jueves, 1 de julio de 2010

El arte del silencio





"Negro, nada, infinito: el cuadrado negro de Malevich", nos explica estos días Fernando Rodríguez de la Flor en un encuentro sobre Arte y Muerte, a propósito del Cementerio del Arte, en Morille, una aldea de Salamanca donde se ha reservado un espacio entre encinas donde diversos artistas donan una obra para ser enterrada. Explica que el Cuadrado Negro no es, como tanta estética moderna ha entendido, fruto de un deseo nihilista de desaparición, fruto del agotamiento, sino fruto de la lógica de una fuerza y voluntad de expresión. Es una obra contemporánea del Tractatus, y quizá no por casualidad sean ambas goznes sobre los que gira la cultura del siglo pasado: un arte que sabe que la representación es solamente una de las dimensiones. Un arte en el que el silencio representacional no entraña ansias de desvanecimiento, sino todo lo contrario, de metamorfosis en pregunta permanente.

Wittgenstein tardará aún varias décadas en extraer toda la potencia que ya estaba en el Tractatus. Su obra tardía es una persistente reflexión sobre la mezcla de necesidad y libertad en la interpretación, en un continuo de prácticas sin esencias representacionales. También el arte, a punto de abrir innumerables sendas de exploración que habrían de dejar sinsentido el término "vanguardia", tan espacial, tan "dirigido a", tan grito de batalla: cuando las sendas corren a muchos lugares, cuando los espacios se han roto, las vanguardias dejan de tener sentido, sólo quedan exploradores. A la proposición acerca del silencio ("de lo que no se puede hablar....") que acompañaría desde entonces a la ética y la estética le habría de suceder la riqueza ilimitada de los juegos; al Cuadrado Negro, le habría de suceder un bosque de obras en donde la suspensión del significado sería el modo de señalar que la obra de arte no se agota en la interpretación. Días atrás señalaba la dificultad de pensar sobre el acto constitutivo: "Esto es arte". Simétricamente, habría que reparar en la vacuidad de la pregunta "¿qué significa esto?" ante un objeto de arte contemporáneo. No porque no tenga "significado", sino porque, como descubriría Wittgenstein en las Investigaciones Filosóficas, lo que signifique está a la vista, no hay nada oculto. No hay mucho que decir, la obra se muestra a sí misma y crea el juego de miradas que nos transforma.

Paul Nougè, en El nacimiento del objeto, parece haber fotografiado en 1929 lo que estaba ocurriendo en nuestra cultura: a la era de la interpretación le llegaba el tiempo de la pregunta. El resto es silencio:



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