viernes, 25 de noviembre de 2011

La imaginación bajo sospecha.

Sostiene Terry Eagleton que los occidentales nos creemos imaginativos porque estamos en las mejores condiciones para pensar con empatía a los otros; como si desde culturas subordinadas las imaginaciones fuesen más difícil imaginar y aquellas tierras y barrios estuviesen poblados de bárbaros. Richard Rorty, incluso, llega afirmar que la imaginación exige cierto bienestar. Así lo afirma con estas ilustrativas palabras: Seguridad y simpatía van unidas, por la misma razón que van unidas la paz y la productividad económica.: "Cuanto más duro es todo, más cosas hay que temer, más peligrosa es la situación y menos tiempo y esfuerzo puede uno dedicar a pensar cómo ven las cosas las personas con las que uno no se identifica de modo inmediato.La educación sentimental solamente funciona con quienes pueden relajarse lo suficiente para escuchar" (R.Rorty, Verdad y progreso. Escritos filosóficos 3,Barcelona, Paidós, 2000, pág. 236. No me resisto tampoco a citar las propias palabras de Eagleton:

“Sean cuales sean las confusiones asociadas con la empatía, lo cierto es que la cultura occidental posee una lamentable capacidad para tratar de imaginar a otras culturas. Y el mejor ejemplo es el fenómeno de los extraterrestres. Lo siniestro de los extraterrestres es lo poco extraterrestres que son. Más bien parecen tristes testimonios de nuestra incapacidad para concebir formas de vida radicalmente diferentes de la nuestra. Pueden tener cabezas en forma de bulbo y ojos triangulares, hablar con un soniquete metálico y monótono, propio de un robot, o emitir un fuerte hedor a azufre. Pero si no fuera por eso se parecerían mucho a Tony Blair. Aunque son criaturas que pueden viajar años-luz, resulta que tienen cabeza, extremidades, ojos y voz. Sus naves se pueden colar por agujeros negros pero, ¡mira por donde! siempre acaban estrellándose en el desierto de Nevada. A pesar de haber sido construidas en galaxias tan remotas, sus naves dejan siniestras marcas de aterrizaje en nuestra tierra. Sus ocupantes demuestran un interés demasiado familiar por observar los genitales de los humanos, y son bastantes propensos a lanzar vagos y pesados mensajes sobre la necesidad de la paz mundial, como si fueran un secretario general de las Nadones Unidas. Fisgonean por las ventanas de las cocinas con sus extrañas poses y les fascinan las dentaduras postizas. Pero, en fin, como un agente de inmigración sabe perfectamente, una criatura con la que podemos comunicarnos no es, por definición, un extraño. Así que, los auténticos extraños son todos esos seres que, como quien no quiere la cosa, han estado sentados sobre nuestras rodillas durante siglos.” Terry Eagleton, La idea de cultura. Traducción de Ramón del Castillo, Paidós 2001, pags 79-80). 
¿No estaremos sobrevalorando la imaginación? Parecería como si imagináramos la imaginación como lo mejor de nosotros, como si no tuviese los muchos puntos ciegos que tiene nuestro pensamiento. Y luego resulta que los productos de la imaginación se parecen demasiado a nuestro retrato. Como si realmente nuestra imaginación no estuviese también enferma.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Potenciales de esperanza

La cultura, sostiene Terry Eagleton (La idea de cultura, Paidos, 2001) surge cuando la civilización muestra sus contradicciones. De hecho - continúa- las grandes transformaciones de la idea de cultura ocurren en las grandes crisis de la civilización contemporánea: en el Romanticismo, cuando la idea de cultura (Kultur) se opone a la degradación burguesa de la idea de progreso material; en las grandes revoluciones contemporáneas, cuando la idea de cultura como forma de vida elevada se propone como un horizonte que solamente se alcanzará con un adecuado cambio social (el socialismo como utopía humana); en las crisis nacionalistas, cuando la idea de cultura se convierte en el espíritu del pueblo que busca la autonomía de otro estado opresor; en el mundo poscolonial, cuando la cultura se enfrenta a la civilización imperialista y se convierte en reclamación de las identidades oprimidas. La cultura guarda en su historia una dialéctica de fracaso y de esperanza, de potencial luminoso que abre la creatividad en los tiempos oscuros.
Doy vueltas a esta idea en un día otoñal (de reflexión democrática) después de cansarme ya de tanto discurso apocalíptico sobre la crisis. Observan mis amigos que estamos ante un ataque a Europa por parte de China, India, USA, y todos los que se llevan los puestos de trabajo y la sociedad del bienestar. Von Trier parece haber descrito en Melancholia este espíritu que transmiten hoy todos los medios de comunicación.  Ciertamente la generación actual de las clases medias medio acomodadas y en edades medias observan las nubes oscuras por primera vez. Porque de eso se trata: había demasiada clase media.  Por supuesto que para las clases dominantes no hay ningún apocalipsis en perspectiva. La crisis es simplemente un estado natural que ocurre cuando la rentabilidad de las acciones caen. Varias películas recientes han descrito didácticamente lo que ocurre acudiendo a la metáfora de una empresa: las acciones caen en su valor; se despide gente; se bajan los sueldos; se aterroriza; las acciones suben. Los grandes fondos no distinguen fronteras: chinos, árabes, Wisconsin, Baviera, Madrid o Cataluña, todo es uno. Por supuesto para quienes se han pasado media vida en las colas del paro y en las colas de la seguridad social la crisis es también su estado natural, después de la breve ilusión de una hipoteca imposible.
Pero es precisamente este estado de crisis y este estado de la crisis el que guarda un potencial de esperanza único en la historia. Todo está a la vista. Nadie se engaña. Nadie puede decir que no sabe lo que ocurre porque todos lo saben. Y es esta instantaneidad de la información la que abre la nueva idea de cultura como un horizonte de posibilidades que están ya presentes y que hay que desvelar. En pocos momentos es tan necesaria la hermenéutica como en las épocas oscuras de la crisis. En pocos momentos como ahora la diversidad y la homogeneidad se han conjurado tanto para crear un potencial de creatividad histórica. Habrá desprecio y represión, pero solo se desprecia y reprime lo que existe. Y ya existe. Está para ser desenvuelto como un regalo para la humanidad. Una corriente de creatividad que nos trae la esperanza desde los tiempos de crisis que pasaron. En Manhattan, en Taipéi, en El Cairo, en Sol... se están creando las tramas que tejerán la civilización.  Es cierto que hay un fracaso radical de una forma de cultura que la crisis se está llevando como agua sucia, pero es sólo un paso para una nueva dialéctica entre cultura y civilización, entre cultura y capitalismo, entre civilización y barbarie que ya está naciendo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La muerte y las matemáticas



Entre otras fuentes, las matemáticas nacieron del miedo a la muerte. La conjura del destino está entre los deseos de los primeros astrólogos de Mesopotamia y Egipto que comenzaron a estudiar y predecir los movimientos regulares de las estrellas y planetas. Predecir las conjunciones y oposiciones, como si en esas complejas configuraciones se escribiese lo que cabe esperar.
Así Melancholia de Lars von Trier: un burgués aficionado a la astronomía intenta resguardarse en los cálculos de probabilidad de un previsible apocalipsis causado por el choque de los planetas Melancholia y  Tierra. Una publicista, Justine, que tiene intuiciones certeras sobre lo desconocido, se desfonda de tristeza. Su hermana Claire se descubre en la desesperación.  Ese horizonte final le sirve para presentar, al modo de Celebración de Vinterberg (1998), la vaciedad de la vida de un grupo humano de clase alta. Con referencias a Tarkovsky y quizás a Antonioni, Melancholia es un manifiesto nihilista que puede figurar en la antología del existencialismo contemporáneo. El horizonte de la muerte es lo que da sentido (y sinsentido) a todo lo que acontece mientras tanto. La melancolía de Justine, que provoca tanta repulsión entre los alegres acomodados, parece la única actitud sensata ante la amenaza: "Estamos solos", "nadie va a echarnos de menos", "la vida es mala por naturaleza", sostiene Justine en una de las declaraciones más secas de la historia del pensamiento.
La coincidencia con El árbol de la vida de Malick no puede ser casual. Parece como si el fin de los grandes relatos que decretó la posmodernidad hubiese también llegado a su fin y renaciese una necesidad de los discursos cósmicos. La esperanza y la gracia de Malick se transmuta aquí en absurdo y melancolía. No tiene sentido comparar ni ambas actitudes ni ambas películas como si hubiese que decidirse entre ellas. Lo interesante es que ambas acuden al escenario del universo para hablar de las circunstancias inmediatas de la vida: de los entornos próximos del hogar (Malick) y la pareja (von Trier). Ambas sitúan, correctamente, el sentido y el significado en la historia natural.
La evolución en Malick y las matemáticas en von Trier representan la otra faceta del alma, la que busca comprensión racional del universo, y también en los dos casos se subraya el color de la emoción como trasfondo del sentido. Dos caras, dos actitudes. Un mismo porvenir de oscuridad.
Ha hecho falta que acabara la fiesta posmoderna para que recomenzasen las preguntas metafísicas. Como ocurre exactamente en la película Melancholía, solo al final de la fiesta vuelven a sonar los acordes del destino (Wagner llena el espacio) y nacen las preguntas que no pueden dejarse sin responder porque el tiempo apremia.
Son dos películas imprescindibles. Dos momentos de encuentro de poesía, cine y filosofía.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El día que apagué la televisión

Desde hace un tiempo reacciono ante los medios de comunicación con una mezcla de desaliento e irritación que me sorprende y no acabo de explicarme. Podría ser por la reiteración de mensajes, podría ser por mi desaliento,   no lo sé. Sería superficial un diagnóstico que confundiese los síntomas con las causas. Me lo he preguntado muchas veces: ¿qué me ocurre?  No podría generalizar. Es posible que sea un problema mío, es posible que sea una epidemia y le esté ocurriendo a mucha gente. No he hecho ni me atrevo a hacer  siquiera un sondeo entre la gente que me rodea.
Sin embargo me atreveré a un auto-diagnóstico de urgencia: cierro mi contacto informacional con los medios de comunicación por alguna forma de disonancia cognitiva, de tensión oculta entre lo que deseo y lo que encuentro.  No porque el mundo ofrezca una realidad más o menos tenebrosa, desbocada, errática, sino porque lo que desearía encontrar es comprensión y cierta sabiduría en la presentación de la realidad y no esa compulsiva e histérica reiteración de eslóganes, frases y apreciaciones que terminan convirtiéndose en opinión común que repetimos una y otra vez en las conversaciones de cafetería. Es la falta de distancia lo que me abruma.Ni siquiera pido ya distancia crítica sino pura distancia, capacidad de mirar por encima de la colina de enfrente hacia horizontes un poco más lejanos. Aún no he ido a ver Melancolía, donde se describe una boda un poco antes del fin del mundo, pero me parece una metáfora perfecta de la desolación que transmiten los medios de comunicación.  ¿Nadie ha pensado que es precisamente esta falta de distancia e imaginación una de las causas de estos ciclos de realimentación negativa en los que nos hemos embarcado? ¿No merece la pena perder el tiempo en pararse un momento y mirar hacia dónde vamos y de dónde venimos? ¿Nadie cree ya en la información que nace de las tendencias largas?
Apago la televisión y cierro el periódico y la pantalla del ordenador porque empiezo a sospechar que esta convulsión informativa es parte de la realidad, no de la noticia sobre la realidad. Se ha dicho de la crisis que es la primera crisis de internet, pero no estamos aún en condiciones de pensar qué otras transformaciones están produciéndose en esta sobreestructura informacional que hacen que el espectáculo de la crisis sea ya una parte de la nueva economía que estamos creando. Apago las pantallas porque cada vez me recuerdan más a las pantallas omnipresentes en el mundo de 1984 creado por Orwell. Pantallas que insistentemente auncian victorias y derrotas definitivas, que cada minuto avanzan la noticia del siglo, que demandan atención inquebrantable a las olas.
Cerrar los ojos para empezar a ver. Cerrar los oídos para empezar a escuchar. Me atrevo a recomendarme esta nueva dieta. Espero no haberme equivocado en el diagnóstico.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Formas de ceguera

Avatares de la fisiología me han tenido apartado del blog, en el dique seco donde el pensamiento se estanca, así que tenía ya una cierta necesidad también fisiológica de volver a sentarme en mi cuarto propio conectado, ese lugar tan bien descrito por Remedios Zafra, y pensar ante, desde, en ... la pantalla. Pensar, hoy, en letra abierta, sobre ciertos déficits que nos aquejan. Déficits que parecen deberse a ciertas formas de ceguera que, no obstante, no sabemos diagnosticar con precisión. William Clifford, un matemático y filósofo inglés del siglo XIX, que debatió con William James sobre la ética de la creencia, aducía el ejemplo del naviero que fleta un  barco de pasajeros en invierno, sabiendo que tiene ya necesidad de reparaciones urgentes y serias, rechazando la posibilidad de que una tormenta lo hunda en el Atlántico. Desgraciadamente ocurre y se pregunta Clifford si deberíamos llamar accidente a este naufragio o condenar al armador por no haber creído en la posibilidad y probabilidad del suceso a pesar de la evidencia. Sostiene Clifford que debemos creer todo y sólo aquello sobre lo que tengamos una evidencia suficiente. Pero James le contesta que, cuando está en juego algo muy importante, tal vez podamos creer o no dependiendo de lo que nos juguemos. Como la madre que se niega a creen que su hijo sea culpable a pesar de la evidencia o aquella persona que se niega a sospechar de la infidelidad de su pareja a pesar de que haya signos insidiosos.
Nos gustaría diagnosticar estas formas de ceguera en territorios bien definidos. Clifford nos diría que es una ceguera moral y que por ello merecemos una reprobación moral. James no lo tiene tan claro. Cuándo la ceguera es moral y cuándo epistémica es precisamente lo que está en la mesa de la controversia. Se distingue siempre a los talantes dogmáticos porque resuelven esta cuestión con una rapidez que no deja de asombrarme.
El problema duro viene porque el que la ceguera sea un déficit para manejar las evidencias, y por consiguiente epistémica, o un déficit para manejar los deseos y las emociones, y por consiguiente moral, depende no sólo de la evidencia en sí o de la emoción implicada sino del autoconocimiento que uno tenga de sus propias entrañas, y de la voluntad de conocer lo que nos está pasando.
El caso más interesante lo analizó Stanley Cavell en su maravilloso análisis de El Rey Lear: ¿cuál es la ceguera de Lear? Podemos situar la tragedia como una tragedia cognitiva: Lear se niega a aceptar las evidencias de que sus hijos y nueras van a traicionarle porque están poseídos por la hubris del poder y por ello rechaza las admoniciones de Cordelia. Pero podemos situar también la tragedia en que Lear se niega a aceptar que Cordelia le ama, que la única de sus hijos que le ama verdaderamente y que su amor es una fuente de verdad más certera que la del intelecto. ¿Está ciego Lear cognitiva o emocionalmente? Quizá la tragedia es precisamente nuestra incapacidad para responder con acierto a la pregunta.