domingo, 6 de noviembre de 2016

Los déficits simbólicos



Al final, ni el estado laico ni la izquierda tradicional han sabido o logrado manejar bien la dimensión simbólica de la esfera pública y, con ella, el espacio donde se generan los significados y sentidos de la vida.  Ciertamente, los ateos producen (producimos) nuestro propio universo referencial, y probablemente no es menos rico que el de las religiones. Pero también es cierto que la fracción de la población que se siente o declara atea es muy pequeña, según informan las estadísticas. Y, además, el ateísmo es un modo de vida que se vive en solitario, a veces muy en solitario, por lo que no produce los efectos movilizadores de comunidad que consiguen las prácticas religiosas o parareligiosas. La gran mayoría deja discurrir su vida entre el descreimiento no deliberado o la práctica ritual.

He conversado esta última semana varias e intensas veces con Elio Masferrer Kan, un antropólogo de las religiones argentino-mexicano que ha estudiado las prácticas religiosas a lo largo y ancho de Iberoamérica. Ahora estudia con minuciosidad de investigador de campo los cambios que están ocurriendo en las religiosidades cristianas con la extensión de las iglesias evangelistas y las dificultades de reacción que tiene la Iglesia Católica. El trabajo de campo, cuando se hace con la distancia (respetuosa) que él  tiene, introduciéndose en las comunidades y ritos que están muy lejos de su visión del mundo, me resulta intrigante, admirable y me hace envidiar este modo de investigación tan alejada del análisis conceptual al que me dedico. El caso es que, mientras me iba informando de las derivas de la teología de la liberación entre las comunidades campesinas, de los modos de trabajo del Opus Dei, o de las larguísimas sesiones evangelistas, hemos hablado mucho del mundo simbólico, que incluye la religiosidad pero abarca también todos los sistemas simbólicos que sostienen la vida común.

Me preocupa la cuestión de la religiosidad. La Iglesia Católica ha sido aquí, y en casi todos sitios, salvo en el efímero momento de la teología de la liberación, el intelectual orgánico real y efectivo de las formaciones sociales capitalistas del sur de Europa y de Iberoamérica. La izquierda tradicional, seguidora de un marxismo dogmático aprendido en las divulgaciones, nunca ha sabido entender ni contrarrestar este fenómeno (excluyo el anarquismo español, que acertó bastante en cómo manejarse en los imaginarios y mundos simbólicos de proletarios y campesinos).

Controversias como la de Ratzinger y Habermas equivocan mucho el núcleo central del problema, demasiado preocupados por las relaciones Iglesia-Estado y demasiado despreocupados de los imaginarios y la fuerza simbólica. La Iglesia Católica lo paga con esta invasión (irreversible) de los evangelistas y religiosidades afines, los estados laicos con las radicalizaciones violentas de jóvenes sin futuro que encuentran en los mensajes fundamentalistas lo que no les ofrece su entorno. Es importante el laicismo del estado en todos los dominios de las políticas públicas, especialmente las educativas, pero dejar intacto el dominio simbólico significa dejar el campo libre a la hegemonía de las iglesias como intelectuales orgánicos. Y en todo caso, estos discursos de fundamentos políticos de la res publica son tan abstractos y aburridos que duermen a las ovejas, por académicas e intelectuales que sean, cuanto más al resto de la vecindad. 

De poco sirve denigrar a los fieles (más o menos convencidos) como si fueran ciegos o idiotas si no se proponen, crean y generan espacios simbólicos ciudadanos donde sea posible desarrollar eso que los antropólogos llaman religiosidad, pero que podríamos considerar también actitudes estético-morales ante la vida. No se trata de crear religiones ateas, al modo de la revolución francesa o del estalinismo, sino todo lo contrario. Sustituir dioses por dioses (la Historia, la Revolución, la Nación, o lo que sea) no es sino practicar lo que han hecho siempre las iglesias y religiones: generar violencia simbólica con iconoclasias y ortodoxias.

Sigue pendiente la creación de un espacio común simbólico que el arte contemporáneo tampoco ha sabido o logrado crear. Demasiado preocupados por sus campos de prácticas, por sus vanguardias y transformaciones formales, o simplemente por las cotizaciones de sus obras, artistas y literatos raramente han contribuido a crear o fortalecer las tramas simbólicas que tejen las comunidades. En ciertos momentos y lugares, la música y su entorno asociado se han aproximado a esta construcción, aunque fuese en la forma de oleadas generacionales que se consumían al tiempo que triunfaban en los medios de masas.  En otros momentos han sido los movimientos nacionalistas los que también se han acercado a estas formas de religiosidad no eclesial, pero sus objetivos neorrománticos de aspiración a un estado han dado poco de si en la vida cotidiana.

El grupo de marxistas renovadores de Birmingham (Thompson, Hogart, Williams) se tomó muy en serio esta cuestión. Habían aprendido, como profesores de educación de adultos, la compleja cultura de la clase trabajadora inglesa. Raymond Williams teorizó la cultura como aquello que nos es común, como el territorio de los significados. Durante dos o tres décadas intentaron explorar la fuerza transformadora de la cultura atendiendo a facetas distintas de las expresiones culturales, especialmente al espacio simbólico que vehicula y construye la literatura.  Wagner había iniciado esta exploración en el post-romanticismo alemán, y Antonio Machado, y en cierto modo Unamuno, lo hicieron en el post-romanticismo modernista español. Por supuesto Antonio Gramsci, quien inspira mucho de lo que estoy escribiendo aquí.


Tomarse la cultura simbólica en serio implica adoptar dos actitudes que pudieran considerarse contradictorias: considerar que la cultura es lo común, lo que nos reproduce como sociedad y lo que nos mantiene unidos mediante lazos de comunidad y, al tiempo saber que la cultura es un espacio de conflicto. El espacio simbólico es conflictivo y se habita en él bajo condición hegemónica, subalterna, o de exclusión. Eso significa que la disputa por la hegemonía no puede poner en peligro el territorio común, sino que ha de transformarlo, ampliarlo, incluyendo voces y prácticas que pudieran considerarse contradictorias sin eliminarlas. Desvelar el carácter ideológico de ciertas prácticas y creencias, hacer crítica cultural no puede estar reñido con la capacidad de intuir y analizar que en toda práctica hay una contradicción latente entre elementos utópicos e intereses terrenales. Es en ese territorio intermedio, en el que está inmerso también el analista, sometido a las mismas contradicciones, donde se construye realmente el espacio simbólico común. 

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