí, para no dejarnos degenerar en una banda de bandoleros.
Supongo que me había quedado con estas dos ideas: "dar esperanza" y "no dejarnos degenerar", lo demás fue la extraña forma de asociación de los sueños. Porque el caso es que lo que soñé es que era un comisario político de mí mismo (algo más tranquilizador) que proponía guardar la identidad personal a salvo. Estuve dándole vueltas una hora, ya despierto, a si esa pesadilla tenía algún sentido: convertirse uno en vigilante de sí mismo. Como si fuera un jesuita pequeñito escondido en el bosque de los yoes, recordando a todos quién es uno. No sé si la pesadilla durmiente fue más o menos amenazante que la pesadilla que me desveló en aquella hora.
En fin, ... miseria de la filosofía.