sábado, 31 de diciembre de 2011

El año de las ficciones

Comenzamos el año que acaba con un irredimible desespero por una realidad ilimitada en su aburrida continuidad. ¡Que pase algo, por dios!, ¡que alguien haga algo!, ¡ojalá los neutrinos adelanten a la luz!, ¡que nos caiga una revolución!, yo qué sé. Y el cielo debió compadecerse porque alguien equivocó levemente las coordenadas del GPS y los neutrinos (italo-suizos) parecieron volar más rápido que la luz y conmovieron las columnas del universo, y la Plaza de Tahrir,  la Puerta del Sol, Siria, el Bajo Manhattan parecieron hacer retemblar en sus centros la Tierra, como reza el himno mexicano.  Uno no puede decir que estuvo presente el día en que todo cambió porque no hay tales días, solo continuidades que se curvan. Pero, en fin, 2011 fue un año en el que vivimos milagrosamente entre la realidad y la ficción.

No sabría valorar, ni siquiera entender, lo que nos ha pasado. Demasiado ruido informativo, demasiadas opiniones, demasiada cíclica agotadora tertulia (nos hemos convertido en expertos economistas, estadistas y gestores de la sociedad global, augures de los desastres por venir). No quiero hablar de la realidad sino de la ficción. "En los tiempos oscuros, ¿de qué se hablará?", se preguntaba Brecht. "Se hablará de los tiempos oscuros", respondía. Pero se hablará en modo ficcional. Nada de periodismo de barra madrileña. Tan sólo la ficción nos curará de una realidad incurable.

Este año he aprendido una cosa (cuento las que he aprendido y sólo me sale ésta): la ficción, cuando es buena, no es mera ficción sino una cura de la realidad. La ficción transforma y transfigura la realidad. Al menos nos cura de la realidad. He leído (estoy leyendo: es infinito) a David Foster Wallace (gracias de nuevo, Álvaro, tengo una deuda impagable contigo). DFW, hijo de un filósofo, comenzó su carrera escribiendo sobre metafísica de las modalidades, la zona más abstracta de la filosofía analítica y padeció un primer episodio de una recurrente depresión (que le llevaría a suicidarse en 2008) en el que comenzó a escribir relatos. Cada texto suyo, cada sección, cada párrafo de su escritura es como el jardín de los senderos que se bifurcan. DFW enreda las marcas de artículos de consumo con notas académicas, las descripciones líricas con episodios escatológicos, la poesía con la ficción. Lo mezcla todo. Uno sospecha que su cabeza discurría a la velocidad de los neutrinos mientras que sus dedos sólo alcanzaban la velocidad de la luz. Su mente pudo con su vida y no logró que lo escrito le salvara al final. Pero  al menos lo hizo durante unos años y así contribuyó a salvarnos a los demás. DFW construye la ficción con los trozos de la realidad más inmediata. La broma infinita mezcla la literatura utópica con el periodismo deportivo: la realidad se transfigura por el ejercicio de la imaginación. Gracias a sus infinitos y enrevesados párrafos entendemos mucho mejor la realidad infinita y enrevesada que nos rodea.

He leído (estoy leyendo: es ilimitada) a Karen Blixen, Isak Dinessen. Al igual que DFW, ID tuvo una vida difícil e hizo de la literatura la terapia de la realidad. En El festín de Babette (no dejar de ver la versión cinematográfica), escrito poco antes de su muerte por inanición, debida a los dolores que le causaba en el aparato digestivo la sífilis avanzada (que le había contaminado su marido), describe a una cocinera huida de la Comuna de París, que al cabo de unos años en una comunidad de puritanos, consigue transformar su gris existencia de hipócrita austeridad con un banquete. "Una artista nunca está sola, señora" acaba con orgullo Babette-ID. Y estoy seguro que en aquellos tristes tiempos de ID esas palabras le ayudaron a soportar la realidad.

La ficción no es la huida de la realidad: es la forma en la que la transformamos reutilizando, reciclando, las experiencias en las que nos sumerge aquélla. La ficción es el modo en el que la imaginación nos transforma en seres distantes de lo real. En esta sociedad del espectáculo padecemos de una angustiosa escasez de imaginación y de ficción: como en las inundaciones se padece de escasez de agua y por las mismas razones.

Recordaré 2011 para siempre: fue el año en el que la ficción irrumpió en la realidad.


lunes, 26 de diciembre de 2011

Cultura del dolor



"En el teatro de operaciones" es una expresión de origen militar que admite una segunda lectura quirúrgica: la del médico interviniendo sobre el cuerpo dolorido en presencia de un público de colegas que observan cómo se elimina con eficacia y rapidez la fuente causal del sufrimiento. Javier Moscoso ha tenido en la mente esta imagen como guía en la escritura de Historia cultural del dolor. Desenvuelve en esta obra las cambiantes teatralizaciones del dolor en Occidente, desde la Baja Edad Media hasta la historia de la medicina contemporánea. Javier Moscoso se ha fijado en uno de los aspectos centrales del dolor: el dolor ante los otros. El dolor está muy relacionado con el sufrimiento humano. Es la fuente de sufrimiento más temible, pero ha sido también  una experiencia cambiante al hacerlo sus expresiones en diferentes escenarios culturales. Infligir dolor siempre fue el instrumento más efectivo del poder (sobre todo en los tiempos en los que también era casi la única fuente de poder). La teatralización del dolor como espectáculo de castigo fue objeto de imaginativa dedicación del poderoso premoderno y lo siguió siendo por un tiempo en la formación de los estados modernos. Masacres, torturas, circos de muerte, fueron los signos del poder premoderno. Este libro  comienza la historia en el momento en que se produce una importante inflexión en el espectáculo del dolor: cuando adquirió nuevas dimensiones y formas culturales y se convirtió en un medio estratégico de las formas culturales de la modernidad. En particular cuando se descubrió su poder como medio eficiente para la dominación del alma.
Una de las más sorprendentes y misteriosas características de la cultura moderna es que el dolor es objeto de una insospechada y masiva afición a través del tiempo y de muy diversas formas culturales. En el comienzo de la modernidad se representa al santo como un ser habita un lugar intermedio entre el cielo y la tierra en el que el dolor de su cuerpo infligido por el infiel no alcanza al dolor de su alma. Más tarde este impávido ser se constituye en modelo de aceptación del sufrimiento humano en el siglo,  y así ascetas y místicos invierten la relación representacional y comienzan a castigarse a sí mismos para imitar al santo anestésico. El deseo de sufrir, y sobre todo de hacerlo a través del dolor corporal, se convierte en signo de santidad. Esta inversión convirtió al dolor en instrumento cultural esencial en occidente: como fuente de educación (el maestro como maestro en la tortura del niño para enderezar su fuste torcido); como fuente de conocimiento (en manos del médico y cirujano que investigan la causa del síntoma); como fuente de placer para los seres "anormales" que confunden el objeto del deseo con el sujeto que castiga,... Si Weber señaló la centralidad del amor al trabajo como resultado de una inversión de los signos de la elección divina (de la riqueza como signo al esfuerzo por enriquecerse somo trayectoria de vida piadosa), este libro abre nuevas capas de estas inversiones cognitivas y emocionales que están en el trasfondo de nuestra fábrica social.
Javier Moscoso ha presentado una irreemplazable evidencia de que nuestra senda cultural tiene estratos más oscuros de lo que nuestra afición a la compasión podría suponer. Pues --sostiene JM-- la propia compasión como aparente trasfondo de lo social (desde la teoría de los sentimientos morales proclamada por los padres de la teoría social moderna) está construida sobre la conversión del dolor en teatro esencial de operaciones en el que se elabora el contrato social.
No hay desperdicio en este libro que no se limita a ser un capítulo de nuestra historia cultural  sino sino que se nos presenta como una  asombrosa indagación sobre el lugar del dolor en los cimientos de la sociedad moderna.
Imprescindible.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Autenticidad y experiencia

Me propone un trabajo de clase una alumna acerca de la crítica de  Walter Benjamin a la experiencia bajo la cultura técnica a partir de su fatigada "La obra de arte en la era de la reproducción técnica". Aduce la inteligente alumna que, en su lectura, Benjamin está criticando la superficialidad de las experiencias a la que aboca, entre otras formas, el cine. Me muestro irritado, irracionalmente irritado, aunque contengo las formas y disfrazo mi reacción de  académico contra-argumento con sutiles distinciones entre cine en general y montaje en particular. Me arrepiento después, pues probablemente tenga más razón que yo y haya leído a Benjamin con más detención y cuidado que los míos. Así que vuelvo a leer el fatigado artículo, y me descubro pensando en el origen de mi inesperada irritación.  No es simplemente porque crea que esta manera de confrontar técnica y experiencia obedezca a una mala concepción de la experiencia. No es tampoco, mucho menos, porque me molesten las lecturas tan antimodernistas de los padres de la teoría crítica. Me doy cuenta de que lo que me molestaba era la alusión al cine como espectáculo de engaño. Seguramente tiene razón (sigo dudándolo) en el rechazo a la cultura de masas y al capitalismo cultural como una de las guías de lo que sería la Escuela de Frankfurt. Todo eso pertenece a un debate académico que ahora resbala por encima de mi sospechosa irritación.
Creo descubrir que el origen tiene que ver con mi relación con el cine. Pertenezco a una generación diferente a la suya y no puedo ya explicar muy bien esa experiencia generacional de haber sido formado por el cine. Crecí algunos años en una aldea de montaña y debería tener algún recuerdo (los tengo) de experiencias de comunión con la naturaleza. Pero mis experiencias básicas, las que supusieron cambios en mi forma de mirar al mundo, estuvieron siempre ligadas a la sala oscura, al oscurecimiento de la sala, a la que acudía todo el pueblo portando su silla, en familia, esperando que el dueño del bar colocase el rollo, esperando que ese día no se fuese la luz, que la película tardase un rato en cortarse (se aprovechaba para comentar o para ir a buscar el helado mientras el dueño del bar intentaba a oscuras volver a pegar el acetato). El intenso brillo de la lámpara, el olor a quemado, la tela de la pantalla moviéndose, las viejas preguntando qué estaba pasando. Una experiencia de cultura de masas que era más auténtica que cualquier relación con el bosque de pinos húmedo por la lluvia de otoño o el chapuzón en el caozo negro en la mañana de verano. Aprendí qué era el miedo colectivo el día que proyectaron Psicosis, en el grito de todo el pueblo cuando la cabeza de la madre mira al público (yo había escapado ya al altozano aterrorizado), cuando durante semanas en la escuela se comentaba por los valientes que permanecieron en la sala cómo eran los ojos del cadáver. La televisión vino después, también como experiencia colectiva (durante años la televisión fue ocasión de juntarse familias, o de asistir al teleclub, en aquel invento de Fraga que tanto modernizó nuestro país), pero nunca alcanzó aquella intensidad emocional que había hecho del cine el territorio-otro donde elaborar la existencia.
Muchos años más tarde, en la adolescencia, descubrí la sofisticación del cine-club, los interminables debates sobre Dos en la carretera y Nueve cartas a Berta. Pero mi experiencia genuina seguía anclada en la cultura de masas. Mantengo una razonable (tampoco demasiado extensa ni profunda, llena de lagunas y sobre todo olvidos) cultura cinéfila. Pero mi corazón está con el cine de masas. Todavía hoy espero a los grandes estrenos, me voy solo si puedo a sesiones masivas, cada vez más escasas, para sentir la experiencia colectiva de la sala oscurecida y los estados emocionales en oleadas generadas por la pantalla. No me importa que me mientan. En realidad no engañan a nadie: en la era de los reality-shows el único engañado es el tonto. Y nadie es tonto como reza el anuncio de MediaMark.
Ese debía ser el origen de mi irritación. No hubo experiencia más natural ni genuina en mi vida. Y sospecho que a Walter Benjamin le ocurría lo mismo. Discurría sobre Vertov y Eisenstein pero disfrutaba con Chaplin.

domingo, 18 de diciembre de 2011

A trozos

Mi añorado Eduardo Rabossi escribió su póstumo En el comienzo Dios creó el canon. Biblia berolinensis (Gedisa, 2008) con la explícita intención de ajustar cuentas con la filosofía académica y con su propia historia intelectual. Nos cuenta ahí que la filosofía es un invento alemán romántico para resolver las ansias de identidad de una nación que necesitaba una cultura independiente. Para ello crearon el canon de textos que culminaba en los escritos de los mismos autores que lo seleccionaron. Por una contingencia no casual cae este libro, en el estante de los libros revueltos con los que ando, al lado del libro de Mulhalll, Inheritance and Originality. Wittgenstein, Heidegger, Kierkegaard (Clarendon, 2001). Mulhall lee a Cavell y avanza la tesis de que tanto Cavell como Wittgenstein escapan de la idea de que la filosofía sea una colección de textos o una colección de problemas, o una colección de textos que guarda una colección de problemas. Se pregunta qué es escribir, qué debe ser escrito, y toma como ejemplo la música: lo que se escribe y lo que se improvisa. La filosofía de Wittgenstein y de su discípulo Cavell, sostiene Mulhall, pertenecen al modernismo, un movimiento que (frente al romanticismo) nace del sentimiento de que ya sólo se pueden escribir fragmentos y se aborrece la idea de una colección cerrada de problemas y de un canon de textos (lo mismo ocurre en literatura: novela, poesía, y en otras artes: pintura, cine). Sostiene también Mulhall que ello se debe a la misma estructura de la escritura filosófica modernista, en la que el mensaje se guarda en su enseñanza y la enseñanza en un mostrar una secuencia de fragmentos. El texto-fragmento es, al igual que la imagen-pregunta a la que me refería hace unos días, una pregunta-enigma que no presupone un lector avezado en un canon-museo de problemas-textos. Como cuando enseñamos a un amigo un álbum de fotos y le decimos, "mira, éste soy yo". Cuán tonto sería que nuestro amigo convirtiese la colección en el canon donde examinar lo que somos. Aunque tampoco valdría cualquier otra fotografía para ser incorporada. Un álbum guarda entre sus fragmentos el enigma de nuestra biografía al tiempo que muestra lo que somos. Es un objeto abierto y en cierto sentido cerrado. Como la vida y sus formas.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Ensimismamiento y alteración





(Cindy Sherman: Untitled Film Still)


Es muy difícil explicar por qué ciertas obras nos absorben y nos atan a ellas con una fuerza que no logran otras mucho mejores en apariencia en calidad literaria, pictórica, fotográfica o fílmica. Buscando la respuesta me he enganchado a varias obras del crítico y teórico del arte Michael Fried. Había leído su obra El lugar del espectador (La Balsa de la Medusa, 2000) donde trataba la pintura francesa del XVIII, pero desconocía su obra sobre la pintura del XIX, sobre el arte abstracto y el minimalismo contemporáneos y, sobre todo, sobre fotografía. Estoy enganchado a sus libros. He encontrado un esclarecimiento simple y poderoso de mis afinidades electivas. Por ejemplo: en pintura, Chardin, Manet, Hopper; en fotografía, Cindy Sherman, Jeff Wall; en cine, Hichtcock, Antonioni. Todos ellos están unidos por un hilo común que se explica, según Fried, por la ausencia de teatralidad. Las obras se cierran en sí  mismas y se nos presentan más como una pregunta que como una respuesta. Los personajes aparecen ensimismados, cerrados a toda muestra de emoción y, sin embargo, encerrados en un marco intensamente emocional. En las obras "teatrales" (no de teatro, por supuesto), sostiene Fried que la obra se ofrece a la vista del espectador como si fuese una mercancía en venta. Se deja apropiar demasiado rápida y explícitamente porque su sentido está construido para desplazarse rápidamente al ojo del espectador, presente allí como comprador en una subasta. Pero no ocurre de este modo en la otra gran corriente del arte, la que oculta, como decía José Luis Brea, "un ruido secreto".
Estas obras, paradójicamente, nos atraen porque crean una absoluta distancia con nosotros. El ensimismamiento del objeto nos atrae como nos atraen las preguntas sin respuesta, como nos atraen las personas distantes y ensimismadas, a las que pensamos habitando mundos interiores que querríamos compartir con ellas. Nos enamoramos de los silencios porque los sabemos llenos de palabras. Nos preguntamos quiénes son esos personajes porque nos importan las personas que parecen esconder. Todo lo contrario del arte teatral, del negocio del Gran Hermano, de las vidas-máscaras.



Jeff Wall (A picture for woman)

viernes, 2 de diciembre de 2011

Comenzar por el tejado

Las casas se deben comenzar por el tejado. Cuando tienes un tejado tienes una casa. Mientras tengas solamente muros habitarás una ruina. Mientras que la(s) izquierda(s) han centrado su atención en las grandes obras del Estado: los servicios públicos, las "instituciones" (hacer muchas leyes, muchas leyes, mucha  "educación" para la ciudadanía), se ha ido instalando una más que sólida cultura popular conservadora o abiertamente de derechas. La resistencia cultural se ha refugiado en territorios menguados, en ámbitos académicos aislados del mundo o en acotados movimientos y redes sociales. Las prácticas sociales y los significados, las imágenes, programas de televisión, juegos de consola o películas más vistas pertenecen a la cultura popular conservadora. Es una cultura que atraviesa las clases, géneros, movimientos sociales o partidos . Se puede instalar con tanta o más fuerza en los barrios obreros y de emigración que en las calles aristocráticas del centro, en las aldeas que en los suburbios residenciales. Se trata de  formas  de mirar y de qué significan las palabras, pero también de las prácticas diarias, de la fiesta y del trabajo; de cómo se relacionan las personas en los momentos de ocio y de trabajo, en los lugares íntimos y en los espacios sociales; de cuál es la densidad de los afectos y de qué cosas indignan y cuáles suscitan y movilizan las emociones  y lazos afectivos comunes. En el horizonte de expectativas que nos rodea, la cultura "occidental" y los fundamentismos religiosos parecen contradecirse pero en realidad se realimentan bajo un mismo techo cultural.
Empezar la casa por el tejado es comenzar a construir sentidos en común. Es cambiar la vida que sostiene las palabras e imágenes. Es resignificar prácticas y hábitos, sensibilidades y afectos comunes. Construir una cultura común bajo la que palabras como "democracia", "libertad", "justicia" articulen formas decentes de existencia.
Empezar la casa por el tejado.
Después todo es más fácil.
Ya lo dice Nicanor Parra:


A los amantes de las bellas letras
hago llegar mis mejores deseos.
Voy a cambiar de nombre a algunas cosas.
Mi posición es ésta:
El poeta no cumple si palabra
si no cambia los nombres de las cosas.
¿Con qué razón el sol
ha de seguir llamándose sol?
¡Pido que se llame Micifuz
El de las botas de cuarenta leguas!

¿Mis zapatos parecen ataúdes?
Sepan que desde hoy en adelante
los zapatos se llaman ataúdes.
Comuníquese, anótese y publíquese
que los zapatos han cambiado de nombre:
desde ahora se llaman ataúdes.

Bueno, la noche es larga.
Todo poeta que se estime a sí mismo
debe tener su propio diccionario.
Y antes de que se me olvide,
al propio dios hay que cambiarle de nombre.
Que cada cual lo llame como quiera:
Es un problema personal

(Disfrutemos todos de su premio Cervantes. Tardaremos en volver a hacerlo)

viernes, 25 de noviembre de 2011

La imaginación bajo sospecha.

Sostiene Terry Eagleton que los occidentales nos creemos imaginativos porque estamos en las mejores condiciones para pensar con empatía a los otros; como si desde culturas subordinadas las imaginaciones fuesen más difícil imaginar y aquellas tierras y barrios estuviesen poblados de bárbaros. Richard Rorty, incluso, llega afirmar que la imaginación exige cierto bienestar. Así lo afirma con estas ilustrativas palabras: Seguridad y simpatía van unidas, por la misma razón que van unidas la paz y la productividad económica.: "Cuanto más duro es todo, más cosas hay que temer, más peligrosa es la situación y menos tiempo y esfuerzo puede uno dedicar a pensar cómo ven las cosas las personas con las que uno no se identifica de modo inmediato.La educación sentimental solamente funciona con quienes pueden relajarse lo suficiente para escuchar" (R.Rorty, Verdad y progreso. Escritos filosóficos 3,Barcelona, Paidós, 2000, pág. 236. No me resisto tampoco a citar las propias palabras de Eagleton:

“Sean cuales sean las confusiones asociadas con la empatía, lo cierto es que la cultura occidental posee una lamentable capacidad para tratar de imaginar a otras culturas. Y el mejor ejemplo es el fenómeno de los extraterrestres. Lo siniestro de los extraterrestres es lo poco extraterrestres que son. Más bien parecen tristes testimonios de nuestra incapacidad para concebir formas de vida radicalmente diferentes de la nuestra. Pueden tener cabezas en forma de bulbo y ojos triangulares, hablar con un soniquete metálico y monótono, propio de un robot, o emitir un fuerte hedor a azufre. Pero si no fuera por eso se parecerían mucho a Tony Blair. Aunque son criaturas que pueden viajar años-luz, resulta que tienen cabeza, extremidades, ojos y voz. Sus naves se pueden colar por agujeros negros pero, ¡mira por donde! siempre acaban estrellándose en el desierto de Nevada. A pesar de haber sido construidas en galaxias tan remotas, sus naves dejan siniestras marcas de aterrizaje en nuestra tierra. Sus ocupantes demuestran un interés demasiado familiar por observar los genitales de los humanos, y son bastantes propensos a lanzar vagos y pesados mensajes sobre la necesidad de la paz mundial, como si fueran un secretario general de las Nadones Unidas. Fisgonean por las ventanas de las cocinas con sus extrañas poses y les fascinan las dentaduras postizas. Pero, en fin, como un agente de inmigración sabe perfectamente, una criatura con la que podemos comunicarnos no es, por definición, un extraño. Así que, los auténticos extraños son todos esos seres que, como quien no quiere la cosa, han estado sentados sobre nuestras rodillas durante siglos.” Terry Eagleton, La idea de cultura. Traducción de Ramón del Castillo, Paidós 2001, pags 79-80). 
¿No estaremos sobrevalorando la imaginación? Parecería como si imagináramos la imaginación como lo mejor de nosotros, como si no tuviese los muchos puntos ciegos que tiene nuestro pensamiento. Y luego resulta que los productos de la imaginación se parecen demasiado a nuestro retrato. Como si realmente nuestra imaginación no estuviese también enferma.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Potenciales de esperanza

La cultura, sostiene Terry Eagleton (La idea de cultura, Paidos, 2001) surge cuando la civilización muestra sus contradicciones. De hecho - continúa- las grandes transformaciones de la idea de cultura ocurren en las grandes crisis de la civilización contemporánea: en el Romanticismo, cuando la idea de cultura (Kultur) se opone a la degradación burguesa de la idea de progreso material; en las grandes revoluciones contemporáneas, cuando la idea de cultura como forma de vida elevada se propone como un horizonte que solamente se alcanzará con un adecuado cambio social (el socialismo como utopía humana); en las crisis nacionalistas, cuando la idea de cultura se convierte en el espíritu del pueblo que busca la autonomía de otro estado opresor; en el mundo poscolonial, cuando la cultura se enfrenta a la civilización imperialista y se convierte en reclamación de las identidades oprimidas. La cultura guarda en su historia una dialéctica de fracaso y de esperanza, de potencial luminoso que abre la creatividad en los tiempos oscuros.
Doy vueltas a esta idea en un día otoñal (de reflexión democrática) después de cansarme ya de tanto discurso apocalíptico sobre la crisis. Observan mis amigos que estamos ante un ataque a Europa por parte de China, India, USA, y todos los que se llevan los puestos de trabajo y la sociedad del bienestar. Von Trier parece haber descrito en Melancholia este espíritu que transmiten hoy todos los medios de comunicación.  Ciertamente la generación actual de las clases medias medio acomodadas y en edades medias observan las nubes oscuras por primera vez. Porque de eso se trata: había demasiada clase media.  Por supuesto que para las clases dominantes no hay ningún apocalipsis en perspectiva. La crisis es simplemente un estado natural que ocurre cuando la rentabilidad de las acciones caen. Varias películas recientes han descrito didácticamente lo que ocurre acudiendo a la metáfora de una empresa: las acciones caen en su valor; se despide gente; se bajan los sueldos; se aterroriza; las acciones suben. Los grandes fondos no distinguen fronteras: chinos, árabes, Wisconsin, Baviera, Madrid o Cataluña, todo es uno. Por supuesto para quienes se han pasado media vida en las colas del paro y en las colas de la seguridad social la crisis es también su estado natural, después de la breve ilusión de una hipoteca imposible.
Pero es precisamente este estado de crisis y este estado de la crisis el que guarda un potencial de esperanza único en la historia. Todo está a la vista. Nadie se engaña. Nadie puede decir que no sabe lo que ocurre porque todos lo saben. Y es esta instantaneidad de la información la que abre la nueva idea de cultura como un horizonte de posibilidades que están ya presentes y que hay que desvelar. En pocos momentos es tan necesaria la hermenéutica como en las épocas oscuras de la crisis. En pocos momentos como ahora la diversidad y la homogeneidad se han conjurado tanto para crear un potencial de creatividad histórica. Habrá desprecio y represión, pero solo se desprecia y reprime lo que existe. Y ya existe. Está para ser desenvuelto como un regalo para la humanidad. Una corriente de creatividad que nos trae la esperanza desde los tiempos de crisis que pasaron. En Manhattan, en Taipéi, en El Cairo, en Sol... se están creando las tramas que tejerán la civilización.  Es cierto que hay un fracaso radical de una forma de cultura que la crisis se está llevando como agua sucia, pero es sólo un paso para una nueva dialéctica entre cultura y civilización, entre cultura y capitalismo, entre civilización y barbarie que ya está naciendo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La muerte y las matemáticas



Entre otras fuentes, las matemáticas nacieron del miedo a la muerte. La conjura del destino está entre los deseos de los primeros astrólogos de Mesopotamia y Egipto que comenzaron a estudiar y predecir los movimientos regulares de las estrellas y planetas. Predecir las conjunciones y oposiciones, como si en esas complejas configuraciones se escribiese lo que cabe esperar.
Así Melancholia de Lars von Trier: un burgués aficionado a la astronomía intenta resguardarse en los cálculos de probabilidad de un previsible apocalipsis causado por el choque de los planetas Melancholia y  Tierra. Una publicista, Justine, que tiene intuiciones certeras sobre lo desconocido, se desfonda de tristeza. Su hermana Claire se descubre en la desesperación.  Ese horizonte final le sirve para presentar, al modo de Celebración de Vinterberg (1998), la vaciedad de la vida de un grupo humano de clase alta. Con referencias a Tarkovsky y quizás a Antonioni, Melancholia es un manifiesto nihilista que puede figurar en la antología del existencialismo contemporáneo. El horizonte de la muerte es lo que da sentido (y sinsentido) a todo lo que acontece mientras tanto. La melancolía de Justine, que provoca tanta repulsión entre los alegres acomodados, parece la única actitud sensata ante la amenaza: "Estamos solos", "nadie va a echarnos de menos", "la vida es mala por naturaleza", sostiene Justine en una de las declaraciones más secas de la historia del pensamiento.
La coincidencia con El árbol de la vida de Malick no puede ser casual. Parece como si el fin de los grandes relatos que decretó la posmodernidad hubiese también llegado a su fin y renaciese una necesidad de los discursos cósmicos. La esperanza y la gracia de Malick se transmuta aquí en absurdo y melancolía. No tiene sentido comparar ni ambas actitudes ni ambas películas como si hubiese que decidirse entre ellas. Lo interesante es que ambas acuden al escenario del universo para hablar de las circunstancias inmediatas de la vida: de los entornos próximos del hogar (Malick) y la pareja (von Trier). Ambas sitúan, correctamente, el sentido y el significado en la historia natural.
La evolución en Malick y las matemáticas en von Trier representan la otra faceta del alma, la que busca comprensión racional del universo, y también en los dos casos se subraya el color de la emoción como trasfondo del sentido. Dos caras, dos actitudes. Un mismo porvenir de oscuridad.
Ha hecho falta que acabara la fiesta posmoderna para que recomenzasen las preguntas metafísicas. Como ocurre exactamente en la película Melancholía, solo al final de la fiesta vuelven a sonar los acordes del destino (Wagner llena el espacio) y nacen las preguntas que no pueden dejarse sin responder porque el tiempo apremia.
Son dos películas imprescindibles. Dos momentos de encuentro de poesía, cine y filosofía.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El día que apagué la televisión

Desde hace un tiempo reacciono ante los medios de comunicación con una mezcla de desaliento e irritación que me sorprende y no acabo de explicarme. Podría ser por la reiteración de mensajes, podría ser por mi desaliento,   no lo sé. Sería superficial un diagnóstico que confundiese los síntomas con las causas. Me lo he preguntado muchas veces: ¿qué me ocurre?  No podría generalizar. Es posible que sea un problema mío, es posible que sea una epidemia y le esté ocurriendo a mucha gente. No he hecho ni me atrevo a hacer  siquiera un sondeo entre la gente que me rodea.
Sin embargo me atreveré a un auto-diagnóstico de urgencia: cierro mi contacto informacional con los medios de comunicación por alguna forma de disonancia cognitiva, de tensión oculta entre lo que deseo y lo que encuentro.  No porque el mundo ofrezca una realidad más o menos tenebrosa, desbocada, errática, sino porque lo que desearía encontrar es comprensión y cierta sabiduría en la presentación de la realidad y no esa compulsiva e histérica reiteración de eslóganes, frases y apreciaciones que terminan convirtiéndose en opinión común que repetimos una y otra vez en las conversaciones de cafetería. Es la falta de distancia lo que me abruma.Ni siquiera pido ya distancia crítica sino pura distancia, capacidad de mirar por encima de la colina de enfrente hacia horizontes un poco más lejanos. Aún no he ido a ver Melancolía, donde se describe una boda un poco antes del fin del mundo, pero me parece una metáfora perfecta de la desolación que transmiten los medios de comunicación.  ¿Nadie ha pensado que es precisamente esta falta de distancia e imaginación una de las causas de estos ciclos de realimentación negativa en los que nos hemos embarcado? ¿No merece la pena perder el tiempo en pararse un momento y mirar hacia dónde vamos y de dónde venimos? ¿Nadie cree ya en la información que nace de las tendencias largas?
Apago la televisión y cierro el periódico y la pantalla del ordenador porque empiezo a sospechar que esta convulsión informativa es parte de la realidad, no de la noticia sobre la realidad. Se ha dicho de la crisis que es la primera crisis de internet, pero no estamos aún en condiciones de pensar qué otras transformaciones están produciéndose en esta sobreestructura informacional que hacen que el espectáculo de la crisis sea ya una parte de la nueva economía que estamos creando. Apago las pantallas porque cada vez me recuerdan más a las pantallas omnipresentes en el mundo de 1984 creado por Orwell. Pantallas que insistentemente auncian victorias y derrotas definitivas, que cada minuto avanzan la noticia del siglo, que demandan atención inquebrantable a las olas.
Cerrar los ojos para empezar a ver. Cerrar los oídos para empezar a escuchar. Me atrevo a recomendarme esta nueva dieta. Espero no haberme equivocado en el diagnóstico.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Formas de ceguera

Avatares de la fisiología me han tenido apartado del blog, en el dique seco donde el pensamiento se estanca, así que tenía ya una cierta necesidad también fisiológica de volver a sentarme en mi cuarto propio conectado, ese lugar tan bien descrito por Remedios Zafra, y pensar ante, desde, en ... la pantalla. Pensar, hoy, en letra abierta, sobre ciertos déficits que nos aquejan. Déficits que parecen deberse a ciertas formas de ceguera que, no obstante, no sabemos diagnosticar con precisión. William Clifford, un matemático y filósofo inglés del siglo XIX, que debatió con William James sobre la ética de la creencia, aducía el ejemplo del naviero que fleta un  barco de pasajeros en invierno, sabiendo que tiene ya necesidad de reparaciones urgentes y serias, rechazando la posibilidad de que una tormenta lo hunda en el Atlántico. Desgraciadamente ocurre y se pregunta Clifford si deberíamos llamar accidente a este naufragio o condenar al armador por no haber creído en la posibilidad y probabilidad del suceso a pesar de la evidencia. Sostiene Clifford que debemos creer todo y sólo aquello sobre lo que tengamos una evidencia suficiente. Pero James le contesta que, cuando está en juego algo muy importante, tal vez podamos creer o no dependiendo de lo que nos juguemos. Como la madre que se niega a creen que su hijo sea culpable a pesar de la evidencia o aquella persona que se niega a sospechar de la infidelidad de su pareja a pesar de que haya signos insidiosos.
Nos gustaría diagnosticar estas formas de ceguera en territorios bien definidos. Clifford nos diría que es una ceguera moral y que por ello merecemos una reprobación moral. James no lo tiene tan claro. Cuándo la ceguera es moral y cuándo epistémica es precisamente lo que está en la mesa de la controversia. Se distingue siempre a los talantes dogmáticos porque resuelven esta cuestión con una rapidez que no deja de asombrarme.
El problema duro viene porque el que la ceguera sea un déficit para manejar las evidencias, y por consiguiente epistémica, o un déficit para manejar los deseos y las emociones, y por consiguiente moral, depende no sólo de la evidencia en sí o de la emoción implicada sino del autoconocimiento que uno tenga de sus propias entrañas, y de la voluntad de conocer lo que nos está pasando.
El caso más interesante lo analizó Stanley Cavell en su maravilloso análisis de El Rey Lear: ¿cuál es la ceguera de Lear? Podemos situar la tragedia como una tragedia cognitiva: Lear se niega a aceptar las evidencias de que sus hijos y nueras van a traicionarle porque están poseídos por la hubris del poder y por ello rechaza las admoniciones de Cordelia. Pero podemos situar también la tragedia en que Lear se niega a aceptar que Cordelia le ama, que la única de sus hijos que le ama verdaderamente y que su amor es una fuente de verdad más certera que la del intelecto. ¿Está ciego Lear cognitiva o emocionalmente? Quizá la tragedia es precisamente nuestra incapacidad para responder con acierto a la pregunta.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Vivir para contarla

Las ciencias han aportado muchas cosas a la cultura contemporánea: la tabla periódica, la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica o la genética. La filosofía también, aunque no se haya reconocido. La más importante de ellas, sin ninguna duda, es el descubrimiento de que la vida no tiene sentido. Así. Es un descubrimiento que tiene que ver con el nihilismo que suena como tema inicial del siglo XX desde Nietzsche. La vida no tiene sentido, aunque, como los ríos, pueda tener dirección: "Seres para la muerte" nos enseña Heidegger.  La angustia (Heidegger, Sartre), el absurdo (Camus), el silencio (Wittgenstein), se han presentado como consecuencia inevitable. "Si Dios ha muerto todo está permitido" aducía Dostoievsky. Y sí: todo está permitido. Todo ha sido permitido. Y la cuestión es cómo hacer que no sea así.
Todo el pensamiento contemporáneo es una respuesta a este descubrimiento. Hay dos líneas de respuesta:
La primera es que si la vida no tiene sentido entonces hay que buscarlo. Las teologías contemporáneas recorren esta senda: buscan el sentido en la palabra escrita y en la fe. Otras filosofías lo buscan en la historia; otras, más ilustradas, persiguen la búsqueda de la verdad. Para estas corrientes, el sentido de la vida es una gracia que recibimos desde alguna instancia externa y trascendente. No seré yo quien desprecie a estas corrientes porque representan uno de los más valiosos esfuerzos de la razón en la edad contemporánea. Pero desde mi punto de vista no llevan la dirección correcta.
Para la segunda, el sentido es algo que nos damos. Damos sentido a nuestras vidas al dar voz a nuestra existencia que por ello se convierte en biografía (o biología, si no estuviera ocupado el término). El sentido es un don que nos damos a nosotros mismos y que nos debemos unos a otros. Enseñamos a nuestros hijos a tomar la palabra, a decir la verdad y decirse la verdad. Prestamos nuestra voz a quienes no la tienen cuando nadie se la da. Participamos en movimientos en los que la masa y la multitud toma la palabra y se convierte en demos y convierte la plaza en ágora. Aprendemos a entender lo que nos pasa y a ser capaces de contárselo a otros y contárnoslo a nosotros mismos.
No estamos agradecidos porque hayamos recibido una gracia sino que agradecemos a la vida el estar vivos dándole sentido, convirtiendo la vida en historia. Éste el sentido que damos a nuestras vidas sin sentido.

sábado, 22 de octubre de 2011

Madera de cedro

Leonard Cohen agradece a la tierra, a la vida, al pueblo, haber vivido. Sabe que la poesía es una tierra libre que nadie conquista y que sólo se da a quienes no quieren el poder. Es un alma agradecida.: http://www.rtve.es/alacarta/videos/premios-principe-de-asturias/discurso-leonard-cohen/1230112/

Para quienes llegamos a edades más cercanas a la de Leonard Cohen que a las de los jóvenes que se aprestan a ordenar el mundo que vendrá el futuro se ordena en horizontes limitados.
Me atrevería a proponer tres hilos para tejer la vida que vendrá:
- El miedo:
No es  que no esté sin justificar: se añaden dos futuros, el de la historia y el de la biografia.
A quienes se embarquen en esa nave, les leería un micropoema de Ajo, nuestra filósofa más seria y desconocida ( Micropoemas 2: Arrebato ediciones) :

También, en general, detecto
mucho miedo y poco peligro
No hay peligro suficiente
para tanto miedo como tenemos
-  El resentimiento:
No diría yo que no está justificado. Es el motor de la historia de los que perdieron. Es la única emoción que hace de la memoria un muelle de la historia. Pero no salva: nos enreda en una trama de venganza e indignación.

- El agradecimiento:
A la madera de cedro, dice Leonard Cohen, por su olor, por haber sobrevivido al tiempo y estar aún presente en su guitarra. Por la fuerza de su esperanza.
No el agradecimiento del triunfador ( no nos lo va a agradecer, claro, si no no hubiera sido triunfador) sino el agradecimiento del superviviente, de quien se sabe en una trama oculta de dependencias. La trama de la vida,
La trama que está en contra del destino.

domingo, 16 de octubre de 2011

Tiempo de resistencia

Cuando la vida te trata mal, cuando el futuro se fractura y se convierte en angustia, todo se vuelve privado. Las relaciones con el mundo y con los otros se disuelven y la realidad se reduce a un cuerpo dolido por el sufrimiento. El dolor nos aísla, nos encierra en la cueva del cuerpo.
Las emociones son la forma en la que damos sentido a lo real, sin ellas el conocimiento no logra el estadio de la comprensión, de la relevancia y de la apropiación de lo que ocurre. Pero las emociones son ambiguas: detectan el mundo y detectan a la vez nuestra reacción al mundo. Y a veces esta doble detección no es la adecuada. Cuando la vida te trata mal, tus emociones detectan el mal y detectan la fractura que causa ese mal en tu cuerpo. A esta reacción la llamamos angustia, la forma más destructora del miedo.
Pero si las emociones son ambiguas, tienen la virtud de ser plásticas y transmutarse unas en otras. El miedo se transforma en alivio cuando la realidad cambia para bien, pero puede seguir otras sendas. Puede transmutarse en rendición, en la formas que tiene la depresión humana y que alcanzó su pozo más profundo en los llamados  "musulmanes" en los campos de exterminio. O puede transmutarse en indignación que produce resistencia, como la de aquellas mujeres de Birkenau que, aún sabiendo su destino, fueron capaces de ayudar a una de ellas, embarazada, a traer al mundo a su hijo. Su indignación generó esa forma de resistencia al destino que establece la senda de los humanos en el mundo. Gracias a ellas la humanidad se salvó como proyecto.
Hace años Santiago López Petit analizaba bajo esta perspectiva lo erróneo que había sido pensar en nuestra reacción colectiva al 11 de marzo en Atocha como "estamos unidos por el dolor". El dolor, decía, no nos une: nos separa y encierra. Sólo la indignación nos puede unir en la resistencia al destino. No habrá destino mientras una sola persona se indigne.

martes, 11 de octubre de 2011

El murmullo de las hojas y otras preguntas sin respuesta




Sostiene Krakauer en su Teoría del cine que lo que nos importa de este medio es que puede representar el murmullo de las hojas (así se alabó a los Lumière) independientemente de lo real e imaginario de la cuestión que allí se represente. La capacidad del cine para transmitir la experiencia no tiene comparación. Por la visualidad, desde luego, pero también por las elipsis de la imagen mucho más poderosas que las elipsis de la palabra.
Esto viene a cuento de la imprescindible obra del Asghar Farhadi superpremiada en la Berninale y recién llegada a estos desiertos, Nader y Simin: una separación. La primera escena es una declaración de una pareja que desea divorciarse frente a un juez. Pero el juez no es otro que la cámara (nosotros). Y todo lo demás no es sino una ininterrumpida hitchcockiana catarata de acontecimientos que tienen que ver con el Irán actual, con la historia de una pareja, con la lucha de clases, con la vida misma.
Pero lo que hace de esta película algo imprescindible es que nos deja con preguntas sin respuesta, porque si tratásemos de responderlas nos involucraríamos en la trama y es precisamente lo que deseamos no hacer en absoluto.
Nos concierne esa historia porque es demasiado cercana y demasiado lejana, porque podemos decir que está en Irán y, por supuesto, su religión es autoritaria y, por supuesto, sus prejuicios son insoportables, y, por supuesto, nada tiene que ver con lo que somos.
Pero Farhadi ha mostrado una historia que es como los murmullos de las hojas, algo de lo que sabemos muy bien de qué se habla aunque la película fuese muda.
Desgraciadamente entra en los circuitos minoritarios que recorren el buen cine contemporáneo. No es un desdoro. En una sociedad del triunfo en las mesas de los hipermercados nada tiene que hacer una película que sólo plantea preguntas a las que ni dios podría responder. Mucho menos los jueces iraníes, mucho menos nosotros.
No importa que no se haya visto; no importa que no pueda ver. El mensaje es simple: hay muchas más preguntas que respuestas. El cine, cuando es bueno, representa el murmullo de las hojas y las preguntas sin respuesta. Por eso amamos el cine por encima de todas las imágenes.

viernes, 7 de octubre de 2011

Un héroe de nuestro tiempo





Aunque siempre he sido usuario de pcs "normales" y he mirado con indiferencia el culto a los gadgets de las comunidades emocionales de usuarios de macs, iphones, ipads, ipods, etc., y aunque soy partidario de la multiculturalidad tecnológica, me uno a la tristeza universal que ha producido la muerte de Steve Jobs, a quien, por otra parte, siempre he puesto como ejemplo en mis clases de que el cambio tecnológico ha sido generado más veces de lo que se piensa por gente iluminada y visionaria que por especuladores negros interesados en el puro beneficio económico. Admiré mucho a Steve Jobs cuando creó NeXT, la máquina negra que más tarde daría lugar a los nuevos Macs.
Pero ahora, en plena crisis económica, me asombra la conversión en mito de Steve Jobs. Sus apariciones últimas eran celebradas como oráculos y su muerte ha sido transformada en algo más que una ocasión para obituarios sobre una extraordinaria personalidad. No negaré que hay razones, y no negaré que el capitalismo de gadgets es lo único que aparece en el horizonte como nuevo en esta transformación de las tecnologías intersticiales en la que vivimos, lo que explica una parte de la crisis económica.
Nadie desde Edison había recibido este tratamiento. Pero me asombra que una sociedad de especuladores que aborrece la investigación y aún más la creatividad y aún mucho más la creatividad más allá de los límites cortos de la comprensión de los funcionarios-jefes de la empresa, convierta a Steve Jobs en un héroe de nuestro tiempo.
Cantaba hace años Tina Turner, "No necesitamos otro héroe":


Out of ruins
Out from the wreckage
can't make the same mistake this time.

We are the children
the last generation
we are the ones they left behind.

And  I wonder when we are ever gonna change it
living under the fear till nothing else remains.

We don't need another hero
we don't need to know the way home
all we want is life beyond the thunder dome.

Looking for something
we can rely on
there's got to be something better out there.

Love and compassion,
their day is coming
all else are castles built in the air.

And I wonder when we are ever gonna change it
living under the fear till nothing else remains
all the children say:
“We don't need another hero
we don't need to know the way home
all we want is life beyond the thunder dome
what do we do with our lives
we leave only a mark
will our story shine like a life
or end in the dark
give it all or nothing”.


No necesitamos otro héroe, todo lo que queremos es salir de estas ruinas. No podemos volver a cometer el mismo error, necesitamos algo en lo que poder confiar, un mundo de amor y compasión donde podamos construir castillos en el aire, imaginar otro mundo posible, salir de esta cúpula de truenos. 






domingo, 2 de octubre de 2011

Implantes emocionales

Antes de Inception (Origen) de Christopher Nolan, Asimov había imaginado en su saga de La Fundación la posibilidad de manipulación emocional de los sujetos para sujetarlos a la voluntad de alguien. Aparece un personaje, El Mulo, un mutante que es capaz, primero, de detectar el estado emocional de cualquier persona y, después, de infundir en ella otro estado emotivo asociado a algún estímulo (una persona, una clase de acciones, ...) de  manera que se crea un reflejo condicionado tal que la conducta futura queda determinada por la reacción emocional. Mucho antes, Ignacio de Loyola había desarrollado la técnica de los ejercicios espirituales con el objetivo de contrarrestar unas pasiones con otras y desarrollar caracteres.  La manipulación emocional ha sido en realidad la forma básica de la educación pues cava hasta estratos mucho más profundos de la personalidad que la manipulación cognitiva.
Hoy se ha extendido la idea de capitalismo afectivo a partir de los análisis de Toni Negri, para indicar que las formas de subordinación ya emplean menos las estrategias disciplinarias del miedo y mucho más las de las potencialidades del deseo a través de numerosos mecanismos de manipulación emocional. Eloy Fernández Porta ha explicado con mucho sarcasmo e ingenio el desarrollo de estos dispositivos de producción de afectos en Eros. La superproducción de los afectos, sobre todo en la cultura visual y mediática. Esta línea crítica se basa en la idea de que la sociedad de consumo y las nuevas formas de sujeción de los trabajadores se establecen a través de estas técnicas del yo.
Bueno, sí. Me parece una análisis aceptable pero aún superficial y demasiado dependiente de las ideas de Foucault sobre las prácticas discursivas: nos deja con tantas preguntas nuevas como con respuestas a preguntas que no habíamos hecho. Al final todo se reduce a explicar que las formas de biopoder se sustentan (también) sobre manipulaciones emocionales. Pero como todo es biopoder también todo es manipulación emocional.
No tengo una idea propia elaborada (sigo en ello), pero creo que deberíamos excavar más en la idea de que ciertos procesos culturales tienen la forma de implantes emocionales que crean una distribución estable de los afectos y que esta distribución es parte esencial de la estructura social. La estrategia del "amigo-enemigo" que   caracteriza la forma política contemporánea es un ejemplo de un sistema de implantes emocionales que ordena toda nuestra vida social, desde el ordenador que elegimos al equipo de fútbol que nos define.
Hemos pensado las categorías sociales en términos de propiedades externas, y probablemente tenemos que empezar también a investigar cuáles son los mecanismos por los que en los sujetos contemporáneos se realizan implantes emocionales que definen las trayectorias futuras.
Tengo que pensarlo más. Si a alguien se le ocurre alguna idea que ayude tendrá la recompensa de mi agradecimiento y reconocimiento.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La naturaleza y la gracia





Cuán difícil es hacer un comentario de El árbol de la vida de Terrence Malick. Hay obras cuya lectura o visión implica adoptar un punto de vista y ciertos puntos de vista nos abisman sobre las grandes fracturas de la cultura contemporánea. Todas las grandes revistas de cine le han dedicado monográficos. Me referiré solamente a la edición española de septiembre de Cahiers de Cinema en la que se hace visible esta división. Una película pretenciosa, mística, enrevesada y de compromiso más o menos abierto con el pensamiento neocon,  (kitsch, ha juzgado un compañero). Una película fascinante llena de matices visuales e intelectuales tocada por una gracia especial que nos lleva hacia las profundidades de la experiencia.  ¿Tendría que unirme a una de las dos posturas? ¿tendría que callarme y dejar pasar la ocasión? El problema es que ciertos acontecimientos culturales no pueden, no deberían, dejarse a un lado. En una cierta lectura es una mezcla, suma más bien, de imágenes de deep ecology y de biografía de familia a la Capra, es decir, misticismo natural y trascendentalismo americano. En otra lectura, es una película sobre la no resolución de la angustia humana por un pasado irredento y por un destino trágico entre la naturaleza y la gracia. Ambas lecturas son coherentes, ambas posibles y defendibles, ambas plantean una cuestión sobre el lenguaje del arte en esta era post-postmoderna.
Hay un tipo de discurso sobre el arte y el cine contemporáneos al que me resisto y del que me quiero alejar. Es el discurso que se mueve en los territorios intermedios, que no concede los extremos. Por ejemplo: ni Goddard ni Malick , ni Bataille ni Simone Weil, ni contracultura ni cercanía a la mística. Es el discurso que se mueve en los límites de Sabina y Saramago, entre lo políticamente correcto y la crítica amable al sistema. No es un discurso del que podamos aprender mucho, precisamente por ser causa y efecto del mundo cultural que nos afixia. Las dos lecturas a las que me refiero (que deberían alejarse de este territorio, que no es el intermedio entre los dos extremos anteriores sino un erial de palabras vacías) pueden ser coherentes en su radicalidad.
Aceptaría una negación total o una entrega total de esta obra si viniesen acompañadas por una razón sobre cómo es posible encajar lo excesivo (en términos de Bataille) o la gracia (en términos de Simone Weil) en la experiencia humana sobre los pasados que nos atormentan: la muerte de un hermano, la violencia de un padre, la hermosura moral de una madre, la experiencia de la culpa, la vaciedad de la vida de éxito, la irrelevancia de la civilización. Malick quiere señalar esta dirección con un pensamiento particularmente visual y poco discursivo. Es una película de silencios. Las imágenes, sin embargo, se alejan también del brutalismo o feismo que está asociado a la contracultura y tienen un punto de documental.
No sabría cuál de las dos lecturas es la válida. Pero sí cuál no.
En una lectura, Malick estaría poniendo en imágenes la pseudomística neocon; en otra lectura, El árbol de la vida es una historia natural de la angustia humana.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Viento del futuro, viento del pasado


Que la identidad es un resultado de las emociones es algo que estableció Heidegger en Ser y tiempo. El viejo sujeto de la metafísica moderna, el ser que dice “yo pienso” no es un algo que “sea” en el sentido en que un objeto que forma parte de la realidad “es”,  sino en cuanto deviene un proyecto, un existir bajo la condición de preocuparse, de cuidar de sí. “El Dasein es propiamente él mismo en el aislamiento originario de la callada resolución dispuesta a la angustia” .  Para Heidegger, la existencia adquiere sentido porque el sujeto se enlaza afectivamente con la  la realidad en la que habita. La forma esencial de este ligamento es la angustia, un estado de ánimo que surge del saberse un ser que ha de morir, y que produce que lo que concierne al sujeto importe, signifique y que el mundo se revele como un horizonte de posibilidades del que el sujeto se hace cargo. Sin una estructura básica afectiva no hay proyectos y por lo mismo no hay mismidad. Este devenir como proyecto liga la temporalidad con la afectividad, hace que la identidad sea una senda contingente armada por una estructura afectiva que no es un resultado de la conciencia, al contrario, es una precondición de todo significado.
El personaje Meursault de El extranjero de Camus parece escenificar esta relación afectiva con el mundo, en este caso bajo la luz oscura del sentimiento de absurdo. Meursault, un ser que en apariencia pasa por la vida como un ciego moral, ajeno a toda emoción de compasión o culpabilidad, pero que de hecho, sostiene Camus, es una persona que no se engaña y que no oculta su responsabilidad bajo una confesión de buenos sentimientos. En el momento culminante de la novela, cuando está en la celda esperando su ejecución y se niega al consuelo que pretende darle el capellán, y ante el reproche que le dirige de ser un “corazón ciego”, la rabia contra el autoengaño permanente de las buenas conciencias le hace expresarse con una sinceridad que nos ha ocultado toda la novela: “algo reventó en mí” –nos cuenta—y fuera de sí, agarrando por el cuello de la sotana a su acusador, reivindica su condición de ser como ser condenado a muerte en absoluto diferente a la de cualquier otra persona:
“Nada, nada tenía importancia y sabía perfectamente por qué. También él lo sabía. Desde el fondo del porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, un hálito oscuro subía hacia mí a través de los años que aún no habían llegado y ese viento igualaba a su paso todo lo que se me proponía ahora en los años no más reales que estaba viviendo. Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige puesto que un solo destino debía elegirme a mí y conmigo a miles de millones de privilegiados que, como él, se decían mis hermanos. ¿Lo comprendía, comprendía al cabo? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. A los otros también los condenarían un día. También el sería condenado. ¿Qué importaba si, acusado de asesinato, lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre?” 
Este viento oscuro que viene del saberse condenado condiciona toda la vida de Meursault. Su vida adquiere significado, por más que nos resulte un significado ajeno, extranjero, por esta sensación de absurdo que es su principal lazo emocional con el mundo. Nada importa porque todo lo que importa está oscurecido por este hálito oscuro del saberse absurdo. Para el existencialismo es la angustia la precondición afectiva de todo sentido y por tanto de la misma condición de sujeto. Puede que la angustia por lo absurdo a muchos les resulte algo distante, pero es un estado de ánimo afectivo que crea una suerte de vínculo con lo real que ninguna relación cognitiva podría crear.
La cita de Camus me remitió a la otra gran metáfora del viento como fuente de identidad en la que el viento negro del futuro se convierte en la melancolía por las posibilidades perdidas: es el viento que viene  del pasado y que empuja al ángel de  Klee (tal como fue interpretado por Benjamin, a quien se lo había regalado). El ángel, esa figura tan rilkeana del daimon, mira espantado al pasado que le empuja como un aullido interminable hacia el futuro. 
El tiempo de la modernidad es un tiempo de afectos oscuros que nos ligan a una realidad donde la esperanza es, será, un afecto que todavía tenemos que ganarnos.


lunes, 12 de septiembre de 2011

El abismo en perspectiva

Es una extraña sensación la que tengo: me parece entender lo que ocurre en la economía (sueño de una noche de verano): ¿qué ocurre en una comunidad en la que en un cierto momento todos piensan que el otro miente? Al final todo se sostenía sobre dos cosas: la confianza y el trabajo (los economistas "ortodoxos" dirían el interés y el beneficio). Ambos factores se realimentan en un sistema complejo de redes de intercambio en varios niveles de abstracción, desde el mercado de bienes al mercado financiero. Ambos factores se realimentan, también, negativamente cuando uno de ellos o ambos decaen. El capitalismo, sostenía el marxismo, se destruye a sí mismo, todo es cuestión de tiempo. Los economistas ortodoxos se han estado burlando de esta apreciación por varias décadas. No está tan claro que sea verdadera. No está tan claro que sea falsa. Pero estamos en un punto en el que deberíamos enpezar a sospechar si acaso los timoneles, los economistas, los predictores, los adivinos, los gestores, los orgullosos sabelotodo, no se habrán vuelto locos: primero Grecia, luego los PIIGS, luego el euro, luego el dólar,..., ¿y? cuando todo haya acabado, en sus paraísos fiscales de Ginebra, de las Bahamas, de ...., ¿qué? ¿ya lo habrán conseguido? The Economist lleva dos meses con una apuesta pública entre los lectores para que voten si acaso el euro va a caer. Bueno, el euro, la libra, el dólar, el oro, el franco suizo, ¿por qué no también?
Me explicaron un día los ingenieros del sistema de presas hidráulicas de la cuenca del Duero en España que esas tres o cuatro presas eran una especie de sistema final. Cuando toda la red europea se hubiese venido abajo por alguna catástrofe, de algún modo habría que reiniciar el sistema y para eso estaban esas viejas turbinas movidas por el peso del agua: podrían poner en marcha de nuevo los motores o al menos los básicos para reconstruir el sistema cuando las térmicas y las nucleares se hubiesen quedado a oscuras. ¿Hay algo parecido en la economía?
Sí, pero no son ellos. Somos nosotros. Cuando se hayan colgado de sus corbatas, tendremos que empezar a reconstruir los lazos que nos sostienen, que no son lazos de seda sino lazos de experiencia y confianza, de trabajo y solidaridad.
Cuando este ruido se haya reducido al silencio entonces se oirán nuestras voces.
En esto estaba soñando en un momento que me he quedado dormido con el The Economist en las manos.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Topografías de la ignorancia

Me encuentro en Santa Marta (Colombia) en medio de una reunión nacional de facultades de ingeniería, debatiendo los problemas de la educación de un ingeniero (con cierta envidia porque en mi país las universidades esperen a que el ministro del ramo de turno elabore su reforma educativa de turno para ejercer el turno de oposición sin haberse tomado tiempos de discusión, sin que haya espacios de debate donde someter a inspección los modelos, y que al final todo se quede en intercambio de eslóganes, generalmente tomados de la prensa), y hablo de ingeniería y humanidades, de la ingeniería como una forma de cultura humanística, y (no) me asombra el que lo acepten con la tranquilidad de quien comparte claves y tensiones. Hace muchos años, muchos, en una reunión nacional de ética en España me atreví a imaginar las humanidades como una forma de cultura técnica y tuve que aguantarme todos los tópicos contra la racionalidad instrumental que ya había escuchado recocidos en todas, todas, las asignaturas de mi carrera de filosofía (¿cuántas veces tuve que leer la Dialéctica de la Ilustración y a sus mil epígonos? tengo la impresión de no haber hecho otra cosa en mi vida). Sólo quería proponer que el campo de las humanidades es el campo de las necesidades y posibilidades humanas, y que por eso estamos en el mismo territorio. Y descubro con ellos que los problemas  educativos más interesantes no son los de cuántos conocimientos tienen que aprender los estudiantes, sino cuántas ignorancias tenemos que aceptar, qué limites ponemos a los sistemas educativos ante la pretensión de la sociedad para que arreglen todo, qué fragilidad somos capaces de sobrellevar sabiendo a la vez que tantas cosas y responsabilidades dependen de nosotros. Pero si la sociedad  y sus tertulianos están día tras día con la cosa de que el problema es de educación (en valores, en circulación, en alimentación, en...), no es menos cierto que a veces los maestros (vengo de una familia de maestros de escuela y no quisiera ser más ni menos) sienten la angustia de los niveles, sin saber cuáles son los necesarios y cuáles son los posibles. Así que poco a poco me he ido convenciendo, y por lo que estoy viendo aquí somos muchos, que tal vez sea preciso cambiar las tornas y los turnos y comenzar pensar en que un sistema educativo decente es aquél que sabe levantar el alzado de la ruina, la ruta de los vientos en los océanos de carencias; que, como el buen dibujante, trabaja con las sombras para perfilar los volúmenes, y que empieza por mostrar al alumno lo que se ignora y lo que no se puede enseñar. Entre el mareo del pedagogo iluminado de turno y la tentación del autoritarismo de quienes se creen Maestros, me parece que el trabajo de los maestros es, modestamente, ayudar a elaborar la topografía de la ignorancia. Ayudaremos así a hacer crecer personas que sepan lo que hacen cuando asuman los riesgos que han de asumir, y habremos aprendido entre todos a no temer al riesgo pero sabernos en él, y quizá en las generaciones futuras habrá menos pilotos locos como los que dirigen el mundo dando volantazos en su absoluta ignorancia de su ignorancia.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Dos clases de silencio

En un banco del Paseo de Delicias, justo en la frontera donde la pequeñísima burguesía madrileña da paso a viejos pisos ahora ocupados por emigrantes, antes de llegar al nuevo Legazpi, tan vanguardista por El Matadero y sus ofertas alternativas, en un banco, una mujer, de espaldas, está mirando a su hijo en un carricoche, en un banco, ha dejado un cartón, como tantos que uno lee en estos tiempos de sintecho por las calles:
"Lo más malo de las cosas malas es el silencio de la gente buena" 
Ese banco, ese cartón, espejo oscuro del que escribe, refleja una imagen que no quiero mirar, pues uno quisiera reconocerse en el último adjetivo de gente buena pero ha tenido que pasar antes por el arco en que se ha escrito acerca del silencio. El silencio de la gente buena. Como uno.
Leía antes y después de haber leído este tratado de moral un agudo texto de Habermas en donde compara a Bataille con Heidegger: qué lejos de Delicias, qué cerca de este banco. Heidegger y Bataille son, sostiene Habermas, los autores más radicales en la superación de la modernidad. Ambos se instalan en el silencio. Heidegger en el silencio del lenguaje que se abre al Ser. 1933, el mismo año en que Heidegger hace campaña por Hitler, Bataille escribe un artículo sobre la psicología del fascismo, en donde huye de las explicaciones marxistas y se centra en la fascinación por la autoridad, por el jefe, en la fascinación por el espectáculo, en la adhesión mayoritaria a la contundencia de las nuevas maneras. Queda el silencio en el que se refugia el bibliotecario que un día sería el depositario en el que Walter Benjamin confiaría sus papeles con el trabajo de tantos años. En 1933 todo era más sencillo, luego se volvió más complicado. Hubo silencios y silencios. El peor de ellos fue el silencio de la gente buena. Un cartón mal escrito se me ha insertado en medio de un artículo de Habermas y ahora ya no me deja leerlo en paz.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Estramonio, rave, Getafe

Somos adictos a las experiencias. Cada generación se define por sus adicciones, sus drogas, sus aficiones y sus aflicciones. La generación que estadísticamente es hegemónica en los centros de poder mediático, económico y político contemporáneos se formó en la era minimalista posmoderna de los finales años ochenta y noventa: pop, coca, diseño, luces frías, cinismo y commodities. Eran los sucesores de una generación terriblemente fracturada (me refiero a la transición española), una generación que una parte llegó rápidamente al éxito y al poder y otra parte llegó rápidamente a las cloacas y cunetas de la historia. La Dama Blanca, la heroína de la historia, fue la otra cara de una historia de consensos y modernizaciones. Más tarde llegó la posmodernidad multiculti, multiviajes, multimedia, de festival en festival. Drogas de diseño, vidas de diseño, cuerpos de diseño.



Por muchas razones considero Getafe el centro del mundo: una ciudad tan rica en significados que abruma en su capacidad de mostrarnos qué tiempos vivimos.  Hay pocos lugares que puedan darnos tantas claves (Baltimore, de The wire, Treme de Nueva Orleans, (Treme) nos han enseñado a mirar las calles con los ojos de la otra generación USA). En Getafe están contenidos todos los signos del tiempo que vivimos. Porque no es una ciudad diferente, sino una ciudad que ejemplifica el nuevo espacio urbano, una ciudad más viva y efervescente (bastante más) que la vecina Madrid, e infinitamente más viva y potente que los extrarradios ricos donde habita la generación de diseño: Pozuelo, ..., La ciudad de la imagen, (estoy hablando en términos locales, pero en todas partes hay espacios similares).
Estos días, dos jóvenes mueren de calor en un páramo durante una fiesta rave, en un lugar abandonado y practicado ocasionalmente para fiestas convocadas en y por red,  tras ingerir una infusión de estramonio, una planta que crece en todas las veredas y que tiene efectos alucinógenos.



El espacio rave es el Guggenheim de una nueva generación que está en la fractura, su apariencia de nuevo templo no lo es menos que el Guggenheim y mucho más que La Almudena, la catedral madrileña igualemente llena de pintadas, sólo que aquéllas lo son de diseño, por un Kiko posmoderno, como los nuevos creyentes que hace unas semanas ocuparon Madrid. Me parece el espacio rave un nuevo espacio sagrado que deberíamos entender para entendernos. Se adelantarán las nuevas autoridades de Getafe en disimular esta nueva ermita de la pos-posmodernidad, pero yo sugeriría (les sugeriría), si fueran listos, que montasen una nueva forma de turismo masa, viajes del Imserso incluídos, para entender lo que nos pasa.






(Esto es un aviso para los cazadores de tendencias: perroflautas, estramonios, ermitas-rave. No son los márgenes, son el centro de una nueva cultura que, por suerte, aún tardará en ser convertida en objeto de consumo. Se acabó el diseño. Necesitaremos mucha policía para recoger el estramonio de la estepa castellana)

lunes, 29 de agosto de 2011

Dos clases de déficit

No es la crisis económica sino las consecuencias que está teniendo sobre nuestra confianza en el mundo. Las crisis prueban a la gente y a las instituciones. Prueban el valor de las palabras. Por eso estamos tan perplejos, o tan indignados si cabe. Porque la crisis muestra la fragilidad de tantas palabras dadas.
Uno recuerda, pongamos por caso, las ácidas disputas sobre la fidelidad a la constitución que (no se nos ha olvidado) caracterizaron las épocas de gobierno del presidente Aznar. Se había aprendido el término "patriotismo constitucional", que Habermas había elaborado para distinguirlo del patriotismo sin adjetivos tan prono a patrioterismos y para reivindicar el orgullo que nace de la auto-nomía ( la capacidad de darnos leyes a nosotros mismos que por eso cumplimos); se había aprendido el término y lo empleaba con dureza contra quienes no creían que la Constitución (española) era perfecta e imperfectible, o contra quienes mostraban alguna  opinión desviacionista del verdadero espíritu constitucional que, tantas veces se ha repetido, costó tanto en nuestra ejemplar Transición.
Una carta. Una carta de Trichet a las autoridades cambiando la compra de deuda por un cambio constitucional parece haber puesto a prueba nuestro patriotismo constitucional y nuestro orgullo transicional . Vaya. Y no es que cambiar la Constitución sea malo, al contrario. Somos muchos los que pensamos que ya es tiempo de hacerlo. Incluso diríamos que cambiar también la Constitución europea sería algo más que urgente, precisamente en los tiempos que vivimos. Porque en tiempos de desolación es cuando hay que hacer mudanzas. Las cuestiones son qué y cómo cambiar.
En primer lugar: al prohibir el déficit por principio constitucional no se matiza qué tipo de déficit. Y hay dos clases de déficit. Hay un déficit que nace del derroche y de las políticas de exuberancia, que llena las calles de  parques con farolas de diseño, de trenes de alta velocidad y palacios de congresos sin-congresos, de automóviles para políticos, de .... Y hay un déficit que tiene una función estratégica para corregir las crisis cíclicas del capitalismo. Pues la economía es miope y tiende a ciclos complejos que exigen instrumentos de corrección. El déficit puede ser como el timón de un barco que sirve para corregir con cuidado y tiento los azares. El déficit puede ser un instrumento de austeridad. Pero es otra clase de déficit: el que nace de un compromiso colectivo con el futuro para hacer posible el presente. Es el déficit como un recurso estratégico que instaura el principio de soberanía de la política sobre la economía (qué ironía es que quienes están tan en contra del déficit estén pidiendo prestado para apostar por la rebaja de la deuda de estados y así ganar enormes cantidades en esta casa de juegos en la que se están convirtiendo los mercados financieros).
En segundo lugar: si hay que cambiar la Constitución hagámoslo de modo que nos sintamos orgullosos de ello, que sintamos el patriotismo de quienes son capaces de autolegislarse. Estamos de acuerdo con el presidente Aznar: seamos consecuentes ahora que toca decidir.
Porque al prohibir el déficit por principio se ha decidido sin consulta abandonar el principio de soberanía en un campo tan importante como la economía política. No es una simple medida ocasional dictada por las circunstancias, es un cambio de fondo en la estructura de los instrumentos políticos de un Estado. Es una renuncia sustancial al propio Estado.
No negaremos que ha existido derroche: al contrario. Éste es un país de nuevos ricos que se permiten gastos ostentosos y ostentóreos, de patriotas de domingo que son cobardes cuando hay que acometer la imprescindibles reformas institucionales que necesitamos. Es más fácil cambiar la constitución que cambiar las instituciones. Por lo que se ve. Alcohólicos que prohíben el alcohol  creyéndose que así han resuelto su problema: tendremos que limpiar las heridas con lejía. Pura mala fe, diría Sartre.
Para ampliar: Editorial Sin Permiso

miércoles, 24 de agosto de 2011

Dos clases de culpa

La culpa es una medida objetiva de la responsabilidad de un agente (personal o colectivo) en la producción por acción u omisión de un daño a una víctima. Un daño es un mal innecesario, que podría haberse evitado. En este primer sentido objetivo, la culpa tiene un reflejo en la mente del agente que es la emoción de culpa. Es una emoción suscitada por el reconocimiento personal de la culpa, es decir, del daño infligido por nuestra responsabilidad. En este primer sentido, también, la culpa como emoción es un componente básico de la moralidad puesto que implica personalmente al agente en la responsabilidad del daño objetivo (el otro sentimiento o emoción básico es el resentimiento, la emoción que siente la víctima por un daño inmerecido). Este primer sentido de culpa (y de su correlato emocional) es un elemento sustancial del cemento de la sociedad. Sin la medida de la responsabilidad y de la capacidad para implicar personalmente a las personas la sociedad se vuelve anómica, incapaz de estatuir sus propias sendas y deja de ser una sociedad para convertirse en masa.
Hay un segundo sentido de culpa que ha sido estudiado desde siempre en la tradición psicoanalítica. En este segundo sentido, la culpa es un componente básico de la angustia. La angustia, a su vez, en la tradición psicoanalítica, es el estado básico emocional de la especie humana. La angustia es la reacción a los impulsos básicos humanos de violencia y deseo (thanatos y eros) que en su complejo desenvolvimiento van conformando lo que llamamos sujeto y subjetividad. Los impulsos básicos son a-morales en el mismo sentido que lo son las funciones biológicas. Son impulsos de supervivencia, explicados por Spinoza como características esenciales de los seres vivos. Su desarrollo e interacción se produce en la especie humana en un contexto social que los modula y convierte en las disposiciones de acción básicas que a veces se llaman carácter, pero que en general son las formas en las que el sujeto reacciona ante lo real. La angustia es una reacción elemental. No es simplemente miedo, que es una emoción episódica que depende de la circunstancia o de una representación, sino una forma básica de subjetividad en la que el sujeto siente la amenaza a su propia estabilidad debido a la complejidad de los lazos que le atan a lo real. Los viejos relatos edípicos de los  freudianos son una forma de explicar (u oscurecer) la angustia. La culpa, en este segundo sentido, es una elaboración de la angustia que se produce por el miedo a los oscuros demonios que nos pueblan. Es un sentido de lo que está más allá de donde vemos o nos atrevemos a ver.
La culpa, digamos interior, es cambiante, indeterminada, ilegible, pues borra sus huellas. Pero muy manipulable. En las relaciones afectivas, que como todas las relaciones humanas implican una modelación mutua de las mentes, la creación de culpa es una modalidad habitual de imponer poder sobre el otro. De hecho es la forma básica. Lo es porque la culpa, en este segundo sentido, es una medida de la fragilidad del sujeto. Y por ello una fuente de poder.
No es casual, pues, que muchas formas institucionales como son las religiones hayan hecho uso de esta segunda forma de culpa pues es una de las fuentes más abundantes de heteronomía y autoanulación. A veces se convierte en algunas culturas en una característica de la relación social. Pero también en una debilidad, si no enfermedad, de la agencia. (No puedo sino recordar una frase típica que se repetía en el franquismo, sobre todo en el franquismo interior que poblaba la mente peninsular: "los españoles somos ingobernables y no podemos vivir en libertad". Era una de las modalidades de la culpa inducida. Muy efectiva. Es el miedo a la libertad como esencia de la mente autoritaria (y esclava))

miércoles, 17 de agosto de 2011

Dos clases de perdón




La más que interesante instalación en el Retiro de doscientos confesionarios de un diseño dinámico, con reminiscencias marinas,  tal vez para navegar los procelosos mares de la modernidad, me ha llevado a revolver las páginas del reciente libro de mi admirado amigo David Konstan, filólogo e historiador de las emociones en el mundo antiguo y premoderno de la Universidad de Nueva York (NYU): Antes del perdón: orígenes de una idea moral. Sostiene allí  David Konstan que la idea de perdón como idea moral no existe en el mundo antiguo. Es una intrigante conclusión de alguien muy bien informado: como filólogo de primera línea conoce perfectamente la literatura griega y romana, por su ascendencia, conoce perfectamente la tradición judía, por interés y estudio, conoce de primera mano los textos de la primera literatura cristiana, por curiosidad insaciable, está muy al día de toda la reflexión filosófica y científica sobre la historia de la subjetividad.
El perdón es una creación moderna. Ésta es la idea.
No creo que tenga mucho futuro la controversia en la que se han embarcado muchos filósofos actuales de orientación científica como Daniel  Dennett o  Richard Dawkins, como representantes de una suerte de ateísmo científico, sobre el "hechizo" de las ideas religiosas. Lleva esta controversia y otras similares a la muy vieja idea de los dioses como inventos del miedo. Tengo la sospecha poco meditada de que la Ilustración ha sido poco capaz de pensar la experiencia de lo sagrado como una forma radical de relación con el mundo. Y una de sus consecuencias es la visión superficial y la crítica superficial de las religiones. Como si los creyentes fueran un poco más tontos que el resto y estuviesen en estados premodernos.
No tengo nada que decir de cuestiones de existencia y referencia (si existen o cuántos y quienes son los dioses verdaderos), ni de cuestiones de ritos, ni siquiera de las operaciones mediáticas incapaces de ocultar la intención política que ha llenado nuestras calles de kumbayás y harekrisnas ilusionados y sobreactuando en  simpatía y "juventud".
El punto del perdón es, me parece, el central en la deriva histórica que suponen algunas religiones que no solamente son modernas, sino que son creadoras originarias de la modernidad.
La antigüedad no contempla la idea de perdón, sólo entiende de aplacamiento del resentimiento. A los viejos dioses, al dios de la Biblia, se le aplaca. Al poder se le aplaca. Al vencedor se le aplaca. Es una gestión de las emociones que pueden producir ante el vencido e inferior las peores consecuencias. En la modernidad, nace una idea diferente: se condonan las deudas, los daños, se suspende el resentimiento. Pero hay un precio: el victimario, el pecador, debe someterse a un extraño proceso que tiene que ver, en primer lugar con la auto-inspección; que, en segundo lugar, debe llevar al reconocimiento de que hay una situación de deuda, que a veces ni siquiera tiene que ver con lo que se ha hecho, sino con lo que se ha deseado hacer; en tercer lugar, debe admitirse públicamente la situación de deuda; en cuarto lugar, debe entrarse en un estado emocional de culpa; en quinto lugar, debe admitirse y someterse de buen grado al castigo.
Sin este cambio no hubiera sido posible la modernidad. La modernidad es menos la idea de un progreso hacia un fin imaginado que la huida de una situación de mancha irremediable. Es algo que compartieron los reformados, los ilustrados y los contrarreformados. Cada uno puso el pecado donde le pareció bien.
Los doscientos confesionarios, obviamente, no están dirigidos a los puros sino a los pecadores que somos el resto.
Ciertamente hubo otra idea de perdón que tenía otras raíces más antiguas, que admitía el derecho a no confesar, que no exigía el arrepentimiento sino solamente la retribución a la víctima y el cumplimiento del castigo que socialmente se consideraba suficiente.
Son dos ideas de modernidad en las que cohabitamos. Yerran quienes consideran la instalación como una performance premoderna. Yo lo interpreto como uno de los signos de los tiempos.

viernes, 12 de agosto de 2011

Miedo humano, pánico bovino (ovino)

Allá por los años 80 del siglo pasado, un filósofo norteamericano, David Lewis, se preguntaba por si acaso pudiéramos establecer algún tipo de categoría que pudiese englobar emociones de una clase, el miedo por ejemplo, pero pertenecientes a especies muy diferentes: humanos, marcianos, pongamos por caso. La discusión es sofisticada y tiene que ver con temas como qué es lo que hace del miedo miedo, al menos desde el punto de vista de los tiempos y contextos en los que escribía Lewis. Me he acordado de aquella discusión pensando en estos avatares que sufren los "mercados" en estos tiempos, algo que viene repitiéndose desde el 2008 como la serpiente de verano que nos aqueja todos los años.
Según algunos analistas inteligentes, si uno observa las aparentes causas del pavor mercantil no encuentra una clara respuesta: primero Grecia, pero no, luego Portugal, tampoco, después España e Italia, no sé, me parece que no, después la deuda americana: va a ser que no, ahora Francia, pues vaya, tampoco. Se despejan las "dudas" mediante las adecuadas medidas de política económica y los mercados reaccionan con una histérica huida hacia otro lugar de temor. ¿Por qué? Estoy esperando volver al curso para que mis inteligentes amigos economistas me expliquen en qué consiste esa inteligencia de los mercados que viene suponiéndose desde Adam Smith. La explicación psicológica más plausible es el miedo. Nada más que miedo. Pero ¿qué miedo?
Muchos recordarán la secuencia de la película de Río Rojo de Howard Hawks, en la que los cowboys están intranquilos porque la tormenta que se acerca ha hecho cundir el pánico en el inmenso rebaño. Uno de ellos, el goloso, se acerca a la carreta e intenta meter el dedo en el azúcar. En el silencio del atardecer caen un montón de cacerolas y la estampida se propaga por todo el rebaño. Tardan horas en controlarla a base de disparos y peligros que cuestan alguna vida y al final  John Wayne, muy enfadado, está punto de matar al culpable, salvado a medias por un melancólico Montgomery Clift.
Por más que piense en el miedo que todos tenemos a lo desconocido no puedo entender estos fenómenos de masas sin pensar en los rebaños de vacas de Kentucky. No puede ser que esta gente tenga miedo al futuro como el resto de nosotros: un miedo que controlamos como personas adultas y que no nos lleva a salir gritando y golpeando a los vecinos cada vez que nos asustamos. ¿De qué está hecha esa gente? Estoy seguro que cuando tratan con sus empleados lo hacen con chulería y humos de grandes hombres (me los imagino varones, sí), pero cuando tratan con su dinero les sale el ovino que llevan dentro, y al que sólo johnwaynes pueden controlar a base de gritos y disparos.
Vaya por Darwin y Adam Smith. La inteligencia de los mercados vacunos.

domingo, 7 de agosto de 2011

El juego del ultimátum


La historia del juego (no su definición en forma matemática) consiste en un bien (pongamos, una tortilla) que debe ser dividido entre dos agentes. Uno de ellos, A, tiene el cuchillo para hacer la división (es el agente que hace una oferta que supone equitativa); el otro, B, tiene la capacidad de decidir: puede aceptar el trozo que le toca o no. Los resultados son que si B no acepta la oferta los dos pierden todo, si la acepta, la tortilla se reparte de acuerdo a la oferta. El juego se juega una vez, por lo que los agentes se encuentran ante una decisión que no pueden corregir sobre la marcha aprendiendo del contrario.
Uno abre los periódicos y parece que la economía, los mercados y los gobiernos del mundo, juegan el juego del ultimatum: los gobiernos hacen una oferta y los mercados deciden. El juego real es más complicado pues importa la información que se tenga sobre el otro agente, y a veces ocurre que los agentes reales se entremezclan, pero el juego describe grandes rasgos de la situación, como el llamado dilema del prisionero durante la Guerra Fría. Como se sabe bien en psicología de la Teoría de Juegos, una de las mejores estrategias en estos juegos es ser o fingir ser completamente irracional y loco: se suele contar la historia del ladrón que entra en casa y amenaza a la familia con una pistola a cambio de la bolsa. Si el cabeza de familia es suficientemente frío como para volverse loco y, pongamos por caso, tirar la llave al agua, el ladrón queda sin fuerza en la amenaza. Uno diría que las continuas descripciones de los mercados como histéricos, locos, etc. suenan bastante a esta estrategia.  El juego entonces pasa a una nueva fase en la que el bien a repartir se convierte en una apuesta sobre la racionalidad del otro. Si los dos se vuelven locos, el caos, si uno convence al otro de que está loco, gana. Los mercados juegan con la ventaja de que tienen una máscara que impide ver las caras y es más fácil hacer creer que están locos. La verdad, si yo fuese los gobiernos diría que la opción más racional es irme de vacaciones. Es curioso, estos dos días, cuando comenzaba la amenaza, la noticia de primera página de los grandes periódicos de opinión económica (Wall Street Journal, Financial Times y otros generalistas) era quíén estaba de vacaciones y quién no. Me pregunto por qué. ¿Y si todos hubiesen tomado la decisión de Berlusconi e irse a la playa dejando a Doña Ángela y sus mercados pensativos?
(Si alguien se pregunta qué bien se reparte aquí, está claro: es un mal. Es el reparto de la pobreza o las rebajas de las políticas que se han llamado el Estado del Bienestar (¿quién rayos le pondría este nombre?). Los gobiernos deben decidir cuánta desigualdad social son capaces de inyectar en el sistema antes de que salten los plomos, los mercados decidirán si es suficiente). El próximo gobierno conservador seguirá en el juego pese a lo que cree: podrá rebajar todo lo que quiera los bienes públicos, pero se endeudará por las políticas de seguridad (para aguantar la presión de la calle (Sol) y rebajas de impuestos (para aguantar la presión de la calle (Serranos). 

miércoles, 3 de agosto de 2011

imágenes prestadas

Tomo de flores en el ático estos ejercicios de poesía visual de Robert Montgomery y de Troche









Como en este admirado blog, tan profundo y perceptivo sobre la cultura visual, me invade la nostalgia por la colonización que sufren nuestros ojos, como si el espacio público de imágenes no fuese un espacio que debiéramos cuidar, como si la invasión de marcas y anuncios fuesen las únicas intervenciones posibles en el horizonte de nuestra mirada. Hace tiempo que he dejado de irritarme por las intervenciones de adolescentes en las vallas y puertas de nuestras ciudades: sus deseos de identidad, al menos, no producen más daños constatables que la limpieza de las paredes ni afectan a los estratos profundos de lo real como ocurre con la publicidad que invade la ciudad y la calle.
Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos poesía por las calles, escrita en los viejos soportes de la publicidad, en los mensajes ocultos del poder, en los puros muros del espacio público. Mientras tanto, mientras tanto, como adolescentes, podríamos ir dejando restos de poesía visual por las calles, como se dejan libros en los parques o sonrisas en el ascensor.
Hoy, que parece hundirse el mundo económico, hoy, ayer, que vaciaron Sol de sueños, hoy, que apenas si encuentro una estrella, quiero ver el mundo con imágenes prestadas.