martes, 27 de agosto de 2013

Investigar en tiempos de silencio


Buscando materiales para una aproximación a la filosofía de la técnica en la España predemocrática del novecientos me he vuelto a acercar primero con veneración y luego con entusiasmo a Tiempo de silencio y a Tiempo de destrucción de Luis Martín Santos. Las he leído ahora ya no como documentos de un tiempo perdido, tampoco como ejercicios de ruptura con el realismo social dominante en la novela española de la época ni como meros ejercicios de cultura histórica (literaria en este caso) sino que me he sorprendido leyéndolas como reflexiones vivas sobre qué es investigar en este país y en tiempos de silencio (como el que nos acontece). Dejaré a un lado Tiempo de destrucción, una novela incompleta, publicada póstumamente por José Carlos Mainer, y que merece más de una visita, sobre todo para quienes estén interesados en el proceso creador de un relato. 

Luis Martín Santos murió en un accidente de automóvil el 21 de enero de 1964 viajando de San Sebastián a Salamanca para vender unas fincas familiares. Quienes practicamos mucho ese trayecto conocemos bien cuán peligroso era aún en los setenta y ochenta. La llamaban merecidamente la "carretera de la muerte". Luis Martín Santos fue un resistente real contra el franquismo. Entró dos veces en la cárcel y esperaba una condena próxima de la que le salvó la muerte. No era un intelectual reconvertido de los que habla con tanto sarcasmo Gregorio Morán en su imprescindible El maestro en el erial, sobre la cultura en España entre 1945 y 1956. Era un chico cabreado. La mejor descripción suya se la debemos a su amigo Juan Benet en Otoño en Madrid hacia 1950. Fueron muy amigos, aunque se distanciaron después del éxito de Tiempo de silencio, pero ésa es otra historia. 

Tiempo de silencio es un relato en negro del Madrid de los cincuenta y un relato más oscuro aún de la investigación en el CSIC, quizá en el Instituto Ramón y Cajal de investigaciones biomédicas. Relata la historia de un becario médico que investiga usando ratones de una línea genética pura comprada con mucho costo a Estados Unidos pero que ahora, para seguir disponiendo de especímenes, han debido recurrir a los servicios del Muecas, un curioso personaje del chavolismo madrileño que los recría usando su propio dormitorio donde duermen revueltos él, su mujer y sus hijas. Este artilugio en el que se mezclan cuerpos y especies parece ser favorable a la reproducción de los ratones. Lo demás es una sucesión de ambientes madrileños del tiempo y una umbrosa historia que no viene al caso más que en algunos aspectos. 

Pedro, el protagonista, sueña con ganar un premio Nobel como el personaje cuyo retrato preside el instituto (Ramón y Cajal, claro), pero sabe que en sus circunstancias es imposible. Pero sueña que el arreglo tan extraño de investigación minuciosa y zarrapastroso sistema de reproducción ratonil acaso pueda ofrecerle una oportunidad que otros mundos de investigación, sistemáticos, asépticos, ordenados no podrían producir. No logrará llevar adelante sus sueños debido en parte a las circunstancias de la historia pero sobre todo a la misma estructura del sistema de investigación. 

Cabe leer Tiempo de Silencio como un manifiesto progre acerca de las dificultades de investigar en una sociedad como la franquista. Y es verdad. Cabe leerlo como un panfleto contra el tiempo de silencio y la cultura gris del momento. También. Pero además es un relato intemporal sobre la investigación en la sociedad y sobre el compromiso del investigador, con la investigación y con el tiempo que le toca. Sobre cómo la chapuza en la investigación y el desorden social se relacionan e interactúan. 

Luis Martín Santos era marxista y existencialista. Ya no están de moda ninguna de las dos filosofías (y así nos va). Del marxismo tomaba la lucidez sobre las fuerzas sociales en juego en la historia. Del existencialismo la convicción de que el compromiso personal no es soslayable por mucho que uno acuda a los contextos sociales y sus determinaciones. Desde ambas perspectivas construye un escenario de obligada visita para entender lo que significa investigar en tiempos oscuros. Su tragedia es la nuestra. 

sábado, 17 de agosto de 2013

Un héroe cansado




Neill Blomkamp pertenece al grupo de los que creemos que el apocalipsis ya ha ocurrido, que el horizonte negro ha sustituido al futuro como proyecto y que la supervivencia se ha instalado como la principal arquitectura de la identidad. En el 2009 editó su película Distrito 9, una de las más irónicas miradas hacia los pasados tiempos posmodernos de la multiculturalidad a través de una metáfora de asquerosos alienígenas. Este verano nos ofrece la muy recomendable Elysium, un ejercicio postapocalíptico que, como casi toda la ficción futurista, no quiere ocultar que está hablando del presente. El Confidencial, ese ambiguo periódico digital de buenas fuentes de información económica y ambigua política, tan UPyD y de los tiempos que corren, calificaba el film como un ejercicio de "ciencia ficción socialista". Bueno, adjetivar es un ejercicio peligroso que debe manejarse con cuidado.

Lo cierto es que Elysium dibuja un paisaje del presente (situado en 2154) en el que el capitalismo ha evolucionado desde un sistema de clases a un sistema de castas. Ellos viven en un espacio estratosférico donde la vida discurre con la felicidad de un suburbio de Chicago. El resto del planeta es una favela interminable donde subsisten los demás, los miles de millones de excluidos del bienestar. La fábrica y las urgencias del misérrimo sistema sanitario que les queda crean la escenografía para la trama que nos ofrece Blomkamp: un exdelincuente que quiere reintegrarse trabajando en una fábrica de droides (que suministra a la clase dominante la policía que sostiene este mundo) es sometido en su trabajo a una dosis mortal de radiación y, puesto que le restan unos pocos días de vida, trata de embarcarse en alguna de las naves patera en las que algunos intentan llegar al sistema sanitario mecanizado eficiente de Elysium para poder sobrevivir. Nada que un canario o tarifeño no esté acostumbrado a ver cotidianamente. Los familiarizados con las salas de urgencias de los hospitales de Madrid también se sentirán en casa al ver la película. Esta víctima dañada por el sistema se convierte en héroe por accidente y a su pesar. En el nuevo mundo ya no existen héroes como los de antes. Lo mejor de la película es sin duda este boceto del héroe que lo es a causa de su egoísmo y de su instinto de supervivencia.

Blomkamp es un curioso director que mezcla el estilo documentalista del cinema verité con los efectos especiales más sofisticados y con la escenografía más cuidada (fue diseñador de un par de números prospectivos de Popular Science, una revista cuya edición española sigo añorando y en la que colaboré en su único año de existencia). Sabe mirar con ojos del futuro el presente, la mejor forma de pensar sobre lo que nos pasa. Matt Damon, su elección de casting, es el responsable de la credibilidad psicológica del relato. Es sorprendente este hombre. Comenzó como el paradigma del norteamericano ingenuo y encantador que sabe sobrevivir y se convirtió después de la saga de Bourne en un personaje representativo de las nuevas formas de identidad complicada. Stephen Mulhall, el wittgensteiniano discípulo de Cavell que mejor analiza la cultura de masas, acaba de publicar un recientísimo libro, The Self and Its Shadows, en el que estudia esta conversión de Matt Damon de persona en personaje y la contraposición de Bourne contra Bond como ejemplos ilustrativos de la distancia entre el yo y sus sombras. Hablaré más de este libro. El resultado es un relato en negro de un héroe en una revolución. Un héroe a pesar suyo. Cansado, triste, solitario, final.

"¡No más zombis, por favor!", me digo a mí mismo. Pero ocurre que entre esta visión postapocalíptica y la zombi hay muchas cercanías y complicidades. La biologización de las diferencias, su materialización en cuerpos y espacios diferentes, la división del tiempo en el tiempo de ellos y el nuestro, la suspensión final de los derechos ciudadanos, la oscuridad del horizonte.



domingo, 11 de agosto de 2013

La debilidad del filósofo


En verano uno cambia de escritorio pero no de condición. Dedico agosto a un par de urgencias. Una de ellas es de difícil compleción en el curso. Tengo que bucear en la filosofía española para escribir un relato sobre la filosofía de la técnica en España entre el 98 y la transición para una infinita historia de la técnica en España que elabora el ingeniero e historiador Manuel Silva. O sea, un marrón. Tengo que sumergirme velis nolis en unas aguas turbulentas sobre las que preferiría nadar e incluso contemplar desde el muelle: la filosofía en las españas trágicas modernas. Ya he superado, con unas cuantas cicatrices bien es cierto, la polémica sobre el "¡que inventen ellos!" entre Unamuno, Ortega y ahora estoy con Ortega y sus contraluces. Confieso: como ocurre con la dicotomía marxista/marxiano, no soy orteguiano pero sí orteguista (tampoco soy marxiano aunque sí marxista, en lo que se puede en estos tiempos). No me gusta, más bien diría que aborrezco, la industria Ortega en sus muchas dimensiones. Pero observo con distancia que mi trabajo en filosofía debe mucho a Ortega en lo que respecta a la perspectiva cultural, antropológica y, sobre todo, sobre la filosofía de la técnica. Confieso: no me gusta nada Ortega como persona. Nada. Me ocurre lo mismo con Heidegger y en parte con Wittgenstein, todos ellos muy importantes para mí. Y sin embargo lo miro con una sorprendente e irresistible ternura y compasión. 

Es bien conocido por los orteguianos, aunque no siempre por un público más amplio, la referencia a Ortega que hace Heidegger respecto a los dos encuentros que tuvieron en la Alemania de la postguerra, cuando Heidegger estaba bajo la lupa de la desnazificación y Ortega estaba en su máximo éxito, en buena medida apoyado por las políticas neoconservadoras americanas que comenzaban la Guerra Fría. El texto de Heidegger refiere a su encuentro en el famoso coloquio sobre arquitectura en el que ambos participaron y en el que Heidegger leyó uno de sus mejores textos (para mi gusto, claro) "Construir, habitar, pensar" (y Ortega tuvo que presentar apresurado unas pocas cuartillas en las que resumía su Meditación de la Técnica y al tiempo intentaba responder a Heidegger, reparando en que era su única y última oportunidad de confrontar su lugar y el de su otro en la topografía filosófica del momento) y más adelante a un segundo encuentro que aquí soslayo. He aquí las palabras de Heidegger: 

Quisiera referir brevemente dos recuerdos de Ortega y Gasset. Siguen en mi memoria como dignos de recordación. El primer recuerdo se remonta al mes de agosto de 1951. Nos encontramos en la ciudad alemana de Darmstadt, donde en bien ceñido marco se celebran anualmente conferencias sobre un tema determinado. Aquel año versaban sobre el tema “El hombre y el espacio”. Entre los hombres de ciencia y arquitectos que habían sido requeridos a hablar, nos contábamos Ortega y yo. Después de mi conferencia, que llevaba el título “Edificar, habitar, pensar”, un orador empezó a disparar violentos ataques contra lo que yo había dicho y afirmó que mi conferencia no había resuelto las cuestiones esenciales, que más bien las había “despensado”, es decir, disuelto en nada por medio del pensamiento. En este momento pidió la palabra Ortega y Gasset, cogió el micrófono del orador que tenía a su lado y dijo al público lo siguiente: “El buen Dios necesita de los “despensadores” para que los demás animales no se duerman”. La ingeniosa salida hizo cambiar de golpe la situación. Pero no era sólo una salida ingeniosa, era sobre todo caballeresca. Este espíritu caballeresco de Ortega, manifestado también en otras ocasiones frente a mis escritos y discursos, ha sido tanto más admirado y estimado por mí pues me consta que Ortega ha negado a muchos su asentimiento y sentía cierto desasosiego por alguna parte de mi pensamiento que parecía amenazar su originalidad. Una de las noches siguientes volví a encontrarle con ocasión de una fiesta en el jardín de la casa del arquitecto municipal. En hora avanzada iba yo dando una vuelta por el jardín, cuando topé a Ortega solo, con su gran sombrero puesto, sentado en el césped con un vaso de vino en la mano. Parecía hallarse deprimido. Me hizo una seña y me senté junto a él, no sólo por cortesía, sino porque me cautivaba también la gran tristeza que emanaba de su figura espiritual. Pronto se hizo patente el motivo de su tristeza. Ortega estaba desesperado por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo. Pero se desprendía también de él al mismo tiempo una sensación de aislamiento que no podía ser producida por circunstancias externas. Al principio sólo acertamos a hablar entrecortadamente; muy pronto el coloquio se centró en la relación entre el pensamiento y la lengua materna. Los rasgos de Ortega se iluminaron súbitamente; se encontraba en sus dominios y por los ejemplos lingüísticos que puso, adiviné cuán intensa e inmediatamente pensaba desde su lengua materna. A la hidalguía se unió en mi imagen de Ortega la soledad de su busca y al mismo tiempo una ingenuidad que estaba ciertamente a mil leguas de la candidez, porque Ortega era un observador penetrante que sabía muy bien medir el efecto que su aparición quería lograr en cada caso.El segundo recuerdo trae a mi memoria la gran casa abierta de un médico en los altos de la Selva Negra, donde una mañana de domingo, en un círculo de numerosos oyentes cruzamos con fuerza, pero con bella mesura, nuestros más afilados aceros. Estaba en discusión el concepto del “ser” y la etimología de este vocablo fundamental de la filosofía. La discusión puso de manifiesto lo muy versado que Ortega estaba en las Ciencias. También me puso de relieve una especie de positivismo que no me cumple juzgar, ya que conozco muy pocos escritos de Ortega y sólo en traducciones. La tarde de ese mismo día nos proporcionó a mí y a todos los presentes la impresión más recia y duradera de la magna personalidad de Ortega y Gasset. Habló de un tema que ni estaba previsto ni había sido formulado y que puede, sin embargo, cifrarse en el título “El hombre español y la muerte”. Cierto que lo que nos dijo le era familiar desde hacía largo tiempo, pero el cómo lo dijo nos desvela cuanto más avanzado estaba que sus oyentes en un campo que ahora ha tenido que traspasar. Cuando pienso en Ortega vuelve a mis ojos su figura tal como la vi aquella tarde, hablando, callando, en sus ademanes, en su hidalguía, su soledad, su ingenuidad, su tristeza, su múltiple saber y su cautivante ironía."
http://www.heideggeriana.com.ar/textos/ortega_y_gasset.htm (11/08/2013)

Como a Heidegger, me subyuga la imagen del filósofo sentado en el suelo bajo su sombrero con un vaso de vino y oscurecido por un humor que el observador no es capaz de interpretar. Como a cualquiera que haya practicado la asistencia a congresos internacionales, no le es difícil compartir la experiencia de irse al jardín con el vaso de vino y sentarse deprimido en el primer poyo que encuentre. Pero es inquietante el relato que hace Heidegger de su conversación con Ortega. Ambos estaban por aquellos días heridos y tocados, por circunstancias diferentes y menos diferentes. Heidegger amenazado en la posguerra por su pasado nazi, Ortega, en la España más negra, por su imposible re-colocación. 


Las polifacéticas relaciones entre Ortega y Heidegger hacen pensar en las historias paralelas que tienen Ortega y alguien aparentemente muy alejado de su entorno filosófico, pero que, por muchas razones comparte con Ortega un destino similar. Me refiero a Bertrand Russell. Como Russell, fue un filósofo periodístico de gran éxito como conferencista cosmopolita; como Russell con Wittgenstein, Ortega tuvo su “otro” en Heidegger, con quien intenta por todos los medios establecer unas diferencias que el otro no conoce, ni entiende ni quizá le importan; como Russell, es lúcido respecto a la dificultad que su estilo mediático supone para ser emplazado en la filosofía académica, en la que, sin embargo, le gustaría estar como un punto central de la topografía filosófica; como Russell, este conflicto está en la base de sus accesos de humor oscuro. Como Russell también, comparte un destino injusto de tener más fama que prestigio.

El cariño y al mismo tiempo distancia e incomprensión con la que Heidegger trata a Ortega habla de una profunda verdad del filósofo: su soledad, aislamiento, debilidad e incomprensión que, sobre todo es incapacidad de auto-comprensión. 


domingo, 4 de agosto de 2013

Historia de los muros






Después de haberme puesto tan plasta últimamente con los zombis no podía dejar de comentar el reciente estreno de  World War Z, la versión cinematográfica de de Marc Foster (Monster's Ball, 2001 y Quantum of Solace, 2008, paradigma del Bond del nuevo siglo) de la  novela fundacional de Max Brooks del mismo título, publicada en 2006 y convertida en manifiesto del género (el Neuromancer de los zombies, me parece).

La película pertenece a la nueva estrategia de Hollywood de responder mediante productos de espectacularidad barroca al desafío y la amenaza que suponen las series de televisión para el cine. En este caso, a The Walking Dead. No es más y no es menos que esto. Parte de su interés, sin embargo, reside en haberle puesto imágenes a la historia de Max Brooks, una novela que acabo de elevar a representante del género. Se ha dicho y repetido por la crítica del estreno que WWZ, película, pierde el componente crítico y político de la novela entregando a cambio entretenimiento y distracción. Bueno, sí, no, depende. Hay que plantearse antes la diferencia entre pensar con conceptos, pensar con relatos y pensar con imágenes. WWZ, película, pertenece a esta última opción, aunque no haya estado en la intención de Brad Pitt (su empresa Plan B Entertainment compró los derechos cinematográficos de la novela) la intención de pensar mucho. Pero es lo que tienen las imágenes, que crean y transmiten significados por ellas mismas. 

De WWZ me quedo con una imagen (una secuencia y una escena, en realidad): el asalto zombi al muro que protege Jerusalén, convertida en refugio último contra los zombis en un mundo ya apocalíptico que ha perdido la guerra contra estos bichos. Si el relato de Max Brooks tiene como horizonte el desastre de gestión de un mundo globalizado, WWZ le pone imagen con esta increíble escena de asalto a una muralla. 

Los muros son una figura inserta en la cultura de Israel. Su historia como pueblo comienza con el asalto a los muros de Jericó y continúa con la construcción del muro que lo separa de Palestina. El asalto zombi al muro, pues, no oculta su intención metafórica. Lo interesante de la imagen es que resume en pocas imágenes el debate que proponía la novela: en una situación de desgobierno, ¿qué es mejor, levantar muros o enfrentarse a campo abierto con el desastre? El desbordamiento de lo que resultaba ser el último refugio resuelve implacablemente la cuestión. Solo por esta escena merece una atención la película. Es, me atrevo irresponsablemente a proponer, un nuevo tratado de filosofía política contemporánea en unas pocas imágenes.

Los zombis han tenido dos versiones filosóficas en las últimas décadas. En los años noventa del siglo pasado se convirtieron en la principal representación de la conciencia y su otro. Todo filósofo de la mente que se preciaba en aquellos días tenía que responder a las preguntas que planteaba la idea del zombi sobre la posible función de la conciencia (pues si un zombie es como una persona normal exceptuando que no tiene conciencia, ¿cuál es entonces la función de la conciencia?). En el nuevo siglo los zombis se han convertido en la metáfora del estado y su otro. Zombi es todo lo que reduce la sociedad a su estado de naturaleza. De ahí la potencia imaginística de la caída del muro de Jerusalén.

Como sabemos, la polis fue la respuesta al estado de naturaleza. Los humanos erigieron muros y tras ellos construyeron el estado: instituciones, ágoras, derechos y deberes, príncipes y ciudadanos. Fuera estaba la naturaleza, dentro la cultura. ¿Qué es lo nuevo entonces de la metáfora zombi? Me parece que está en la propuesta de la inutilidad de los muros en un mundo globalizado. Ya no hay muros que valgan. Lo otro asalta los muros más altos. Lo otro no deja la opción del refugio como alternativa política. 

Max Brooks hacía esa pregunta a través de la investigación del personaje central de la novela, un investigador de las Naciones Unidas que trata de dar respuesta a por qué se inició y por qué se perdió la guerra mundial zombi. El planteamiento es inteligente: las Naciones Unidas nacieron como respuesta a una guerra mundial (de hecho a la guerra mundial que recorrió de forma única aunque polimórfica el siglo pasado) y es ahora el lugar para preguntarse por qué no sirven ya las respuestas sobre las que se basó la historia del príncipe: el estado nación como refugio último. 

Brad Pitt escapando de Jerusalén invadida para encontrar la respuesta en otra parte es una de las nuevas carátulas que podrían podrían ponerse al Leviatán contemporáneo que aún está por escribir