domingo, 12 de febrero de 2017

La escala del desencanto



Los efectos tensos que producen en nuestra sensibilidad los cuadros de Edward Hopper se deben a que nos transportan a un lugar extrañado, desacoplado, dentro y fuera a la vez del territorio donde discurren nuestras esperanzas y decepciones. A pesar de haber sido bastante poco valorado en su tiempo, el tiempo de las vanguardias, hoy ya sabemos que iba muchos pasos por delante de aquéllas, que había bajado de los cielos de la gloria para asentarse en las zonas grises donde habitan los humanos. Hopper hace de cada cuadro un tratado de metafísica, que me deja intrigado por horas, mientras que cada vez me ocurre más con tantos cuadros de la vanguardia de la época, que sólo puedo leerlos como vanos ejercicios de retórica visual.

No pensaba en Hopper cuando decidía ayer por la tarde sobre qué escribir esta mañana, pero han sido sus cuadros lo que me han venido a la mente cuando comenzaba a montar en la cabeza mi entrada de hoy. De lo que quería hablar es de mis impresiones cuando miro con cierta distancia tanto la filosofía general como la filosofía política (y buena parte de la política) de mi tiempo. Impresiones que me llevan a una conclusión que querría compartir aquí: tanto la filosofía como la política sufren de una pérdida de escala. Sitúan el discurso en unas unidades que medida en las que difícilmente podemos encontrar recursos para calibrar, reflexionar, criticar u ordenar nuestra vida cotidiana.

La pérdida de escala es el mejor argumento para mostrar que tanto la filosofía como la política nunca han logrado secularizarse del todo. A pesar de (o tal vez sobre todo) su secularismo militante (y muchas veces burdo anticlericalismo que denota una profunda ignorancia de la historia de la religiones), sus discursos siguen situándose en los planos de lo escatológico, de las postrimerías, de las grandes fuerzas cósmicas, de las derivas continentales de la historia de donde han desaparecido por inanes las vidas de la gente, inapreciables en su agencia comparadas con las dinámicas del universo.

Leo, y explico, a los grandes autores que ocupan las citas y una gran parte de los títulos de las tesis que se escriben en los departamentos de filosofía (no sólo de mi país) y sólo encuentro épica y teodicea. No es de extrañar que, perdidos en las pulsiones, en las tensiones del poder y las maniobras del Leviathan y el Imperio, los sujetos se disuelvan como humo en la niebla. Y me ocurre lo mismo con tantas propuestas políticas: no puedo evitar la impresión de que son ejercicios de teología política.

Es curioso, pero no sorprendente, que este juicio se aplique al pensamiento y la política desarrollados por varones mientras que tanto la filosofía como las propuestas políticas que vienen de las autoras del siglo se sitúen, por el contrario, en los planos que definen la escala de la vida cotidiana. El feminismo habla menos de la historia y más de quién hace el trabajo en la casa, ocupa los puestos en la empresa, cuida a los niños y organiza la vida. Filósofas como Judith Butler hablan de por quién debemos llorar o qué cuerpos son los que soportan la violencia de la historia más que del cuerpo social o los órganos del Estado. No sólo filósofas, también algunos autores menores como Henry Lefebvre o Michel de Carteau, que cada vez ocupan más mi tiempo de lectura y de pensamiento para responder a sus preguntas.

Es curioso, pero no sorprendente, que este juicio se aplique también, por razones diferentes, a las filosofías que prometían ocuparse de lo cotidiano: la fenomenología y la filosofía analítica. Aquí, sobre todo en la filosofía analítica, la pérdida de escala se produce en la dirección contraria. La obsesión por descargar los ejemplos y argumentos de todo lo que pudiera tener algo de relato con carne y sangre, algo que intentase encontrar caminos en la zona gris, su obsesión por la distinción minuciosa, sitúa el pensamiento en una escala de juguete, de mesita de laboratorio donde no se observa a la gente sino pequeños remedos de cartón.

Observemos el cuadro de Hopper. Está hecho de una meditación sobre objetos y cómo estamos entre ellos: ventanas que separan lo oscuro de la calle de la luz mortecina de un desolado café, sillas sin ocupar, una mesa solitaria, un radiador, una taza de café ya terminada, y una mirada perdida que nos ata e intriga, que nos habla de una tensión oculta que nace en los tiempos de la espera, entre el tedio y la esperanza. Es curioso que cien años de crítica de la dicotomía sujeto/objeto haya llevado a tan poca atención a los objetos, que son los marcos por los que discurre la subjetividad y donde nacen las tensiones.

Encuentro en esta pérdida de escala una de las explicaciones de porqué las clases populares han dejado poco a poco de escuchar los mensajes de la izquierda. Porque no los entienden: no saben interpretar cuál sería su lugar en esos espacios históricos donde sitúan sus discursos. La vida cotidiana, por el contrario, está hecha de objetos: de deseos y temores que tienen mucho que ver con las cosas y objetos, con las lavadoras y el costo de la guardería, los transportes y el coñazo del casero que no deja de dar la lata cada mes. Si escuchan otras épicas, que hablan de banderas y espíritus nacionales, es porque les hablan de sus rencores ordinarios, de las colas de la seguridad social y del paro, de la tienda que desaparece en la esquina y deja a una familia en la calle para abrir una franquicia en la que despachan jóvenes delgadas.

En la vida cotidiana, sostiene Henry Lefebvre, juegan su partida las fuerzas históricas, más que en los grandes espacios de los que hablan los discursos de lo descomunal. Allí, nos dice, las necesidades mutan en deseos y decepciones. La vida cotidiana es, claro, lo más sencillo de colonizar a través de los objetos. Pero también es el lugar del deseo de otra vida. Es donde la madre se dice: hija, yo no quiero que lleves una vida como la mía. Pero ese mensaje, dicho en voz baja, no lo escuchan ni los filósofos ni los políticos.

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