domingo, 30 de marzo de 2014

El estado de la cultura







Me asombra el poco interés que ha recibido el término y concepto de cultura por parte de la filosofía. "Sociedad"  y "cultura" son dos términos cuyo reinado comienza en el siglo XIX. Ambos tienen una intención explicativa y ambos tienen sendas ciencias dedicadas a su estudio: antropología y sociología, respectivamente. Ambos fueron términos que fueron desplazando a otros en su potencia explicativa y normativa. "Sociedad" desplazó a "pueblo" de los discursos legitimantes y explicativos y "cultura" desplazó a "civilización". Los procesos de deriva han sido descritos por las respectivas ciencias y tienen mucho que ver con la formación del estado moderno. Los procesos "normalizadores" que van constituyendo la trama de las sociedades modernas han sido bien estudiados desde Durkheim y Weber a Foucault y Bourdieu. Los procesos por los que se ha ido constituyendo el estado cultural y el capitalismo cultural no han tenido tanta suerte. Todavía sufrimos de una insoportable indeterminación y polisemia. A pesar de que quizá sea el término más proferido en todos los discursos, "cultura" permanece en la indeterminación semántica. Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn registraron en 1952 164 significados del término, que han ido creciendo con los años.

Que esta indeterminación no haya despertado interés analítico es más sorprendente que irritante. Al fin y al cabo la filosofía solo puede inspeccionar los sentidos que ya están constituidos y en el caso de la cultura ni las ciencias sociales ni el lenguaje común tienen ninguna homogeneidad en el uso que pudiera ser una base de partida para el análisis conceptual. Si se compara con otros términos como "conocimiento", "verdad", "razón", "entendimiento", "juicio", etcétera, podrá entenderse bien este asombro. Bien es cierto que la palabra no aparece en ninguna de las grandes obras originarias del canon filosófico. Sus vagas referencias agrícolas, que fueron empleadas por Cicerón para referirse al espíritu no adquieren compacidad filosófica hasta el romanticismo alemán, que comienza a emplear "Kultur" como una palabra de combate contra la "civilización" de origen francés. De modo que todos aquellos (que son muchos) que piensan que lo que no se encuentre en Platón y Aristóteles no merece ser pensado no consideran siquiera la posibilidad de hacerlo.

Hay una segunda causa de la enfermedad polisémica: la palabra "cultura" siempre estuvo en terreno ambiguo entre lo explicativo y lo legitimador y normativo. Nació como una palabra de guerra y siguió siéndolo. Siempre tuvo un componente autorreferencial cuyo último fin era explicar la superioridad respecto al otro: "Mi", "nuestra" cultura fueron desde el principio términos de invasión o resistencia. Incluso, o sobre todo, para los antropólogos, que desde el siglo XIX se especializaron en el estudio de la diferencia. Lukacs, Gramsci, Benjamin la usaron por primera vez para explicar por qué la revolución había sido derrotada. Fueron los primeros que reconocieron que la cultura había emergido como una fuerza social arrolladora, como la fuerza social más importante de la contemporaneidad. Boltansky y Chiapello, en esta línea, la convierten en la fuerza estabilizadora fundamental del capitalismo. Con todos ellos nace la idea de lucha y resistencia culturales con un nuevo matiz que el romanticismo no había hecho explícito.

No creo que sea demasiado épico el decir que nos encontramos en un estado de guerra(s) cultural(es). En un sentido bastante estricto que no excluye la violencia sino que, por el contrario, la contiene como una forma de ejercicio de la autorreferencia cultural: "nuestra cultura" se ha convertido en una bandera que sustituye al "Dios con nosotros" de los viejos ejércitos. De las muchas guerras culturales me han interesado siempre dos o tres que me son más cercanas: la que divide la cultura científica de la humanística, y que crea sus respectivos sentidos de cultura(para los biólogos cultura significa básicamente información transmitida no genéticamente mientras que para el humanismo tiende a situarse en el terreno  de la "gran cultura", la "Kultur" romántica). La segunda guerra que me interesa es la que libran los grandes grupos mediáticos y los sistemas académicos por la educación de la humanidad. Los medios se constituyen como los nuevos educadores en la convicción de que la cultura es ya el lugar depositario del poder. Los sistemas académicos se sienten depositarios y cuidadores del capital cultural de la humanidad. Una tensión que la historia y sociología contarán en las próximas décadas, cuando nos hagamos cargo de esto que llamamos "globalización". La tercera guerra es la que, en un territorio más cercano, se libra entre culturas más o menos racionalistas y culturas más o menos literarias y metafóricas. John Searle  y Jacques Derrida, el "asunto Sokal", la lucha por el canon, y otros episodios nos hablan de estas guerrillas que dividen por todo el mundo a los departamentos  universitarios y a sus miembros. Decir de alguien que se dedica a "estudios culturales" significa a veces poco menos que ejerce la prostitución, o considerar que un escrito es "aforístico y metafórico" es lo que te dicen los editores para no decirte que no tiene sentido. En el lado contrario, los rortianos, vatimianos, agambiamos, deborditos en general, desprecian toda referencia a la verdad, la veracidad, lo razonable y lo argumentativo como si fueran ejercicios del poder totalitario.

Hay un trabajo filosófico que cada vez me interesa más, que tiene que ver con un cierto ánimo de crítica de la violencia cultural, pero es menos un espíritu pacifista que el de un deseo de conocer, de intentar explicar las condiciones que hacen posible este estado de guerra. Hay condiciones sociales, hay condiciones culturales, hay condiciones metafísicas y, en al final, está la propia condición humana en la era del estado de la cultura (o la condición posthumana, para emplear otro término marcado culturalmente). Me gustaría encontrar acompañantes en esta tarea, pero me temo que las patrullas en tierra de nadie en tiempos de guerra no son tareas deseadas. Ya se sabe que pocos vuelven.

viernes, 21 de marzo de 2014

Ironía y mala fe





Me pregunto si acaso  muchos de los malentendidos que suscita la filosofía, que llevaron a Wittgenstein a declararla una enfermedad del espíritu, no nacen del prominente lugar que ocupa la ironía en la lengua y la mente del filósofo. Friedrich Schlegel escribe en su conocido Aforismo 42 "La filosofía es el verdadero hogar de la ironía, que podría ser definida como belleza lógica". Y añade que la ironía es el modo obligado de hablar y escribir cuando el discurso no es enteramente sistemático. Considera Schlegel que es la forma de discurso en la que se muestra la distancia de sí, la descripción  y una cierta autocrítica, o quizá también la comparación entre la propia fragilidad frente a la infinitud y a lo sublime.

Que la ironía haya adquirido este estatus de norma del pensar tiene mucho que ver con la creación del canon filosófico, un invento que debemos al romanticismo berlinés, en donde Grecia deja de ser un tiempo y un lugar humanos y adquiere un aura utópica que comienza por situar la etimología en el lugar sagrado de la norma de significado y continúa hilando textos y discursos como si todo lo demás no fuese ya sino márgenes olvidables.  Y claro, la eironeia o disimulo socrático pasa de ser un recurso literario a un modo de estar en el lenguaje. "¿Cómo te atreves a cuestionar la paideia socrática, el modo más perfecto de autodescubrimiento, de creación de subjetividad?". Pues sí, tengo mis dudas sobre Sócrates. Yo siempre he sido mucho más de Protágoras. Tengo que confesar sin rubor que no me impresiona el diálogo socrático como forma de literatura. No veo tampoco sus virtudes pedagógicas: me resulta un modo autoritario de estar en el discurso, una suerte de engaño estructural en la conversación. Un supuesto maestro que sabe cosas hace preguntas capciosas al ingenuo contertulio para mostrarle o demostrarle que su primera respuesta intuitiva está equivocada, y que si acepta el juego de las preguntas llegará por sí mismo a descubrir la verdad. Vaya. Así terminan muchos filósofos creyendo que la verdad es una suerte de "desvelamiento" que ejercita una una mano poderosa levantando la tela que produce la opacidad mental. El maestro-partera. Como si el descubrir no fuese una empresa trágica que debe comenzar por el reconocimiento mutuo de ignorancias, de angustia ante un muro que nos resulta insalvable y de modestia para pedir auxilio al contertulio. Un juego de poder como cualquier otro. David Mamet exploró en Oleanna este juego tan académico entre maestro y discípulo (discípula en este caso). Lo cito como ejemplo dramático de lo que querría decir en pocas palabras.

Se aduce que el poder de la ironía es la distancia: distancia semántica entre lo dicho y lo significado; distancia mental entre el yo y la crítica del yo; distancia metafísica entre la fragilidad propia y lo trascendente de la realidad; distancia política entre la debilidad y la arrogancia del poder. Parecería que quien se atreve a criticar el imperio de la ironía es porque es un traidor a la sagrada empresa crítica de la filosofía y se pasa al lado oscuro de la fuerza, donde rige el lenguaje transparente que dice lo que quiere decir, o la mente transparente, que expresa lo que piensa. Horror, el pecado nefando que combina el cartesianismo y el naturalismo, como el cura que sodomizara a una monja violándola sobre el altar en el momento de la consagración, gritando blasfemias y transgrediendo toda posible norma sagrada.

Lo siento, pero es que la distancia también está sobrevalorada entre los filósofos. Porque hay muchas formas de distancia. Está, casi siempre, la distancia jesuítica, la que nos deja entrever el confesor que se confiesa más débil y pecaminoso que nosotros, para sutilmente sobreimponernos su juicio sumario. Me pasa estos días Israel Roncero unos increíbles poemas de Fray Luis de León en donde reina la auto-abyección y el auto-desprecio. No es difícil identificar esta actitud en la literatura filosófica edificante. Pero esta distancia habría sido identificada rápidamente como ejercicios de mala fe por ese fauno de la filosofía que fue Jean Paul Sartre. La distancia del que ejerce de débil para tramar la trampa arácnida en el lector ingenuo. La distancia de quien se cree maestro en el lenguaje y se sabe poseedor del significado literal y del significado realizativo.

Se dirá que sin distancia no hay posibilidad de resistencia. Que la resignificación, que el recolocamiento en el espacio social exigen la ironía. Pues no. Pues no necesariamente. Hay otras muchas formas de discurso. Está el discurso analítico escolástico, tan denostado, pero que comienza con preguntas que no son de mala fe, sino preguntas genuinas que implican al hablante y al oyente y exigen atención directa a las respuestas. Está el lenguaje trágico, que se sabe sumido en la aporía y en la indeterminación, que no sabe cómo salir de las tensiones reales de objetivos contradictorios a los que no sabemos ni queremos renunciar. Está el lenguaje cómico, que emplea el sarcasmo (no la ironía) para hacer sátira, para enfrentarse al poder sin disimulos, para atreverse a decir, para ejercer la parresía abiertamente. Está el lenguaje metafórico, que suspende el significado al igual que la ironía, pero toma al oyente como un igual que sabe explotar los recursos del lenguaje igual que uno. Está el lenguaje plano de la calle, donde los malentendidos siempre tienen consecuencias.

En fin, menos ironía y más parresía.


domingo, 9 de marzo de 2014

Palabras que enferman






Pensaba ayer, caminando por La Pedriza de la Sierra de Guadarrama, un día anteprimaveral, en compañía de tantos que habían decidido como yo celebrar las tornas de la estación, cuán enfermas se encuentran algunas palabras y cuán necesario es un esfuerzo conceptual para curarlas. Cuando las plazas se llenaron del grito "lo llaman democracia y no lo es" comenzó un trabajo de cura para una de las palabras más infectadas. La lucha por el nombre es a veces tan importante como la lucha por la cosa. 

Suelo decir que una de las tareas de la filosofía es contribuir a sanar palabras. No como si tuviera la exclusiva, y ni siquiera como su única obligación, pero sí como una de las más exigentes. Es cierto que algunos han confundido este encargo con relatar la etimología de la palabra, sobre todo si sus ancestros fueran griegos, como si en Grecia no hubiera habido lucha por las palabras; como si Protágoras y Platón hubiesen estado de acuerdo en los sentidos de algunos nombres; como si  el haberlos heredado de las salvajes tribus que invadieron aquellas tierras les obligase como un juramento de fidelidad. La etimología puede darnos el historial clínico pero no la cura. Uno lee Homo sacer de Agamben, incluso con agrado, para terminar descubriendo que después de tanto recurso a los significados originarios, a la intocabilidad de los sacerdotes y todo eso que nos cuenta, sigue intacta la falta de diagnóstico y cura para los males de lo humano. Hay otras cosas que hacer además de leer el historial. 

Por el momento ando obsesionado con la infección del término "cultura". Me dedico en parte a la cosa por obligaciones del trabajo, pero no dejo de sentir su debilidad conceptual, su deriva sin rumbo y su creciente sumisión al imperio de la mercancía. Tras dos años de enseñar un curso denominado "Teorías de la cultura contemporánea" (la oficialidad del título es "teoría de la cultura", pero lo enseño en plural a falta de una teoría propia), me siento asfixiado por la palabra, en la necesidad de aclararme en la selva de sus sentidos, y sobre todo en la necesidad de restaurar su potencial significante para los días en los que vivimos. 

Es una palabra curiosa, muy reciente pero con una de las más explosivas polisemias de la historia. Kroeber y Kluckhohn (antropólogo y sociólogo respectivamente) relataron 164 significados en 1952, una lista que ha crecido sustancialmente desde entonces. Las palabras que tienen una historia similar comparten una igual función de justificación, de adjetivos de combate para sustantivos esenciales. Comenzó siendo "cultura" un término romántico de lucha contra la "civilización" francesa, asociada a la máscara de las maneras en la mesa. Representaba la expresión del cultivo de la persona y la comunidad, la organización profunda del crecimiento en la historia. Más tarde, sin abandonar del todo este componente heroico de la "Kultur", los antropólogos que seguían a los ejércitos imperiales comenzaron a usarla para entender la "diferencia" de los pueblos sometidos, a explicarle a los coroneles por qué estaban allí y cómo debían de tratar al nativo. El modernismo la convirtió en una palabra-lucha contra la cultura aburguesada, contra el mal gusto de la sociedad urbana industrial. Gramsci, Lukàcs, Benjamin, Adorno la usaron para explicar por qué en las sociedades avanzadas, donde teóricamente tendría que haber ocurrido la revolución, lo que estaba ocurriendo era el fascismo (definido por Benjamin como la estetización de la política). Los estudios postcoloniales, feministas, queer, étnicos, la emplearon para desvelar la opresión oculta en el lenguaje y en la práctica, la desposesión de la lengua y la falsa universalidad de los conceptos. 

Hay una historia de luchas en la palabra "cultura", pero ahora es sobre todo una palabra mercancía, un vocablo de distinción que te vende un aroma de clase. Cierto que aún quedan sacerdotes del culto de la Kultur, que guardan el fuego sagrado de las grandes obras de la humanidad, del poder simbólico de las escalas atonales y de la fuerza mística de los magenta y amarillos de Rotko, cierto que aún una aldea francesa resiste al imperio americano. Pero también es cierto que la cultura común está infectada gravemente de culturalismo. El capitalismo moderno ha sido denominado "capitalismo cultural" por muchas razones, entre ellas por el reconocimiento de que la cultura se ha convertido en la fuerza social más poderosa y en una de las fuentes esenciales de valor añadido. Este proceso no es ni malo ni bueno en sí mismo. Es, simplemente. Lo opuesto es el elitismo de la cultura de los entendidos (que cada vez entienden menos de lo que pasa, como el pobre Adorno odiando el jazz y el cine como inventos del capital). Pero ese fenómeno histórico está contribuyendo a diluir el potencial crítico que tuvo el término. Se ha convertido en un término cínico, al decir de Boltansky y Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo, en un término que absorbe las críticas, las deglute y metaboliza en mercancía.

No estoy tan seguro. No todavía. Queda por gritar "lo llaman cultura y no lo es" (o al menos "lo llaman cultura y es la suya"), queda por salvar el uso que aún permanece bajo el valor de cambio. 




domingo, 2 de marzo de 2014

El presente anclado





Las puertas que han de desmontarse para la fiesta trasladan a Clarissa Dalloway a los días de Bourton cuando tenía dieciocho años y al abrir las vidrieras el aire calmo de la mañana le traía también el sentimiento de que algo espantoso estaba a punto de ocurrir. El misterioso auto que ha ensimismado a toda una una calle con la explosión de un tubo de escape arroja a Septimus Warren Smith a un espacio persistente donde habita el fantasma de su amigo muerto en los morideros de la Primera Guerra. Cada cual se ancla en un punto del pasado. Mrs. Dalloway no sabe si lamentar haber rechazado a Peter Walsh, de quien se descubrió enamorada a causa de los celos que le causó su ulterior matrimonio. Septimus el héroe ha quedado varado en el infierno aunque los médicos niegan que nada le ocurra (la Gran Guerra había abierto el debate sobre lo que hoy llamaríamos síndrome/estrés postraumático). A Séptimus nadie quiere reconocerle su pasado. A Clarissa el pasado le devuelve una imagen oscura y no quiere reconocerse en ella.

La brisa oscura del horror une los dos pasados con el improbable vínculo que la sensibilidad de Virginia Woolf encuentra entre lo privado y lo público, entre el presentimiento de Clarissa y el pozo en el que el veterano Septimus habita. El error personal y el error histórico. Mrs. Dalloway es una sinfonía con dos temas,  la melancolía y el  trauma. La distancia entre estos dos pesos de lo ocurrido nos abre una horquilla de formas de resolver la confrontación entre la gravedad del pasado y la gracia del futuro. El pasado enreda el presente en cuerdas de resentimiento, el futuro sopla con vientos de imaginación que nacen de las fuerzas de la vida. Entre ambos, el presente se esfuerza como el /la adolescente en cuyo cuerpo no le cabe ya el tamaño de su mente. Ruda lección la que nos enseña la Woolf, a quien tantos temen con razón.

"Una casa en el cielo/ un jardín en el mar" canta Cesaria Evora, dibujando el poder luminoso del deseo cuando le liberamos de las constricciones de la realidad. Es en ese espacio improbable donde nos encontramos cuando, como buzos anclados al fondo, nuestro horizonte se desprende de las fronteras de lo real y nos dibuja un cuadro invertido de nuestros miedos. Creemos  o soñamos que los sueños han de salvarnos de las anclas del presente.

El misterio de la vida es que a veces lo consiguen.