sábado, 25 de abril de 2015

Ingenios para redistribuir lo sensible



Un conocido apotegma que muchos usamos es que el arte produce una redistribución de lo sensible. La acción estética (ya no podemos hablar de "obra" en los sentidos más tradicionales) es una intervención en el espacio público a través de múltiples sistemas materiales (que van desde el libro a la pantalla y desde el cuerpo a los artefactos más singulares) que produce transformaciones en el orden de las sensibilidades. 

En la era después del arte, es decir, cuando a la pregunta "pero ¿esto es arte?" el artista responde "¡esto es arte!" (o responde el comisario, el galerista, el concejal de cultura o quien corresponda), la acción estética debería redefinirse en tramos largos, en la forma de un proceso que incluya la producción (post-producción), distribución, consumo y resignificación. Que incluya el yo del productor y el tú del consumidor, el nosotros del espacio estético y el ellos de las relaciones de poder en el orden cultural. Es decir, que deberíamos incluir la acción estética en las formas de vida, como un acto más de las prácticas que nos constituyen. 

Ya se ha dicho muchas veces, desde Pierre Bourdieu a Nicolas Bourriaud, pero no tengo claro que estemos extrayendo las consecuencias que esta transformación de "el arte del arte" tiene, al menos en algunos órdenes de la producción estética que me parecen más que interesantes por más que sean aún minoritarios. Una de ellas es que tenemos que redefinir también las "reglas del arte", entre ellas, esa parte del poder cultural (o del capital cultural) que consiste en el ordenamiento de las "técnicas" que debe dominar el artista para la producción de un artefacto que tenga consecuencias estéticas. La intervención del Estado en este orden se inicia con los orígenes del estado, cuando se fundan las academias y toda suerte de instituciones de gestión colectiva del saber del artista. 

Las vanguardias, y toda la cadena de transformaciones que calificamos bajo el término de "modernismo", transformaron radicalmente las relaciones en la economía del poder sobre las técnicas del arte. Pero eso no significa que desapareciesen las relaciones de poder. A partir de la irrupción de los grandes coleccionistas de comienzos del siglo pasado, será el mercado y serán los grandes medios de comunicación, a través de sus aparatos de "crítica cultural", quienes vayan redefiniendo la normas de la técnica del arte. Museos, comisariados y demás sustitutos de las viejas academias, escuelas y facultades de arte, serán en adelante parte de un enorme sistema que muta de ser lo anteriormente llamado "arte" a lo que ya es "mercado del arte". 

Entiendo aquí por "mercado del arte" no solamente el sistema de intercambios económicos que hacen de la obra una mercancía, sino también y sobre todo el sistema social de reconocimientos que se asocia a la constitución del grupo social de los "artistas". En el mercado del arte operan fuerzas como la fama, pero también el prestigio. Ventas vs. reconocimiento por parte de la crítica y el público más o menos informado. Famoseo vs. culto. En todo este enorme circuito, el "arte" del(a) artista, entendido en el sentido originario griego de la tejné, de la habilidad y la técnica del(a) artista, estará sometido también a los procesos de génesis de valor que asociamos a los mercados. 
La idea de acción estética, sin embargo, en cuanto desborda el simple marco de la "obra" producida por la habilidad normalizada del artista, nos plantea nuevos e interesantes problemas que tienen que ver también con la transformación del orden de las sensibilidades. 



El ejemplo sobre el que querría llamar la atención es el arte que implica innovación técnica y epistémica para poder ser producido. Podríamos llamarlo impropiamente arte tecnológico. Cuando se habla de tal arte enseguida pensamos en fotografía, video, arte digital, etc. Aunque es cierto que todo este nuevo mundo, que es realmente el que alcanza con más profundidad a las conciencias contemporáneas, tiene una relación de constitución con la tecnología (electrónica, visual, digital, etc.), sin embargo los artistas son generalmente meros usuarios, no productores de innovación tecnológica. No, al arte que me refiero es al que se produce a través de un proceso de investigación cognitiva, empírica y experimental, que no es distinta de la científica o de la ingenieril. 
Poco a poco el arte producto de la investigación científico-técnica va sumando acciones que ya constituyen una notoria trayectoria histórica. Sin embargo, lo que parece cada vez más interesante es el estatuto de este trabajo de investigación para producir objetos que, como ocurre con otros artefactos de la técnica, no existirían si no fueran producto de un diseño creativo. Que hacen cosas, cosas raras en el caso de lxs artistas "tecnológicxs", cosas que, sin embargo exigen mucha investigación para existir.
Estas líneas son el comienzo de un trabajo conjunto con un artista que trabaja en este difícil territorio, Ricardo Iglesias. Ricardo ha logrado una interesantísima historia de innovaciones técnicas con intenciones estéticas. Le conocí cuando acababa de trabajar en un proyecto en el que hackeó una Roomba, el robot para limpiar suelos que ahora anda por todas las casas, pero que entonces era algo curioso porque incorporaba un chip de orígenes militares, y lo rediseñó para que interactuase con el espectador comportándose como un robot "autista" (el estereotipo del autista, es decir, lo que se piensa como personas con dificultades para la socialidad). Investigó en el autismo y en la robótica. 
Las fotografías que aparecen aquí son trabajos sobre sus proyectos actuales que están en la línea de hacer visible la videovigilancia a la que estamos sometidos como parte central de las relaciones de lo sensible. La spam tower que gira y gira, con brazos que acaban en teléfonos móviles, llena de spam a todos los móviles de los espectadores o usuarios que se acercan. Los robots vigilantes, como perros de guardia, rodean a los espectadores y viandantes.. Son muchos proyectos que no pueden llevarse a cabo sino como resultado de un largo proceso de investigación técnica, diseño e innovación que tiene una función fundamentalmente estética: intervenir en las sensibilidades.
Por un tiempo se resistirá este arte a la normalización: ni comisarios, ni señores del arte y la crítica saben mucho de electrónica, robótica, programación y hackeamienstos, así que tendrán que limitarse a la descripción fenomenológica de lo que ven (que no es más de lo que ven los usuarios de la tecnología, es decir, la superficie o interfaz de contacto). Pero también, quienes se dedican a estas cosas son incapaces de explicar, por ejemplo en el mercado académico, cuál es la razón por la que su trabajo debe ser reconocido. Traducir al anequés (para los lectores no españoles: es uno de los dialectos que habla el sistema académico español para comunicarse con la ANECA, la gran hermana que reconoce o no los méritos y dona o niega acreditaciones), traducir al anequés, digo, el valor del hackeo de una Roomba para que se comporte como un robot autista, según las últimas investigaciones experimentales en psicología es más bien difícil. Desesperantemente difícil. Y explicarle a un ingeniero qué es la funcionalidad estética del cacharro, pues también. 

Arte inútil. También inutilizable. 


(para quien quiera conocer más: Ricardo Iglesias

martes, 21 de abril de 2015

La historia que nos falta




A medida que he ido avanzando en mi curso de Teoría de la Cultura Contemporánea me he ido identificando con el Capitán Willard de Apocalypse Now, cuando se adentra en el corazón de las tinieblas, y las sombras, sonidos, rostros, máscaras y meandros de un río infinito le sumergen en un estado en que el pasado y futuro se funden en una niebla de realidad y sueños. Me parecía estar en la película del director tailandés Apichatpong Weerasethakul El Tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas, un relato borroso y oblicuo en donde la memoria del daño aparecen en forma de fantasmas que se mueven en el bosque como recuerdos que no logran transmitir sus significados.

En uno de los meandros me había detenido en quienes miraron a la cultura popular de frente, con cercanía y esa lucidez de quienes no llaman "masas" a quienes no son más que pueblo. Por ejemplo, Virxilio Vieitez el fotógrafo gallego, o Florencio Maíllo, con su intervención Retrata2/388 en Mogarraz (Salamanca). Gente que está dentro y fuera del pueblo para mirar a través del objetivo (me encanta el término "objetivo" como parte funcional) de la cámara o de la fuerza de su brazo de pintor. Pero tenía que avanzar, Ya sé que el término "cultura popular" suscita dermatitis y todo tipo de alergias culturetas, como si uno siguiera enganchado a Atahualpa Yupanki y a Violeta Parra, al chorizo y a la tortilla cultural. Hay otras formas, que gente Alfredo Jaar o Floren Maíllo representan, pero lo dejaremos para otras ocasiones. Tenía que avanzar y me pregunté qué había sido de la cultura urbana desde los años cincuenta del siglo pasado, cuando la ciudad se convirtió en la única fuente de creatividad, y en la tierra donde ya crecerían en adelante las raíces de las generaciones.

Empecé con las tribus urbanas, con la música como resistencia, con el rockabilly, mods y rockers, reggae, y tantas formas de expresión de los deseos de otra vida por parte de jóvenes perdidos en la selva suburbana. Llegué al movimiento punk como reflejo de la lucidez de una generación sin futuro. Llegué a la Cultura de la Transición. Años 75-83, cuando el mundo de la modernización realmente existente recorrió la península rompiendo los últimos lazos que quedaban de las sociedades tradicionales, fracturando las familias, los sindicatos, los municipios, los mismos estratos de la subjetividad de quienes habían ido a la escuela de la mano de sus padres y volvían del brazo del coleguilla.

Nadie ha contado la historia de las cunetas de la transición. Nadie ha hablado aún de la generación de las esquinas con los brazos pinchados, la mente dolida, los futuros quebrantados. La transición se construyó sobre sendas alfombradas de jeringuillas. sobre las losas de una generación de abandonados por la historia. No fueron los desperdicios, fueron los mejores quienes ensolaron los caminos por los que el progreso y el consenso desfiló por geopolítica moderna.  Como si no hubiera habido víctimas porque no hubo guerra. Como si la única violencia hubiera sido a la del terrorismo. Como si lo que se llamó desencanto y otros llamaron derrota no hubiese significado el resquebrajamiento de tantas vidas.

Están por leer, están por oír, están por relatar. Vidas de jóvenes de entonces. Vidas de duros militantes que habían sobrevivido a cárceles y torturas pero no sobrevivieron a los funcionarios del progreso. Vidas de quienes aún creyeron en lo posible.

domingo, 12 de abril de 2015

Edad y condición.


No es difícil envejecer. Lo difícil es hacerlo sin autoengañarse, sin perder la esperanza y sin llenarse de cinismo. Es difícil aceptar que el papel personal en la historia se va desvaneciendo junto con las fuerzas. Las tentaciones del autoengaño son casi irresistibles. Uno tiende a agarrarse a la propia experiencia como si fuese una garantía de lucidez y autoridad y a usarla como si fuese un refugio seguro contra la decadencia. Me gustaría poder pensar una crítica de la experiencia histórica, pero sé que no tengo ya capacidad ni fuerzas para ello. Pero sí interés personal en esbozar algunos brochazos sobre mi propia experiencia de la experiencia.

Cuando se han vivido varias décadas y si, como es mi caso, han sido décadas de cambios y novedades, la experiencia personal tiende por autodefensa epistémica a crear relatos que tratan de explicar lo permanente, la identidad propia, la generacional a través de las erráticas sendas de la historia. El pasado imaginario se hace presente continuo como fuente hermenéutica de interpretación de lo nuevo. Como si estuvieran escritas en nuestros genes las palabras del prólogo al Eclesiastés:

Una generación va, otra generación viene; pero la tierra siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; vira que te gira sigue el viento y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena: al lugar donde los ríos van allá vuelven a fluir. "Todas las cosas dan fastidio. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver, ni el oído de oir. Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará: nada hay nuevo bajo el sol. Si algo hay de que se diga: "mira, eso sí que es nuevo", aún eso ya era en los siglos que nos precedieron. No hay recuerdo de los antiguos como tampoco de los venideros quedará memoria en los que después vendrán.
Siempre había pensado que el determinismo de estas frases, el repudio de la novedad, tenía que ver con las incertidumbres del futuro y con el miedo a lo que pudiera depararnos la historia. Ahora, quizá más cínico, tiendo a pensarlo como una autodefensa del pasado propio, como un recurso de la identidad que tiende a justificar su propia presencia y a decirle al resto: "ya sé lo que pasa porque ya lo he vivido, lo que pensáis que es una novedad no es tal cosa, es lo de siempre".

Porque si no fuera lo de siempre, si las cosas fuesen realmente distintas, significaría que la experiencia personal ya no es una guía para el futuro, y la misma justificación de existir más allá de los tiempos en los que las fuerzas propias sostienen la autoridad personal quedaría sin base. Haber sobrevivido sería algo sin sentido, como si uno quedase ya en la cuneta para recibir la condescendencia de los otros, su cariño en el mejor de los casos, pero nunca su atención.

El miedo a estar fuera de la historia es el más oscuro de los miedos que asaltan la experiencia del tiempo vivido. No importarían las catástrofes peores, incluso, si uno estuviese seguro de que habría de ser consultado por las nuevas generaciones para entender lo que ocurre. Todorov, en su maravilloso estudio sobre la conquista de América por los españoles, relata cómo Moctezuma consulta a los mayores del imperio intentando dar sentido a lo que estaba pasando y cómo éstos le responden afirmando que todo estaba escrito y el destino sellado. Moctezuma no estaba seguro de este juicio, pero su respeto a los mayores le hizo perder un tiempo valioso que Cortés aprovechó.

Pienso muchas veces en los viejos aztecas como ejemplo de las falsas lecciones que parece dar la experiencia de la vida a las generaciones que ya han visto muchas cosas en la historia. Como si lo que ha calado exigiera un derecho inalienable a dirigir el futuro y en ese derecho se depositase la propia justificación de la existencia.

No oculto que me produce melancolía la irritación que observo en mi generación ante los cambios que ocurren en mi entorno. Es una generación que se siente protagonista de nuestra historia inmediata y es incapaz de entender que esta historia esté llena de claroscuros, algunos de los cuales señalan incompasivos las miserias colectivas, las cegueras, corruptelas y complacencias que han dejado tantas secuelas de desigualdad.

No creo mucho en las generaciones al estilo orteguiano, como espíritus colectivos, pero sí como depósitos de experiencias comunes y de actitudes compartidas en un mundo donde las actitudes son uniformizadas por los intelectuales colectivos que son los aparatos ideológicos del estado y los medios de comunicación. Y mi generación, la del régimen del 78, ha sido una de las más uniformizadas de la historia. Ha nacido y se ha desarrollado en la creencia de que la historia había acabado con el fin de la Guerra Fría, que lo que quedaba del futuro era simplemente afinar los detalles y arreglar los pequeños desarreglos.

Sé bien por experiencia física lo que es perder oído y no entender con claridad las conversaciones. Pero también lo sé como experiencia subjetiva generacional. Veo a mi alrededor las caras de sorpresa y a veces angustia: "pero ¿qué quieren?", "¿qué están diciendo?" y las reacciones airadas de "bueno, es lo de siempre, míralos, ya hemos visto esa película".

Me importan menos los detalles, si tienen o no razón, lo que de hecho esté ocurriendo o vaya a ocurrir, que la mala fe que denota la incapacidad de asumir el tiempo que nos resta. Ishiguro captó esta misma experiencia en su maravillosa novela Lo que queda del día, una profundísima narrativa sobre la ceguera o sordera a la historia y sobre el deseo de subordinación y las reacciones de autoritarismo. Siempre he visto a Mr. Stevens, el mayordomo de Darlington Hall como una figura representativa de mi generación. Una generación que nunca entendió a las pasadas y no es capaz de entender a las nuevas.

Hay algo que está podrido en la experiencia de la experiencia.









jueves, 2 de abril de 2015

Oráculos no buscados



Tengo la sospecha de que el origen de las religiones está en la experiencia de los sueños. No de cualquier sueño, claro. Están los sueños previsibles, que nacen del cansancio de la vida diaria, del trabajo, que bien pueden ser lo que los neurocientíficos describen como un reseteo de la mente, desbordada de información y emociones por las tensiones del día. Pero están también los sueños extraordinarios. Me refiero a sueños que ocurren en momentos especiales. Quizá cuando el reposo es profundo, en la fase REM de ciertas noches. Son sueños en los que te visitan aquellas personas que han determinado tu identidad. Quizá tus seres queridos ya muertos. Quizá vivos y lejanos. Quizá vivos y cercanos pero ausentes. Quizá los de al lado bajo formas augurales.

Freud consideraba que en los sueños se destapa un poco la represión y los deseos surgen a borbotones, desplazándose y mezclando, produciendo esas narrativas que tanto nos intrigan en los breves momentos en que nuestra memoria de entreluces los confunde con la realidad. En los sueños ordinarios se desplazan las superficies de la identidad. En los extraordinarios, los estratos profundos que señalan las bifurcaciones de nuestras sendas constitutivas. No es casual que en ellos ocurran, para quienes los tenemos, nuestros familiares o amigos muertos. De ahí mi sospecha sobre el origen de las religiones. Juan Luis Arsuaga sostiene que la evidencia de la muerte es característica de los seres humanos, pero tal vez lo sea la remembranza de la muerte, de los muertos. Aparecen como vivos. Nos encontramos frente a ellos con nuestra identidad actual, aunque deberíamos tener otra edad o condición. Nos comportamos con ellos con la misma familiaridad que siempre tuvimos, aunque sabemos que nuestra edad no permite esas relaciones.

De ahí el carácter oracular de ciertos sueños. En muchas culturas son sucesos normativos que el sujeto entiende como evidencias de un mensaje profundo que debe ser interpretado. Confieso estar de acuerdo con las mentes primitivas. Ciertos sueños son algo más que sueños. Son síntomas o avisos. ¿De quién? Claro, no de ellos y ellas sino de uno mismo. De los estratos más ocultos del yo (iba a decir, del "yo auténtico", pero me he corregido a tiempo. No hay tal cosa) que se corporeizan en las formas más cargadas afectivamente de nuestra memoria.

Pido perdón si todo esto suena a rollo new wave o irracionalista. Todo lo contrario. Me parece que los sueños extraordinarios traen mensajes que nos devuelven al sentido común. Como si los yoes de abajo se rebelasen contra las máscaras que nos han ido maquillando en los últimos tiempos y nos recordasen qué es lo que vale todavía.

La reivindicación del sentido común tiene una fase onírica y una fase consciente. Durante mucho tiempo fue una de mis expresiones auto-prohibidas. Había empezado a usarla con Descartes, tan avisado sobre los usos del sentido común. Pero muchas ocurrencias en las conversaciones cotidianas me distanciaron. Recuerdo que mi profesor de Ética, que nos recordaba múltiples veces que había tenido carnet de la CNT pero supimos más tarde que después fue uno de los censores culturales del franquismo, y entonces representaba el aggiornamiento, sostenía, también, con asiduidad, "quien a los veinte años no es de izquierdas es que no tiene corazón, quien a los cuarenta años lo sigue siendo lo que no tiene es cabeza". Me rebelaba entonces y lo hago ahora, cuando dejé atrás hace tanto los cuarenta. Sospechaba de que la expresión "sentido común" era una expresión de batalla, contra quienes se situaban en el altervitalismo. Más tarde, allá por los años duros de la violencia en la transición, conversaba con un conocido muy introducido en los entresijos del abertzalismo,  incluso de la parte más siniestra. Le pregunté sobre cuáles eran las ideas políticas de ETA y de cómo era capaz, con los medios que uno sospechaba, resistir al estado y a sus múltiples medios. Me respondió a las dos preguntas: "no saben mucho de política, pero tienen mucho sentido común". Me reafirmé en otro sentido en la sospecha contra la expresión.

He tardado años en reconciliarme con ella. Me había costado la sospecha sobre la expresión "lo cotidiano" y tuve que leer a Stanley Cavell para recuperarla. Y a Gramsci, para entender la cantidad de estratos que constituyen nuestra vida cotidiana y el complejo de fuerzas que ocurren en nuestras expresiones. Ahora sé que los dos tenían razón. Que lo común es común, lo que ocurre es que es tenso y dramático. Que en lo que consiste nuestra vida cotidiana es en la confusa interrelación de lo que aparentemente son intuiciones pero realmente son construcciones ideológicas.

Cuando las voces y formas más cercanas se aparecen en los sueños lo hacen como oráculos del sentido común. Nos señalan lo que son los centros de la vida, las sendas en el bosque de la existencia. Nos dicen que lo superficial puede ser demasiado contingente y que recordemos siempre la voz de lo común.

Hace poco un compañero nos dio una aclaración a una pregunta no formulada. Discutíamos sobre qué hacer o decir. Su consejo fue: "cuando no lo tengas claro, pregúntate qué diría tu abuela". Era, es, perfecto. Quizá su juventud le hizo referirse a otras abuelas que las que yo podría tener en la cabeza, pero aún así, me parece que coincidió con ese mensaje que a veces nos traen los oráculos no buscados y que nos buscan en el sueño.