sábado, 27 de agosto de 2016

Dialéctica de la competencia





Noventa millones doscientas mil entradas, en cero coma cuarenta segundos, me informa el buscador de Google cuando introduzco el término "competencia", en español. El término se ha convertido en una de las palabras que impregnan los intersticios de nuestra cultura contemporánea y definen la época. La era de la competencia, quizás denominen los historiadores del futuro al tiempo en el que el juego competitivo definió la forma normativa que ordenó las sociedades del capitalismo avanzado. La sombra del término es alargada: define los rasgos de un individuo y las normas de acción de las instituciones y formas sociales en las que discurre su vida. 

El Corominas-Pascual remonta su uso al tardío siglo XVI, como deriva del latín "competere" que aúna el contender con aspirar a una misma cosa, y la aptitud con la incumbencia en relación con un asunto. La dualidad del rivalizar y de la autoridad respecto a algo debido a ciertas propiedades define la tensión interna de este concepto que señala hacia dos direcciones dispares: la lid y la autoridad. El Barón Pierre de Coubertin, pedagogo e impulsor de los primeros juegos olímpicos elevó el juego reglado a norma moral de vida contemporánea: "lo importante no es haber triunfado sino haberse batido bien". Es asombros cómo  una frase puede expresar tanto respecto al espíritu de una época: el juego, la violencia, las regulaciones, la movilización de los deseos,...

A finales del siglo XIX, cuando Coubertin consigue sus primeras olimpiadas, la obsesión por los juegos ha impregnado la cultura mundial. Fue un tiempo que descubrió a la vez el poder de las probabilidades y la fuerza de la norma y la regulación. El capitalismo del comercio, la industria y el negocio se transformó en el capitalismo del juego de la bolsa. La física determinista en la física de la indeterminación; la biología evolucionista en estadística de poblaciones. El héroe y el genio, dos formas de lo excelso en la cultura romántica, dan paso al gentleman y al sportman, personajes que luchan bajo reglas. 

La Primera Guerra Mundial, considerada por Eric Hobsbawm como el comienzo real del siglo XX, fue la gran escenificación del nuevo modelo de sujeto. Los coroneles de los ejércitos contendientes se ven a sí mismos como sportmen, oficiales y caballeros que compiten en el noble juego de la guerra, aunque para ello se hayan tenido que convertir en carniceros que envían a miles de soldados a una muerte industrial de explosiones y gas. Les compete competir siguiendo reglas de elegancia mientras el suelo del mundo se convierte en un lodazal de muerte. 

Paralelamente, la forma particular de autoridad asume la forma de "autoridad competente".  El sujeto del honor se convierte en sujeto de competencias. El viejo capitalismo cada vez necesita menos "proletarios" (quienes lo único que poseen es su prole) y exige "operarios", técnicos dotados de competencias que les hacen ocupar un lugar en el mundo. La educación se orienta a formar competencias. La profesora que presenta el programa de un curso deberá especificar con cuidado qué competencias habrán de adquirir los alumnos bajo su tutela. Y ella misma es un ser a quien las instituciones competentes han acreditado como poseedor de las competencias que le darán la autoridad necesaria para, a su vez, certificar las competencias de sus alumnos.

No está claro cuándo el medallero se convirtió en la norma de las políticas públicas y privadas, en modelo de la gobernanza del estado y del mercado. Leni Riefenstahl, en Olympia, elevó a estética las Olimpiadas de 1936 en las que Hitler se mostró al mundo con el nuevo poder que habría de convertir en Holocausto. Stalin convirtió su patria en un juego de planes quinquenales para competir en toneladas de acero y cereales con los Estados Unidos. En el siglo XXI, la norma de la competencia inundó ya todos los proyectos sociales y personales de vida.

Está aún mucho menos claro cuándo la competitividad se transformó en la norma de la educación de la humanidad. Los modelos tradicionales premodernos, incluso los modernos y románticos siguen un patrón distinto: no es la competitividad sino la emulación el modelo básico de educación. Se presenta al educando un modelo al que imitar de modo que el ejemplo le enseña el camino a seguir y éste adquiere competencias a través de la imitación de los mejores. Tras la mímesis, el desierto de la competencia como competitividad. El nuevo estudiante ya no intentará reflejarse en el espejo de los príncipes de su competencia, sino en la carrera de sus iguales. Me asusta mucho leer los currículos de los aspirantes a becas en donde se indica cada vez más habitualmente el lugar que ocupaba al final de la carrera en los rankings de su promoción: "fuí el segundo de una promoción de cuarenta y cinco". Más tarde, el académico hablará de sí a través de los deciles y cuartiles que indican el valor competitivo de sus papers. Competencias a través de la competencia. 

Habrá de llegar un tiempo de un nuevo proyecto de educación estética de la humanidad en donde lo común y la ayuda mutua sustituyan a la violencia del juego competitivo como fábrica de la identidad. Un tiempo anticipado donde el juego sea lúdico y no competitivo; play y no game; un tiempo de motivaciones, no de incentivos; un tiempo de compasión que César Vallejo pensó como un tiempo de resurrección: 

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar..



domingo, 21 de agosto de 2016

La distribución de la ignorancia




Es ilimitado el número de formas en el que podemos representar una sociedad. Uno de los géneros más informativos es levantar mapas de distribución de algo. Así, se puede visualizar la distribución de la riqueza, de automóviles de marcas de lujo o de consumo de calorías. Algunos mapas son más difíciles de obtener que otros dependiendo de la accesibilidad a las categorías de la población, del objeto o bien distribuido y de la capacidad que tengamos para asignar la posesión o no del bien. Las instituciones gubernamentales o supragubernamentales y las grandes organizaciones mundiales son los grandes proveedores de las estadísticas que permiten crear las distribuciones: la ONU, el Banco Mundial, la OCDE, la Comunidad Europea, … o, en el caso del España, el Instituto Nacional de Estadística, por citar ejemplos conocidos.

Nuestro conocimiento de las sociedades depende del acceso a estas estadísticas. Mediante ellas adquirimos información sobre lo que de una forma ambigua podríamos llamar la distribución de poder en una sociedad. La posesión de estadísticas es ella misma una fuente de poder y un signo del conocimiento que tenemos de esas sociedades. Por eso es muy interesante conocer las dificultades que presenta la información sobre la distribución de algunas cosas que no son directamente accesibles. Cuando ese conocimiento no es directo se utilizan los indicadores que son señales más o menos fiables de algo que no es directamente observable. Por ejemplo, la calidad de algo, de un servicio pongamos por caso, no es cognoscible directamente si no es a través de indicios o indicadores de calidad.

La construcción de indicadores fiables es uno de los objetivos más importantes de las ciencias sociales y también de las cuestiones más controvertibles y controvertidas, como sabemos bien quienes trabajamos en instituciones sometidas a controles de calidad o nosotros mismos estamos sometidos sistemáticamente a exámenes de la calidad de nuestro rendimiento.  Dejaré para otra entrada algunas reflexiones que me suscitan estas controversias, pero sí hay un tema relacionado con las dificultades de acceso a la información que me parece que tiene un hondo calado moral y político tanto como epistémico. Me refiero a algunas cualidades o bienes cuya posesión depende en cierta medida de la asignación que hacen otros o que hace uno mismo sobre dicha posesión. Los casos sobre los que quiero llamar la atención son el conocimiento y la ignorancia.

Si quisiéramos levantar un mapa de la distribución de conocimiento en una sociedad respecto a un cierto campo tendríamos que usar indicadores como por ejemplo la distribución de titulaciones en esa sociedad. Éstas son documentos públicos que emiten agencias acreditadas para ello sobre las habilidades cognitivas de las personas. Las instituciones educativas son una de estas agencias, que además están encargadas de la distribución del conocimiento y la enseñanza de las materias que la sociedad considera relevantes transmitir inter-generacionalmente. Otras instituciones acreditan la posesión de conocimientos a través del examen directo (la agencia nacional de Tráfico, por ejemplo, que examina de las habilidades de conducción). En fin, lo que importa es reparar en que las sociedades modernas disponen de dispositivos para asignar competencias de conocimiento en aquellos ámbitos que son de interés social. No me importa tampoco ahora cuán fiables sean estas certificaciones de conocimiento, lo que me interesa es que los estados disponen estos instrumentos.

Pero toda asignación de conocimiento implica también una declaración de ignorancia. El estado puede decir de una persona que es una experta en mecánica cuántica, pero quizá no sepa cuánto conocimiento tiene esa persona de la poesía latina. Levantar un mapa de la distribución del conocimiento nos proporciona indirectamente un mapa de los intereses del estado. También de otras instituciones, tales como las grandes empresas Google, Amazon o Spotify, que tienen medios para conocer nuestros intereses y deseos a través de las páginas que visitamos, las mercancías que compramos o la música que escuchamos.

Si el mapa de conocimientos nos informa de los intereses de los estados y grandes empresas también nos informa de sus desintereses y, de paso, de los desintereses de la sociedad. Toda asignación de conocimientos implica también una declaración de ignorancias o desintereses por saber. Las experiencias y memorias de los grupos suelen ser uno de los territorios en los que la ignorancia y el desinterés social. A las fuerzas de seguridad pueden interesarle conocer el número de violaciones por año, pero quizá no les interese conocer la experiencia de miedo de una mujer al entrar por la noche en su portal; a las instituciones financieras puede interesarles la tasa de impagos de préstamos, pero quizá no les interese conocer la experiencia de quienes son desahuciados de su vivienda.

Una sociedad no es una colección de individuos, como sostenía Margaret Thatcher, sino un sistema de posiciones en relaciones de poder. Hasta ahora los sociólogos no se han preocupado por las posiciones epistémicas. Les ha interesado el capital cultural, pero no les han interesado las ignorancias de la sociedad acerca de los conocimientos que parecen inútiles política, económica o socialmente. Pero esos conocimientos inútiles son los que configuran la identidad de los grupos subyugados, oprimidos, excluidos. La distribución de las ignorancias es, sin embargo, uno de los mejores indicadores de la distribución de la justicia en una sociedad. 

domingo, 14 de agosto de 2016

La Filosofía y los asesinatos de la calle Morgue




La inoportuna pretensión del rector de la Universidad Complutense de intentar construir una nueva facultad que absorbiese y disolviese a la facultad de filosofía (digo inoportuna por las fechas en las que fue comunicada y por no haber sido precedida de un debate y consulta a los distintos sectores) ha suscitado numerosas respuestas de rechazo en la prensa. Se comenzó protestando por el cierre de la facultad de filosofía, pero más interesante que ese debate, mayoritariamente conducido por filósofos de prestigio, ha sido la deriva más reciente que ha ido tomando. Por aquí y allá han ido saliendo artículos de prensa en los que, sin citar nombres ni corrientes, escuelas o tendencias, se ha ido dejando caer que la decadencia de la filosofía ha comenzado desde dentro.  El estilo general de estos artículos es casi siempre el mismo: se comienza por una queja por el estado de la filosofía y se termina con una acusación soterrada a ciertos sectores de la filosofía como causantes de la muerte.

Es curioso, sin embargo, que las referencias a la filosofía desde miradas externas a ella no han tenido generalmente esta visión pesimista. Por el contrario, la opinión generalizada es positiva e incluso de admiración directa por la importancia del pensamiento filosófico en el conjunto de la cultura. En las intervenciones que ha habido, la amenaza a la filosofía se inserta en el marco de la evolución contemporánea de la universidad, convertida cada vez más en una institución proveedora de “servicios educativos superiores” al albur de las demandas del mercado de los consumidores (estudiantes). No hay, pues, en esta perspectiva falta ni delito por parte de los miembros de la disciplina. Es, por el contrario, desde dentro donde se genera el “caso” de la filosofía asesinada.

Como sabemos, desde sus inicios, la filosofía ha sido una actividad plural dividida en escuelas, tradiciones, jergas y prácticas muy distintas. Esta pluralidad ha generado a veces controversias, aunque la regla más habitual ha sido que cada tradición ignore a la otra. Solo algunos genios creativos como es el caso de Kant han mediado entre tradiciones y lenguas (racionalismo y empirismo o revolución y reforma en su caso). Sin embargo, la situación contemporánea de presión externa parece haber llevado a una nueva actitud. De la ignorancia y el ninguneo se pasa a la conversión del otro en Otro, en gran culpable de las miserias que amenazan a todos. Es sintomático de cómo la filosofía se adapta a los tiempos internalizando la acusación de inutilidad que parece ser la coartada ideológica para su marginalización.

He aquí una lista de las acusaciones sugeridas en términos más explícitos que los que han aparecido en la prensa, donde el deseo de guardar la ropa evita nombrar claramente al acusado. Cada entrada comenzaré con el término genérico “la filosofía”, pero debe leerse como representativa sólo del sector de presuntos delincuentes tal como lo ven los testigos “neutrales”:
  •  La filosofía se ha convertido en una nueva escolástica que persigue el último artículo en inglés de la revista prestigiosa extranjera, como si “aquí” y en castellano no se escribiesen cosas más interesantes a las que atender.
  • La filosofía está enferma del mal francés del lenguaje metafórico, aforístico, siempre oscuro e ilegible, ayuna de argumentos y desbordante de aseveraciones sin justificar.
  •  La filosofía ha renunciado a la profundidad filosófica y ha devenido en un batiburrillo de estudios culturales, feminismos, sociologismos baratos y posmodernismos que han acabado con la gran tradición.
  • La filosofía no se ocupa de los problemas que preocupan a la gente, ni interviene en las grandes controversias sociales y se ha refugiado en un academicismo inútil.
  • La filosofía se ha dejado obnubilar por la ciencia y la tecnología y ha dejado de ser una instancia crítica para pretender ser una ciencia más.
  • La filosofía ha dejado de centrarse en el trabajo académico serio y a los problemas profundos y se ha convertido en un género más de la divulgación mediática y de la tertulia barata.
  • La filosofía ha olvidado que trata de problemas filosóficos y se ha disuelto en historia de la filosofía. Los filósofos se han convertido en forenses que estudian cadáveres del pasado y no cuestiones de la epistemología, la metafísica o la ética.
  • La filosofía se ha dedicado a comentar a epígonos y autores de segunda olvidando que todo filósofo debe comenzar a mostrar su valía enfrentándose a alguno de los grandes.
  • na gran mayoría de filósofos se ha convertido en meros repetidores y preparadores de clase, dejando la investigación y dedicándose a hacer pasillos o tareas burocráticas.


Podría continuar la lista de testimonios informados, pero no tengo ni espacio ni humor para hacerlo. Se puede comprobar en una rápida lectura que las acusaciones son inconsistentes entre sí y que apuntan hacia todo tipo de causas y culpables. No es casual. La psicología cognitiva ha estudiado mucho el sesgo de sobrevaloración, que lleva a que los sujetos juzguen que sus capacidades están en un plano superior a las de los otros (en un conocido experimento, el noventa por ciento de los miembros de una universidad consideraban que cada uno de ellos estaba entre el diez por ciento de los más competentes de la institución). Esto es natural hasta un punto, puesto que parece ir en el paquete de un arte en el que es necesario el reconocimiento de los otros. Lo interesante no es tanto el considerar que la propia tradición es superior a las otras (como hace la teología, que se dedica a estudiar la superioridad de la religión propia sobre las alternativas), sino el juicio de que tales o cuales de las otras tradiciones es la culpable de una amenaza global al campo intelectual de la filosofía.

He recordado al leer este género elegíaco y esta catarata de acusaciones el conocido cuento de Edgar Allan Poe, “Los crímenes de la calle Morgue”. Como recordarán, el inspector investiga unas muertes en un edificio y toma testimonio a los habitantes. Varios declaran haber oído gritos y voces, aunque no pueden decir cuáles eran las palabras porque estaban en otro idioma. Dupin aclara el misterio al reparar en que cada testigo había afirmado que el asesino hablaba en el idioma que desconocía: el francés, que hablaba en español, el holandés que había sido un francés, el inglés, que había escuchado alemán; el español, claro, que era decididamente un inglés, aunque no comprende nada de inglés. D ahí deduce que el asesino había sido un animal: un orangután salvaje.

Es curioso cómo se ha mezclado el desprecio y la ignorancia de las tradiciones que no son la propia con el miedo al futuro produciendo estos testimonios acusadores. Por mi parte me acuso de haber caído en todos o casi todos los errores que presuntamente han causado la muerte de la filosofía. Me reconozco muy contradictorio y variado en mis gustos, así que ya me sé condenado al infierno de los culpables, por lo que no voy a hacer de chivato y contribuir con mi testimonio a acusar quizá injustamente a alguna forma especial de práctica filosófica, pero no me voy escabullir y sí voy a proponer mi personal visión del caso:


A la filosofía la ha matado un orangután salvaje. 

domingo, 7 de agosto de 2016

Hilos de un sujeto deshilachado




Leo en una de las críticas de Filmaffinity, de la última entrega de la saga "Bourne" (Jason Bourne, Paul Greengrass, 2016): "La mayor parte de películas de acción ofrecen eso, acción pura que gestiona nuestra adrenalina para confundir los problemas cotidianos".  Abunda la crítica arrogante que se pierde en el mundo de la cultura popular, a pesar de que es la que constituye el imaginario colectivo con todas sus contradicciones, y en la que podemos encontrar muchas de las claves de nuestra condición contemporánea. Por suerte no es ya extraño encontrar profundas reflexiones filosóficas basadas en comentarios sobre productos de esta cultura. Así la saga Bourne, tal como la comenta el filósofo oxoniense Stephen Mulhall, un discípulo de Stanley Cavell, en su libro  The Self and Its Shadows: A Book of Essays on Individuality as Negation in Philosophy and the Arts (2013). 

Mulhall se refiere a las tres primeras entregas, pero esta última no traiciona, todo lo contrario, los compromisos que habían asumido las anteriores. Para quienes no hayan visto las películas, tratan de un personaje, Jason Bourne (Matt Damon), que al comienzo de la serie ha perdido la memoria de su pasado y la va recuperando, descubriendo que al parecer era un asesino perteneciente a un subprograma de la CIA. Poco a poco descubre que su identidad originaria era la de David Webb, un capitán de marines que se ofreció voluntario para este programa, que incluía técnicas de transformación emocional para adaptar su personalidad a las letales funciones que le habrían de ser encomendadas. Este descubrimiento de quién ha sido, o es, desencadena en Webb-Bourne un drama interno entre el querer saber y el querer ser, o, para decirlo con palabras de Sartre, un drama que se produce porque Bourne no quiere ser el ser que es y no es lo que quiere ser. En las cuatro películas se irán desvelando los pasados de David Webb, para lo que Jason Bourne tendrá que enfrentarse a los todopoderosos y perversos antiguos jefes y nuevos gestores de la famosa organización de espionaje.

La última entrega insiste en uno de los hilos que ya aparecieron en la tercera (El ultimátum de Bourne, Paul Greeengrass, 2007), en donde su adiestrador psicológico, el doctor Albert Hirch,(Albert Fynney) le informa de que él se presentó voluntario al programa y que por tanto sus ansias de venganza contra quienes le cambiaron no están justificadas. Este aspecto del conflicto es lo más interesante de esta última película, dejando a un lado los adornos sobre el patriotismo y el problema de la obediencia debida que subyace a toda la serie. Bourne está resentido con su pasado, pero en cierto modo él es el principal agente de su pasado. Dirige su venganza contra los responsables, pero está claro que ninguna venganza le dejará tranquilo precisamente porque hay un substrato suyo en el que la sospecha de que él es tan responsable como los otros está actuando como deshilachadora de todos sus proyectos de vida integrada.

Bourne presenta con claridad los problemas de la condición contemporánea de sujeto: un sujeto cuyo pasado actúa como el aire y la flecha aristotélica: impulsa y resiste a la vez. Hay múltiples ejemplos del sujeto-Bourne. Uno de los tipos más frecuentes es el de intelectuales y políticos que un día descubren que sus compromisos de juventud estaban completamente equivocados. Que habían dedicado una parte de su vida a ideales que ahora ven como perversos y deleznables. Muchos de estos descubrimientos tardíos de los errores de identidad les llevan a una especie de furia vengadora contra quienes creen que fueron responsables de sus pasados compromisos y se convierten en zelotes de una causa de conversos. En nuestra historia reciente no es difícil encontrar ardorosos anticlericales cuya biografía nos desvela que tuvieron una larga educación religiosa de seminaristas y teólogos. Una parte de la identidad ideológica del Partido Socialista basada casi en los últimos tiempos en un vano laicismo, se explican bastante bien por las historias pasadas de sus dirigentes y el efecto Bourne. En otro lado, en la derecha más neoliberal no es infrecuente, todo lo contrario, encontrar antiguos militantes comunistas o de organizaciones izquierdistas promaoístas o anticapitalistas. Sus discursos fieros, llenos de resabios y sobreentendidos, denotan también un mismo efecto Bourne de incapacidad de aceptar las propias responsabilidades del pasado. Es incluso notorio que algunos de los más conspicuos delatores de cualquier veleidad que pudiera aproximar una opción política a los "terroristas" fueron en su juventud militantes de estas organizaciones que ahora demonizan. 

Es muy posible que casi todas las personas, al menos las de una cierta trayectoria, suframos de alguna forma el efecto Bourne y que muchas de nuestras acciones se expliquen por estos subyacentes conflictos internos. Yo al menos, cuando observo alguno de los muchos casos que conozco de los dos tipos anteriores y de otros varios, no lo hago con ira sino más bien con piedad. El arrepentido suele ser una persona cuya identidad está deshilachada sin esperanza de recuperar un rumbo claro pues aquello que persigue es precisamente lo que le persigue a él mismo.

No hay que excluir tampoco que los sujetos históricos sufran del mismo mal, que el peso del pasado y la incapacidad de asumir las responsabilidades aparezca como fantasma que habita en las entretelas de los discursos identitarios. Muchos giros generacionales, políticos, nacionalistas, e incluso movimientos sociales pueden estar bajo el síndrome Bourne sin ser conscientes de que la re-acción lo es a la acción pasada. Es lo que solemos decir algunos-muchos: al fin y al cabo el sujeto es un significante vacío, por más que esté lleno de furia y ruido.