lunes, 17 de agosto de 2015

La angustia del canon



Varias coincidencias de este verano me han hecho volver a las cavilaciones que desde hace tiempo me han llevado a creer que sería posible alguna suerte de debate colectivo sobre el estatus de la filosofía en las humanidades, y de las humanidades en nuestra sociedad, en el espacio que considero más mío, el de Latinoamérica  (uno ya está globalizado, claro, pero siempre tiene sus preferencias). Acaban de publicarse online las actas del primer congreso de la Red Española de Filosofía (sintomáticas y en espera de algún análisis sociológico); tenía pendiente la lectura del libro de José Luis Moreno Pestaña, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil, un ejercicio de análisis sociológico de la filosofía bajo la dictadura usando los esquemas de análisis de Bourdieu; en la Escuela de Verano de Podemos he estado debatiendo con gente inteligente la condición de investigador en la universidad de ahora; he leído el artículo del que un periódico digital español se hacía eco acerca de la decadencia de la atención en la ciencia, debido al incremento exponencial de publicaciones; en fin, se me han ido acumulando nuevas cargas a mi viejo daimon de estar perplejo sobre el tiempo y el lugar de la escritura y la lectura en filosofía.

Sé que es utópico creer que es posible un debate racional sobre el lugar y tiempo de la filosofía. Como estoy dedicando el verano a escribir sobre racionalidad, no me importa decir que, en realidad, no creo mucho en la posibilidad de los debates racionales. La racionalidad está al final, cuando examinamos la narrativa, no cuando estamos en la controversia, donde es difícil distinguir la parte de polémica (tratar de vencer) de la discusión (tratar de convencer). Al final, el guirigay desemboca en trayectorias de interacción que acaban en un equilibrio aceptable, como cuando el paciente que acude a la consulta psiquiátrica termina en un modus vivendi sin destrozos pese a que el historial de sesiones haya sido traumático.

José Luis Moreno Pestaña indica tres polos de tensión que definen lo que los seguidores de Bourdieu consideran la determinación del campo intelectual: el reconocimiento intelectual (que en nuestros países está definido por las idiosincrasias burocráticas), el reconocimiento de los pares y el reconocimiento, digamos, con mayúscula, de la Historia. Una de los tres ejes ha de helarte el corazón. Quienes elaboran su estrategia y relatos de vida sobre la primera, tienden a ser tácticos sobre cómo situarse en el mapa de influencias y probabilidades de reconocimiento y expectativas de trabajo que dependen de su propia evaluación de cómo están las cosas en cada momento. Quienes optan por el reconocimiento de los pares se arriesgan a competir con quienes les juzgarán con la lupa de quienes comparten las mismas jerigonzas y mañas. Quienes, inspirados por el viento cósmico, eligen ser juzgados por el tiempo futuro, despreciarán el sistema presente y dejarán al albur del tiempo el reconocimiento deseado, a sabiendas (sospechando) que la mirada del ahora es pura miopía. No sé si estas tres estrategias, que la escuela de Bourdieu considera que son intenciones de formación de lo que metafóricamente llaman "capital cultural", definen exhaustivamente la tipología de quienes se/nos dedican/mos al arte de sobrevivir socialmente en y de la filosofía (y cosas parecidas), pero me parece bastante lúcido como instrumento de análisis.

Dejo fuera a quienes creen en el poder del mercado como alternativa al espacio o campo intelectual. Paulo Colheo contra James Joyce, es decir, quienes acuden a sus ventas como criterio de valor de sus escritos. No hay manera simple de responder a quienes esgrimen tales insignias, más allá de responder con la vieja frase de "fama es el reconocimiento de muchos, prestigio es el reconocimiento de los que importan". Pero esta controversia nos lleva a una cuestión en la que no quiero entrar, acerca del elitismo. Una de las paradojas y justicias poéticas de la historia es que quien más defendió el elitismo intelectual, Ortega, de hecho deba su lugar en la historia a su lugar en el mercado mediático. Él se midió con Heidegger, y quizá lo hizo con buenas razones de mercado e influencia mediática, pero al final, hubo una distancia entre cómo configuraron ambos sus historias intelectuales o sus estrategias de capital cultural.

Desde el comienzo, la tensión entre las tres estrategias atiranta la psicología de quien quien desea dedicarse a la filosofía (o a otra cosa, me centro en lo que me importa). Cada una tiene sus propias exigencias, precios y galardones. En las políticas públicas, en los sistemas de evaluación, en los sistemas, en general, de reconocimiento, es difícil y frágil determinar qué trayectoria es la única y la verdadera. La primera tiene en contra el aparente cinismo del aggiornamento, que parecería una rebaja en las ambiciones. Pero en el realismo de las propias posibilidades hay una sabiduría implícita que debe tenerse en cuenta. En la segunda, el riesgo de los tiburones de los pares, hay audacia y autoestima, y capacidad para responder a la demanda de la mejor escritura del momento, pero hay también el albur de la escolástica y la acomodación a las veleidades de la academia. En la tercera hay una superior ambición, pero también una posible, más que posible, probable, hipervaloración del yo y de sus posibilidades ( los experimentos nos dicen que el 90% de los creadores se creen en el 10% de quienes están en el extremo superior, pongamos ahora juzgados por la historia).Me gustaría ser cínico, pero no puedo serlo. Cuando me preguntan, como el joven poeta a Rilke, "¿sirvo yo para esto?", respondo, "ésa es la pregunta que llevo haciéndome desde que empecé". Y ninguna de las estrategias sirve para tranquilizarme.




2 comentarios:

  1. Tengo ese libro de Rilke desde niña, tiene una portada bonita y, en la contraportada, además de la reflexión que aúna soledad y creación, está puesto el ticket con el precio…me lo dio un ser humano especial que no tuvo fama ni prestigio y murió en unas condiciones que me sublevan (algunas situaciones reprobables relegan a otras a la categoría de nimiedades); esas condiciones no son ajenas a la historia ni al desempeño de los roles de la sociedad en la que vivo. Yo no tengo ni idea de cánones ni méritos y además no me interesa, no es que me de igual una cosa que otra, para nada, pero confío en mi criterio, igual que me gusta la gente con criterio propio aunque no coincida con el mío; quizá por eso no comparto ese análisis respecto al tercer eje, la hipervaloración del yo, y me choca un poco respecto a otras entradas tuyas. Para mí es urgente apelar a los sujetos, al profesor en su aula, al político en su escaño, al escritor en su mesa de noche…y sí, creo que cambiar el rumbo de los acontecimientos precisa de mucha ambición pero también de muy poca vanidad.

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  2. Cuando era estudiante de Filosofía escribí (ahora ya no estaría de acuerdo con algunas cosas, seguramente muy marcadas por las circunstancias) como todo existencialismo se desenvuelve en la dialéctica del comprometerse y el descomprometerse, entre la acción y la quietud y como ambos aspectos se estimulan el uno al otro; planteaba que un sujeto fuerte, en el sentido cartesiano de certezas subjetivas, conducía a la inmovilidad del sujeto y a la actividad puramente técnica, en el sentido de objetiva y uniformada, sin sujeto, porque, tanto esa inmovilidad como esa actividad producen seguridad; entonces planteaba que la acción es fruto de la inseguridad, de la pasión viviente, es decir, de un sujeto incierto pero que no renuncia a la subjetividad.
    Claro, ahora me pregunto si todo eso era parte de esa tendencia posmoderna del sujeto frágil y todo ese rollo que estaba en el ambiente, pero yo lo que quería decir es que ese sujeto es inseguro respecto a lo que debe ser o no, pero que, al mismo tiempo, siente que lo que pasa, y lo que hace o no hace, afecta, corremos siempre un riesgo; por eso, esa “¿fragilidad?” no debería llevar nunca a la indiferencia.
    Marisa

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