domingo, 30 de abril de 2017

Sin noticias del frente cultural



No es difícil encontrar estos días proclamas y aseveraciones contra los antagonismos meramente culturales y a favor de una vuelta a clase, quiero decir, de una vuelta al pensamiento y las políticas de clase. Yo mismo he colgado en FaceBook estos días una cita de Terry Eagleton en esta dirección:
"La diversidad y la marginalidad han dado frutos valiosos. Pero también han servido para desplazar la atención de cuestiones más materiales. De hecho, en algunos ámbitos la cultura se ha convertido en una forma de no hablar sobre el capitalismo. La sociedad capitalista relega a sectores enteros de su ciudadanía al vertedero, pero muestra una delicadeza exquisita para no ofender sus convicciones. En lo cultural, se nos debe tratar a todos con el mismo respeto, pero, en lo económico, la distancia entre los clientes de los bancos de alimentos y los clientes de los bancos de inversión no deja de crecer. El culto a la inclusión contribuye a ocultar esas diferencias materiales. Se reverencia el derecho a vestirse, a rezar o a hacer el amor como se quiera, mientras que se niega el derecho a un salario decente. La cultura no reconoce jerarquías pero el sistema educativo está plagado de ellas. Hablar con acento de Yorkshire no es un obstáculo para ser locutor televisivo, pero ser trotskista, sí. La ley prohíbe insultar a las minorías étnicas en público, pero no insultar a los pobres. Cualquier adulto es libre de acostarse con cualquier otro con quien no tenga lazos de sangre, pero no es tan libre de oponerse al Estado. Los experimentos sexuales son vistos con indulgencia por los liberales metropolitanos, mientras que los huelguistas son tratados con recelo. Hay que aplaudir la diferencia, pero no el conflicto abierto. Nadie debería arrogarse el derecho de decir a los demás qué deben hacer, una actitud que a los evasores de impuestos le resulta muy conveniente."Eagleton, Terry (2017). Cultura: Una fuerza peligrosa (Spanish Edition) (Posición en Kindle454-465). Penguin Random House Grupo Editorial España. Edición de Kindle.

Eagleton tiene razón cuando afirma que "en algunos ámbitos la cultura se ha convertido en una forma de no hablar sobre el capitalismo", pero no tiene toda la razón. También se podría decir con razón que "en algunos ámbitos, el pensamiento de clase se ha convertido en una forma de no hablar de la cultura". En la entrada de la semana pasada me quejaba de la actitud denigratoria ante la cultura popular, o su simétrica idealización, desde ciertos medios biempensantes, y, desde luego, desde  las prácticas cotidianas de la distinción pequeñoburguesa. Siento (y digo "siento" no por emplear un anglicismo, sino porque me afecta) que muchas de las "vueltas a clase" implican de facto un abandono del antagonismo cultural.

El marxismo tradicional, --y muchas de las nuevas políticas no son sino versiones de las tradicionales políticas de esta línea-- siempre dejó a un lado la cultura, considerando que no era sino una proyección (una determinación en última instancia) de las relaciones de producción. La cultura era cosa de intelectuales y artistas cuyo papel no pasa de ser "compañeros de viaje" o teloneros para los mítines (así consideraban los bolcheviques a Mayakowsky durante los tiempos prerrevolucionarios, luego fue prescindible, como nos cuenta la hermosa reconstrucción de su vida de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones). La cultura queda bien, pero la lucha "lucha" es y será siempre política y económica: huelga de masas, partido y sindicato.

Me apena que Eagleton, cuyos trabajos tengo en el mayor de los aprecios, en su continua controversia contra lo que considera "posmodernismo", haya escrito un libro que guarda dentro una contradicción difícil de esconder: por un lado, considera la cultura una "fuerza poderosa", por otro lado, deja en el camino las luchas culturales (lo que él llama "diversidad" y "marginalidad") por haber sido ya absorbidas por el capitalismo y su lenguaje políticamente correcto. Eagleton se deja llevar aquí de su esquema marxista más que de su herencia y débito a Raymond Williams o Richard Hoggart, quienes nunca entendieron que las luchas políticas y económicas estuviesen separadas de las culturales.

Me parece que esta "vuelta a clase", cuando se plantea en estos términos cipoteros (perdón por usar otra vez el calificativo), se equivoca por muchas razones, de las que voy a comentar dos. La primera es de orden histórico: el capitalismo realmente existente es ya un capitalismo cultural. Por supuesto que es depredatorio; por supuesto que es imperialista en su forma actual de globalización; por supuesto que es una máquina de producir desigualdad. Pero todo ello lo hace porque se ha instalado en la cultura como la fuerza productiva y reproductiva más importante. La forma industrial queda relegada, cada vez, más a la fuerza semiesclava de los países menos avanzados económicamente o, progresivamente, a la creciente robotización de la producción. Son las fuerzas culturales las que sostienen de modo creciente el sistema: el control de la investigación e innovación tecnológicas; el control (casi monopolio) de los medios de comunicación; el control (casi absoluto) de la representación y de los modelos culturales. A muchos de los defensores de las "nuevas" políticas de clase se les escapa que muchas de las formas más efectivas de resistencia al capitalismo se están produciendo en lo que Eagleton consideraría marginalidades: en las formas no tradicionales de vida; en las organizaciones de procomún; en las nuevas alianzas improbables ente los campesinos del tercer mundo y los movimientos culturales radicales del primero; en las articulaciones de las luchas contra el patriarcalismo.

Aceptar la lógica de la vuelta a clase tradicional termina rindiéndose a las lógicas de los Trump y Le Pen: prometer al pueblo propio pequeñas ilusiones para instaurar en la realidad nuevas vueltas de tuerca en la explotación mundial y en la división internacional del trabajo. Es la cultura de lo diverso, el antagonismo de los modelos de lo humano, por el contrario, una de las pocas fuerzas que se enfrenta a esta creciente barbarie. Si es cierto que los trabajadores se sienten desencantados de las formas políticas y sindicales de la vieja izquierda, no lo es menos que también se han descolgado de las formas de nueva izquierda los grupos y movimientos alternativos que en ciertos momentos le dieron alas a esta nueva izquierda. Todavía, en España, muchos siguen citando al 15M como la Iglesia Católica cita a los primeros cristianos, sin saber, o quizás sabiendo, que quienes estuvieron en aquellos foros y anfiteatros no volverían bajo estas nuevas banderas.

Y la segunda razón tiene que ver con este hilo del abandono de la gente alternativa. Es una razón directamente política: las políticas no cualificadas basadas en el "pensamiento de clase" puede que estén sirviendo de un modo efectivo al nuevo capitalismo cultural posindustrial. Al considerar que la clase es la "clase obrera", al despreciar todas las subalternidades y explotaciones que rigen la sociedad contemporánea, están de hecho aceptando la división social del trabajo y enviando a las clases subalternas al espacio económico y excluyéndolas de la cultura. La clase obrera, desde el marxismo y el sindicalismo tradicionales, se define por su posición en las relaciones económicas de producción, no por su posición como una propuesta alternativa al modo burgués de existencia. De ahí que todas las propuestas de vida alternativa, de transformación cotidiana sean vistas, con perdón, como "mariconadas" pequeñoburguesas y no como propuestas eficientes anticapitalistas. Pero en el modo de capitalismo cultural, con una eliminación cada vez mayor de las formas industriales de producción que hemos conocido, el modelo del "empresario de sí mismo" ha sustituido ya a las formas de explotación tradicionales. Una empresa es ya una empresa cultural donde las relaciones de jerarquía se han sustituido por "proyectos" de equipos competitivos, cada vez más alejados de las escenarios de las cadenas de montaje y trenes de laminado. Se dirá, con razón, que esas cadenas se han trasladado ahora a las maquilas de los otros lados de la frontera: pero eso se hace posible precisamente por la derrota de las culturas alternativas. Una simple subida en los precios del transporte, haciendo que el consumo de los combustibles pagase un precio por la sostenibilidad, haría poco rentable la deslocalización. Pero esa lucha es una lucha cultural por hacer visible la no sostenibilidad de esta civilización.

Los movimientos más radicales del siglo pasado (feminismos de segunda y tercera ola, tercermundismos de identidades culturales, ecologismos de vida alternativa, autonomismos consejistas de superación de las formas partido-sindicato) entendieron que la resistencia no puede separar lo cultural de lo económico y político. Cuando Herbert Marcuse y Guy Debord, cada uno a su modo, plantearon la cuestión de la superación de la división del trabajo, cuando propusieron la vida cotidiana y su transformación como el escenario real de la lucha de clases, estaban anticipando este nuevo escenario. Nunca vieron el fin del trabajo como un horizonte de terror sino como una posibilidad de transformación del mundo (es tan sorprendente como inquietante que haya aún propuestas de "trabajo para todos" como alternativa a la renta básica, cuando ésta es posiblemente una de las grandes propuestas que enlaza con aquellas proféticas concepciones del antagonismo). Guy Debord pensaba que las formas revolucionarias eran parte de una misma trama: los consejos obreros y los movimientos artísticos contra la separación de la esfera del arte y de la vida eran caras jánicas de la revolución, de la única revolución realmente existente: la que transforma la vida cotidiana. Quizás sea cierto que ya no sean posibles los movimientos de autonomía y los movimientos campesinos del tercer mundo, o que no lo sean bajo aquellas formas, cuya opción, tantas veces, por la lucha armada causó la mayor derrota de la historia de la posibilidad de un mundo alternativo que recorrió el mundo en los años sesenta del pasado siglo y que todavía espera su memoria histórica. Aquellos movimientos se embarcaron, ciertamente, en una locura de violencia, pero aquellas formas no confundían la cultura con el espectáculo ni el antagonismo con los eslóganes "de clase". Eran la clase.










domingo, 23 de abril de 2017

Chonis, canis y cultura popular


La ilustración que he elegido, un poco al azar entre los miles que uno encuentra en la red sobre las figuras y gestos corporales de jóvenes debclase obrera, habla mejor que yo sobre el fenómeno persistente de demonización de la clase obrera que tan inteligentemente ha estudiado Owen Jones. El proceso ha sido doble: por un lado, se ha ido imponiendo la persistente creencia de que las clases han desaparecido bajo un espectro continuo de situaciones económicas; por otro lado, se generaliza la discriminación en forma (poco sutil) de denigración cultural. Un breve recorrido por las páginas que uno abre  escribiendo "chonis" o "canis" es una bajada rápida a los abismos del odio y el desprecio. Este fenómeno cultural, no nuevo, ciertamente, pero mucho más profundamente anclado de lo que podría parecer, tiene que ver con los procesos de construcción cultural contemporáneos sobre los que no creo que estemos reflexionando de manera adecuada. Mientras releo los textos de los fundadores de la escuela de Birmingham de estudios culturales (Richard Hoggart, Raymond Williams, Stuart Hall, E. P. Thompson), que escribieron desde los años cincuenta a los ochenta del siglo pasado, me doy cuenta de cómo desde entonces ha persistido lo que ellos ya consideraban una amenaza, la progresiva  oclusión de la cultura popular, algo que ha ido derivando en un rasgo estructural de nuestra cultura contemporánea.

Richard Hoggart y Raymond Williams, los dos, amantes como nadie de la literatura y de la formación humanística, en un hermoso inglés el primero, en un lenguaje compasivo y convincente el segundo, desarrollaron una manera de mirar a la cultura popular que no solamente no puede ser pensada como epocal, de los años sesenta, que ya han sido suficientemente demonizados, sino que cada día adquieren mayor lucidez profética. Podría decir lo mismo de la historia social de la cultura obrera de Edward P. Thompson, pero Josep Fontana lo ha hecho mucho mejor que yo en varios videos de presentación de su obra. Su proyecto de estudios culturales era analizar de modo sistemático las maneras en las que la cultura común (alta, baja, de masas, de élites) es apropiada, reconstruida, resignificada, y re-producida en el pueblo común, en una forma de construcción propia de cultura diferente a los modos y maneras que representan tanto la alta cultura como la cultura de masas. Su proyecto tenía una dimensión emocional, de defensa y resistencia, de preservación de la conciencia  de plebe, y una dimensión cognitiva: rescatar del olvido lo que de acuerdo a la cultura dominante ya habría desaparecido junto con las clases: la cultura propia del pueblo, en su caso, de la clase obrera inglesa.

Permítaseme una cita de Hoggart, ácida y sarcástica, sobre los modos en los que la literatura comprometida y muchos autores y políticos de izquierda hablan de la clase obrera:
¿Cuántos grandes novelistas no han exagerado algunos rasgos de la vida obrera? George Eliot lo hizo, sin menoscabo de sus brillantes observaciones sobre los trabajadores, y esta tendencia es algo más evidente en Hardy. En nuestra época, novelistas populares de tendencia más conscientemente manipuladora nos describen a los hombrecitos de gorras planas y hablar poco pulido, con esposas relucientes frente a quicios relucientes... ¡Buenas personas, dignas de admiración! Incluso un autor tan cáustico y supuestamente antirromántico como George 0rweIl nunca perdió el hábito de describir a la clase obrera inglesa desde la perspectiva de un saloncito victoriano. La gama es amplia, y abarca desde actitudes como esas hasta el vergonzoso parloteo de los columnistas domingueros sobre las clases populares, gacetilleros que nunca olvidan citar con admiración el último chascarrillo de su amigo de bar “Alf”. Creo que habría que rechazar abiertamente estas caricaturas, ya que encierran cierta verdad presentada en tono de burla.  También debemos ser cautelosos en cuanto a las interpretaciones de los movimientos obreros que hacen los historiadores. El tema resulta a tal grado fascinante y conmovedor, y existe tal cantidad de material sobre las aspiraciones sociales y políticas de la clase obrera, -que es fácil que el lector suponga que tal es la historia de la clase obrera, y no de una minoría. Da la impresión de que los autores sobrestiman el lugar que ocupa la actividad política en la vida del obrero, y de que realmente no conocen a fondo sus raíces. La visión que un marxista de clase media tiene de la clase obrera a menudo incluye algunos de los errores antes mencionados. Siente compasión por el obrero, traicionado y degradado, de cuyos errores culpa casi en su totalidad al aplastante sistema que lo controla. Admira las reminiscencias del noble salvaje que en él quedan y siente nostalgia por “lo mejor- del arte, por el folclor rural o por una clase de arte urbano genuinamente popular y -un especial entusiasmo por las migajas que de ello pueda detectar en la actualidad (Hoggart: "La cultura obrera en la sociedad de masas")
 El panorama es desolador. De un lado, la demonización y degradación de la cultura de las clases populares, del otro, la visión pastoril que tiene la izquierda intelectual de la clase obrera, de la que suelen estar distantes por su educación en familias de clase media acomodada. No es unproblema personal o de la particular subjetividad de la nueva izquierda, sino estructural: vivimos en una sociedad que se ha organizado para no permitir el estudio y menos aún la formación de una cultura popular autónoma. Observo con simpatía cómo una generación de hijos de clase acomodada se implica en política y en la reivindicación de una sociedad más justa, pero me asombra cuán profunda es la laguna que existe en el conocimiento de la cultura popular y diría más, me parece irritante la construcción imaginaria que se hace de esta cultura, una idealización que sustituye por unas cuantas letras de raperos radicales la trama emocional que tejen los lazos que permiten la supervivencia diaria de la gente realmente existente.

Lo que llamamos Transición fue muchas cosas, pero fue sobre todo un programa de destrucción sistemática - primero institucional, luego ideológica- de la tupida red de espacios donde se desarrollaban formas de cultura popular que continuaban en un modo más reflexivo la cultura del bar y del ocio. Lugares donde se formaban hábitos de relación entretejidos con las relaciones básicas de la familia y el trabajo. Lugares y espacios de construcción de cultura autónoma. La sustitución de esos espacios por una cultura de la frivolidad, de la presunta desaparición de clases, de autoinculpación por estar excluido de la sociedad --y un día podríamos repensar películas como Fiebre del Sábado Noche, ejemplos de cómo se fueron destejiendo los lazos de la cultura popular-- fue produciendo una nueva modalidad de desigualdad que es mucho más profunda: la que impide la reflexión sobre la propia cultura, sobre los propios lazos que constituyen la fábrica de la existencia.

Hoggart y Williams provenían de la educación de adultos. Vivieron y desarrollaron su obra en una frontera entre lo académico universitario y la decadencia de las organizaciones culturales de clase bajo la gran ofensiva del neoliberalismo y la nueva izquierda de la tercera vía. Avisaron de cuáles serían las consecuencias, de cuán evanescente sería la conciencia de clase bajo las nuevas condiciones de cultura de masas. Pero no renunciaron a convertir este tema en cultura académica, en examen universal sobre las lacras de la cultura hegemónica. Nunca idealizaron ni nunca demonizaron a la cultura de las chonis y canis. Nunca dijeron, como tampoco lo hizo el gran historiador social, E.P. Thompson, que hubiera un paraíso de bondad en las bajuras de la sociedad, que sus miembros ya estaban salvados por sus orígenes de clase ("la clase obrera va al paraíso" como rezaba el título del film de Elio Petri, con el impagable Gian María Volonté). Las clases, sostenía la Escuela de Birmingham, no existen naturalmente: se construyen mediante trayectorias de conciencia en el marco de las condiciones económicas que establece su lugar en las formaciones sociales. Se enfrentaron al marxismo por su insistencia en el papel de las instituciones culturales contra los determinismos economicistas que regían en los sindicatos y partidos.  Esta conciencia se ha desenvuelto históricamente en una red de espacios propios donde se fueron produciendo elaboraciones y reflexiones sobre la identidad y situación propias. La destrucción de los andamios que hacen posible esta construcción de conciencia es una agresión en la que han colaborado poderosas fuerzas sociales. De los grandes desastres culturales de nuestro tiempo, la invisibilidad estratégica de la cultura popular y de la posibilidad de su articulación  en instituciones y modalidades propias me parece, por muchas razones, una de nuestras formas de injusticia más hirientes.

Por supuesto, la forma de conocerla es vivir en ella, pero también necesitamos bajar en escalones desde el elitismo cultural para entender los modos reales por los que la gente común produce y constituye sentidos que muchas veces pueden parecer simples reproducciones de las imágenes televisivas, pero que ocultan un trasfondo de sabiduría emocional, de estrategias y tácticas de supervivencia, en el entorno agresivo de la atmósfera neoliberal que infecta a todos los estratos sociales de las clases medias. Necesitamos lugares y espacios que no sean meros instrumentos de propaganda y consumo, que no obliguen a la gente a refugiarse los días de fiesta en los infectos nolugares  que son los centros comerciales, zonas libres donde se descubra y forme la autoconciencia de la riqueza de formas de vida que constituyen nuestro patrimonio común. Ya tenemos las telecincos y sextas para reproducir interminablemente la estupidez reinante, nada sabemos de cómo sobrevive la inmensa mayoría de la población. Faltan espejos, centros, estrategias de auto-constitución que remedien décadas de políticas de ocultamiento cuando no de destrucción consciente de todo lo que no sea el complejo de costumbres organizado como cultura constituida.

No insistiremos suficientemente en la necesidad de plantear abiertamente el problema de la injusticia epistémica, una de cuyas manifestaciones es precisamente la ignorancia sistemática de todo lo que no sea el modelo de existencia dominante. Hay lugares heroicos donde mucha gente casi sin medios resiste: bibliotecas y asociaciones, centros de enseñanza, cada vez menos, cada vez más afixiadas económicamente, que crean espacios de luz donde la conversación y la lectura aún es posible. Son, como en otros tantos aspectos, espacios de esperanza en medio de los desiertos de capital. Cuando desaparezcan, el telecinquismo habrá logrado su triunfo final.

No sé muy bien cómo puede cntribuir a ello el sistema universitario, cada vez más elitista en esta loca carrera por la universidad de la excelencia. La tradición inglesa de la cultura popular no veía incompatibilidades entre el cultivo de lo alto y de lo bajo. Obras como las de Stuart Hall, que tanto ha influido en los estudios modernos de comunicación, o de Terry Eagleton, continuador de la primera generación de los estudios culturales ingleses, han mostrado cómo la compatibilidad es muy productiva y enriquecedora para todas las partes. Quizás un primer paso comience por combatir la denigración de clase.




domingo, 16 de abril de 2017

Epistemologías del desacuerdo



Toda filosofía determina su sombra; todo relato, su otro; todo discurso, sus silencios. Las controversias definen los objetos culturales como los marcos las pinturas. Estar frente a, en contra de, alineado con,... son los modos en los que se expresan nuestras actitudes en los espacios abiertos de la escena pública. La experiencia del desacuerdo se ha convertido en la primera y más importante de las que definen nuestra condición cultural contemporánea. El otro ha dejado de estar allende las fronteras para hacerse visible en las mil pantallas con voces estentóreas y gestos belicosos.

La filosofía ha buscado interminablemente la solución de los desacuerdos mediante el recurso a diversos artefactos intelectuales diseñados para contener la violencia dentro de los muros manejables de la palabra y la idea. En el origen de la lógica ha estado el sueño de la razón de sustituir la disputa por el cálculo. Raimundo Llull, Leibniz, Clarence Irwing Lewis, Miguel Sánchez Mazas fueron visionarios de la utopía del final de la controversia en un paraíso del cálculo y raciocinio, Otros, quienes no han confiado en la lógica, se han refugiado en la historia para sobrevivir a la irremediable polémica. Una mayoría de personas que se acercan a la filosofía profesionalmente o por afición terminan disolviéndose en la historia de la filosofía con la esperanza de que el espectáculo de la controversia entre autores y escuelas les evite el compromiso con alguna posición ética, metafísica o epistemológica. Como si acudir al teatro a ver a protagonistas y antagonistas permitiese al espectador aislarse de la tragedia. Los más, creen que hay ocultos cimientos donde bajo la superficie de las disputas se hallan lechos rocosos de consenso. Así nacieron las ideas filosóficas del sentido común, del contrato social, del "lenguaje ordinario" o de la descripción fenomenológica. Los menos, más elitistas, señalan a las ciencias como si fuesen el remedio a las angustias del pensamiento: "allí  -dicen, creen- las evidencias empíricas y las pruebas matemáticas resuelven las discusiones".

Vana esperanza: el desacuerdo insistente, el ruido interminable de las voces alzadas es el sonido de la cultura contemporánea. La tentación de convertirse en espectador, de no sentirse concernido por los mensajes, de aislarse en algún lugar privado, de dedicarse al cultivo de tomates, del cuerpo propio  o del alma de turista se extiende como reacción natural ante la perplejidad que suscita la existencia social bajo condiciones de conflicto cultural. Vana esperanza: allí donde uno se esconda, acecha la discusión, la voz acalorada, incluso aparentemente oculta por el silencio del paisaje campestre. Quienes se retiran a sus comunas de cultivos orgánicos y vida apacible se llevan con ellos las mochilas de las hostilidades y se obligan a decirse a sí mismos interminablemente que son felices aislados de la algarabía de la corte. Fray Luis de León soñaba con esa vida descansada, alejada del mundanal ruido, y a veces creía experimentarla en su refugio de La Flecha, pero se sabía inmerso en la controversia, perseguido por la autoridad, rodeado por la violencia de la palabra.

Lo cierto es que cuando uno acepta entrar por la puerta del pensamiento o la creación intelectual: filosófica, literaria, lo hace sabiendo bien que se hace cargo de la tragedia de existir. Uno no se alinea con una escuela o sistema de ideas, con una voz o estilo literarios, porque guste más o menos sino porque la vida misma es conflicto y las ideas son parte en él. Si algo nos ha enseñado la historia es que las declaraciones del fin de la historia, los presuntos fines de la discusión por la irrupción de pensamientos únicos, las pretensiones de los intelectuales del "nohaymásque..." son efímeros pasajes de las noticias de un día. Pensar, escribir, leer, son formas de abrir los ojos a la tragedia cotidiana, de aceptar su existencia y sentirse concernido. Ser parte, estar de un lado, sabiéndose en medio de la plaza y no en el balcón del ayuntamiento. ¿Significa eso que se convierte uno en cómplice de la violencia discursiva en la que habitamos? ¿Es compatible la afiliación y el alineamiento con la ética de la comunicación?

La filosofía analítica contemporánea (filosofía del lenguaje, epistemología y filosofía política) ha comenzado recientemente a prestar atención intensa a la noción del desacuerdo. Allí donde el término "consenso" definió una era pasada, en la que rigió la cultura de la apacible socialdemocracia, de la distante y fría actitud académica e intelectual, el término "desacuerdo" se ha impuesto con la fuerza con la que la realidad irrumpe a veces en el pensamiento. Se comenzó, como suele ocurrir en esta modalidad intelectual tan "scholar",  por lo más simple: analizando los llamados "desacuerdos sin falta", aquellos que dependen de "gustos" que no afectan y no producen daños o consecuencias, somo estar en desacuerdo sobre qué pintura es más importante en la época actual o cuál es el equipo que mejor juega al fútbol.  Pronto se pasó a la cuestión epistemológica de los desacuerdos en los que está implicada la verdad de una idea o posición pero en donde no hay evidencias conclusivas disponibles. Más tarde se produjo un ascenso en las cuestiones bajo análisis: el examen de si pudieran delimitarse los desacuerdos en cuestiones de hecho de los desacuerdos en cuestiones normativas, éticas o políticas. El origen del cambio climático es uno de los ejemplos preferidos: ¿podrían ser separados los desacuerdos sobre la cuestión de hecho de los orígenes del cambio climático de las cuestiones de derecho sobre cómo reaccionar ante un posible origen antropogénico? Las conclusiones han sido pesimistas: aún si trasladásemos la disputa a una mesa de expertos guiados por puras motivaciones epistémicas y no morales, no habríamos resuelto la cuestión sino que la habríamos trasladado a otro terreno: el de cómo elegir esos expertos en los que depositar la representación del conflicto, como las damiselas medievales hacían con sus caballeros en las justas.

El paso siguiente ha sido en estudiar las polarizaciones en los grupos, el cómo se desarrollan los procesos por los que un grupo se reafirma progresivamente en sus creencias y, al contrario, se distancia cada vez más de las aserciones y prácticas de otros grupos. Las mediaciones técnicas y representacionales parecen ser, de forma cada vez más clara, efectos multiplicadores de la polarización. Las redes, los medios de comunicación de masas, los múltiples espectáculos de disputas, producen polarizaciones que tal vez los contenidos conceptuales de los mensajes, aserciones, creencias o ideologías no serían capaces de producir por sí mismas. Las conclusiones, también aquí, son pesimistas: el conflicto y la escalada en el conflicto son la regla.

La experiencia de vivir en un continuo conflicto (cultural, identitario, de opiniones y creencias, de formas de vida y prácticas) es ya consustancial a la modalidad de capitalismo posfordista y cultural en el que vivimos. Los alineamientos, las afiliaciones, las ortodoxias y heterodoxias, son los modos contemporáneos en los que se organiza la existencia cotidiana. El jubilado o el adolescente con tiempo libre, apacibles hasta hace poco, acostumbrados si acaso a la discusión de cafetería, se descubren a sí mismos con una insólita capacidad de violencia verbal bajo la máscara de un apodo en la red que oculta su nombre. La experiencia conflictiva se convierte poco a poco en la forma natural de habitar el espacio social.  La tentación del intelectual de subirse al piso de arriba, de ser contemplado como alguien por encima del barullo, con capacidad de juicio y distancia para ser juez y parte, es una tentación permanente a la que mucha gente es incapaz de sustraerse y no caer en ella. Paradójicamente, estas pretensiones de neutralidad contribuyen a la violencia discursiva tanto como el puro troleo del jubilado furioso oculto tras su nickname. Ya no hay lugar por encima o por debajo del conflicto.

Como puede deducirse de este texto, mi conclusión es tan pesimista como la de la filosofía analítica: no hay solución sencilla a la violencia creciente en el espacio del discurso. Sí hay, espero, una forma de hacerse cargo de la situación que implica una conciencia muy clara de la ética del discurso. Alinearse no significa, no tiene por qué, emplear la violencia verbal o escrita, incluso aquella que se disfraza de ironía o distancia. Alinearse es compatible con la comprensión profunda, incluso simpatía y compasión, con la situación y posición del adversario. Alinearse es también compatible con el hacer visible la violencia del discurso creando espejos donde nos reflejemos, donde nos veamos en esos vergonzosos momentos de violencia. Últimamente le pido a mis alumnos que hagan antropología del troleo en las redes, que examinen con el cuidado de los entomólogos, el lenguaje del odio que ha infectado las pantallas. No va a detenerse, creo, pero quizás, parafraseando a Borges, debamos multiplicar el número de los espejos hasta que seamos conscientes de que hemos llenado las plazas de los monstruos que llevábamos dentro. Hasta que nos veamos desnudos en la plaza y nos avergüence nuestra propia imagen.

Aceptar la tragedia, saberse parte y, sin embargo, no contribuir a la violencia. Saberse en la insumisión y la resistencia sin hacer gala de ello, sin levantar la voz, sin degradar al otro. Saber que la altura de nuestros adversarios y la de nuestros aliados es la que define la nuestra propia. Sentarse delante de la máquina de tren de la violencia para detenerla. Estar en la parte de los que no tienen parte, acompañar con nuestro silencio a los que no tienen voz y responder con un susurro a quienes hacen de la insolencia su forma de vida.






domingo, 9 de abril de 2017

Ambigüedad de la derrota




¿Es la filosofía alguna suerte de enfermedad?, ¿lo es quizás su ausencia?, ¿produce ansiedad o por el contrario consuelo? Las opiniones divergen. Asisto esta semana a la presentación del libro de Jesús Zamora Bonilla Sacando consecuencias. Es una introducción a la filosofía contemporánea guiada por el propósito de suavizar o curar las ansiedades filosóficas que el autor sospecha que aquejan a los posibles lectores de su libro. Desde los escépticos pirrónicos, hay un hilo sin rupturas de discursos terapéuticos que tratan de enseñar a los ciudadanos que sus preocupaciones filosóficas se originan en que no hacen bien las preguntas. Hume, Wittgenstein, Rorty, …, son legión los que entienden que la tarea del filósofo es analizar los conceptos filosóficos para mostrar que no hay nada en ellos que vaya más allá o venga más acá de los usos comunes, y que tal análisis nos curaría de todo lo que la filosofía nos plantea como problema.
Pero la filosofía es continua con la vida en todas sus dimensiones. También lo son los problemas filosóficos. No hay en ellos una frontera insalvable que los separe de los problemas que plantean los múltiples contextos de la vida. Tienen razón en que la pretensión de que haya soluciones generales, universales, que a veces aqueja a ciertos textos filosóficos, no se hace cargo de la diversidad de la vida, o de los barrios de la ciudad, para usar la metáfora de Wittgenstein. No hay cura para los problemas filosóficos que no sea cura para los problemas que nos presenta la experiencia cotidiana: personales, colectivos, científicos, históricos. A veces no tienen cura y otras, al ser planteados como problemas filosóficos, no tienen por qué aumentar la ansiedad o angustia natural a la existencia.
Pensaba precisamente en algunas experiencias comunes en la vida de las gentes y los pueblos: la decepción, la desilusión, la derrota. En el origen de las culturas está el producir algún consuelo para estas experiencias que no son sino el ensayo de la derrota final a la que están abocados nuestros cuerpos y almas. No pocos mitos y relatos nacen con la intención de enseñar al indigente humano que, a pesar de los pesares, las cosas terminan bien, o que, si no lo hacen, espera al final alguna suerte de justicia superior que redimirá a la persona o al pueblo de sus penalidades. El sentido común aborrece la derrota. No nos gustan las películas ni las novelas que terminan mal, ni las historias sin final. La cultura se encarga de crear una solución imaginaria a los problemas reales.
No es de extrañar, pues la derrota produce la tristeza (los psicólogos explican que es una de nuestras emociones básicas con la función evolutiva de avisar al alma de que los planes se han torcido y han de abandonarse) y la tristeza es una de las emociones que menos gustan. Ordenamos la vida para minimizar las tristezas o prevenirlas, o en el caso de que ocurran para que se alarguen lo menos posible. En ausencia de otras alternativas, la cultura elabora remedios para la tristeza que varían entre los paliativos imaginarios y la aceptación resignada de la realidad de las cosas. O de ambas cosas: así explicaba Feuerbach el origen de las religiones, en la simultánea aceptación de lo real y la búsqueda de consuelo ficcional.
La filosofía ha producido, sin embargo, modos diferentes de bregar con la tristeza y la derrota que la de la resignación y el consuelo imaginario. En cierto modo la filosofía es la cultura de la decepción y la derrota. Produce ansiedad, ciertamente, pero no es una ansiedad que tenga por qué curarse. Al contrario, la ansiedad filosófica es la que sucede a la tristeza y nace de la pregunta de si las cosas serán eternamente así y estaremos condenados a la decepción y la desilusión. En esta ansiedad por la naturaleza de las cosas está el origen de la filosofía y sus variadas formas de hacerse cargo de ella. En esta ansiedad está la inclinación filosófica que toda persona experimenta en ocasiones y que a veces se convierte en hábito profesional. Hume explicaba de este modo su afición a la filosofía en la ansiedad que le producía el discurrir superficial de las cosas. Ciertamente, decía, uno necesita volver a la vida para comer, pero pronto o tarde la ansiedad por la naturaleza de las cosas volverá a acosarnos.
A diferencia de los paliativos imaginarios, la mejor tradición filosófica ha ofrecido tradicionalmente respuestas a la derrota y la decepción no asentadas ni en la evasión ni en la fantasía consoladora. En su Elogio de Epicuro, en De rerum naturae, Lucrecio nos dice que aquél se atrevió a mirar (a subir a los cielos, dice metafóricamente) allí donde otros, ni los ángeles siquiera, se atreven: a lo posible y lo que no lo es. De allí, dice Lucrecio, nos trae el consuelo de saber lo que nos cabe esperar. Y ésta es precisamente la solución que propone la filosofía: hacer que la ansiedad nos lleva a escrutar lo posible para hacernos cargo de las posibilidades. Aceptar lo que no puede cambiarse, hacernos responsables de lo que sí puede, y sentir la necesidad de distinguir ambas cosas.
Hay una hermosa ambigüedad en la polisemia del término derrota en castellano que no existe en otros idiomas. En una de las acepciones habla del final de una ilusión, en otra, es un término del arte de navegar, denota el rumbo o la dirección que sigue la nave. No me cabe la menor duda de que una vida filosófica, una vida examinada, no es sino un diario de derrotas. Un incesante relato de las bordadas a las que nos obligan los vientos de la vida para mantener el rumbo.
El consuelo que ofrece la filosofía es que no hay consuelo, que sólo nos cura de la tristeza la ansiedad por lo posible, por vislumbrar lo que puede y no puede, lo que cabe esperar y, sobre todo, de lo que somos capaces de alcanzar. La ansiedad es la fuerza que levanta al peregrino del suelo y le ayuda a dar el siguiente paso. El consuelo filosófico no es otro que hacer las preguntas adecuadas: ¿será posible? ¿te atreverás a hacerlo? ¿serás capaz de lograrlo? Es, pues, el pensamiento en modo de rebeldía, de no aceptación de las cosas como son y de la pregunta por cómo tendrían que ser o cómo tendrían que haber sido.
A los reiterados intentos de curarnos de la ansiedad filosófica subyace una suerte de actitud conservadora que no se diferencia tanto de la religión, a pesar de que se presente tantas veces como un pensamiento ateo: “no hay más que lo que hay”, “resígnate…”. Ignacio Sánchez Cuenca explica estas semanas en la revista CTXT las diferencias en carácter que llevan hacia lo conservador o lo rebelde. Un cierto orgullo intelectual, cognitivo, de “conocer lo que hay”, estaría en los cimientos del pensamiento conservador. Creo que tiene bastante razón, que el conservador es el que se amolda acepta la derrota porque la sospecha fundada en la naturaleza de las cosas. El rebelde siente la ansiedad de lo posible, de los cursos alternativos no explorados y aún no realizados. Su angustia metafísica le impulsa a mirar donde nadie quiere mirar: a cómo podrían ser las cosas.


 La consolación de la filosofía es, pues, sustituir la depresión de la derrota por la ansiedad por la verdad y la justicia. Curar a la gente de esa ansiedad es, justo, lo que querrían las religiones que en el mundo han sido. 

domingo, 2 de abril de 2017

La lección de Aschenbach





¿Qué valor tienen para la filosofía las obras de arte, y en particular los relatos?, ¿qué valor tienen, en general para nuestras vidas?, ¿qué diferencia hay entre la filosofía y la literatura? Estas preguntas nos las hacemos muchas veces quienes nos dedicamos a la filosofía. Y a veces producen obras notables, como la que no hace mucho ha presentado Philip Kitcher: Muertes en Venecia  (Cátedra, 2015). Es una meditación sobre La muerte en Venecia, la novella que Thomas Mann escribió en 1912 y que ha tenido una considerable influencia: una ópera de Benjamin Britten y una película dirigida por Luchino Visconti en 1971 e innumerables lecturas críticas. Lo interesante de la obra de Kitcher es que la presenta cono una obra de contenido filosófico y la trata como tal, como una forma de pensamiento. El libro ha merecido un simposio en la revista Teorema al que contribuyen siete filósofos,  a los que responde Kitcher. En conjunto, tenemos ahí delante una ocasión que incita a continuar la discusión, como haré yo brevísimamente.

Sostiene Kitcher que la novella de Mann es filosófica por cuanto nos enfrenta a la vieja pregunta de ¿cómo debemos vivir?, ¿qué hace una vida valiosa? La historia de Aschenbach, es el ejemplo que Mann nos propondría para responder a esta pregunta: un escritor de éxito, educador de su tiempo, siente en un cierto momento que debe emprender un viaje, en buena parte interior, sobre su propia obra y vida. Acaba en Venecia donde se extasía ante la belleza de un adolescente polaco, Tadzio, por quien siente una atracción morbosa y a quien sigue y persigue por una Venecia bajo la epidemia del cólera, que las autoridades ocultan para no asustar a los turistas. Aschenbach irá descubriendo en su callejeo veneciano las corrupciones que le rodean: la del cólera que avanza creciente, la de las autoridades que lo ocultan y que han impuesto una ley del silencio, y la propia: había comenzado admirando la belleza del niño y ha terminado confesándose que le ama y que está por ello dispuesto a rebajarse y degradarse en su comportamiento y presentación.

Kitcher, guiado por la hipótesis de que la obra trata de responder a las preguntas anteriores, se embarca en la tarea de leer el libro como una respuesta de Mann en la historia de Aschenbach. Según Kitcher, Mann querría decirnos que, a pesar de su caída final, el viejo escritor ha llevado una vida notable, disciplinada y reflexiva. Sin ser una obra con moraleja, sin embargo, nos presentaría una vida compleja que es valiosa en sí misma por cuanto ha sido llevada reflexivamente. Sería un ejemplo de un casi diálogo platónico que sustituye el pensamiento abstracto por el ejemplo concreto. Así, Kitcher concluye exaltando el valor de la obra de arte como educación:

"Al final, cuando meditamos sobre la pregunta «¿He hecho suficiente?», cada uno de nosotros se enfrenta, en una escala menor, al desafío que ha protagonizado este capítulo: cómo encontrar un complejo sintético reflexivamente estable. Podemos ansiar una respuesta satisfactoria, un criterio que los filósofos o una sabiduría sobrenatural ofrezcan en un lenguaje preciso. Las indicaciones de la filosofía abstracta pueden efectivamente orientar nuestros ojos, oídos y mentes, pero, al final, podemos encontrar respuestas con y por las que vivir no a través de ninguna sutileza en el análisis, sino escuchando y leyendo, atenta y repetidamente, sintética y filosóficamente, las obras de los grandes artistas, de genios como Benjamin Britten, Gustav Mahler y Thomas Mann." (Kitcher, Philip. Muertes en Venecia (Teorema. Serie Mayor) (Spanish Edition) (Posición en Kindle6180-6183). Ediciones Cátedra. Edición de Kindle.)

A pesar de que valoro mucho la obra de Kitcher, no estoy seguro de su lectura. Quizá toda obra de literatura y arte nos haga hacernos esas preguntas, pero sospecho que lo hace de manera más indirecta y, quizás por ello, mucho más interesante. Kitcher busca evidencias en la obra que apoyen su opinión de que Mann trataba de salvar al final el conjunto de la vida del personaje, que su carácter es suficientemente reflexivo como para haberse dado cuenta de sus errores, y que ello le lleva a la muerte. Puede ser, Kitcher desenvuelve un paquete de argumentos que tendrían que resultar convincentes, aunque en mi caso no lo logran.

No sé si Mann quiso presentarnos su visión sobre el valor de la vida de las personas, influido como estaba por Schopenhauer y Nietzsche. Más bien creo que quiso indagar en un personaje que tiene más de simbólico que de real. Hay muchas razones para pensar que Aschenbach resume muchos personajes: en primer lugar, y creo que es el más importante, Goethe, a quien dedicó varios estudios Mann como ejemplo (en todos los significados de ejemplo) de escritor de la burguesía, con todos sus claroscuros. Mahler, desde luego, como se ha notado reiteradamente, hasta el punto de que Visconti lo convierte en el personaje de su película. El propio Mann, que comenzaba la madurez de su carrera literaria y tenía razones para preguntarse sobre ella y sobre su propio yo (la historia de Tadzio parece haber sido en parte autobiográfica). La obra es, pienso, una obra que pone en cuestión la misma idea de que el arte y el pensamiento sean los educadores de la humanidad. Aschenbach está en lugar del mito romántico alemán de la educación estética de la humanidad. Mann lo pone a prueba enfrentando la meditación abstracta sobre su obra y vida con la concreta experiencia en la que sumerge a su personaje.

Como ocurre en la gran literatura, Mann elige datos que cree sustanciales, pero no juzga. Todo discurre en la zona gris. La tragedia de la obra no es la de Aschenbach, sino la del escritor que se pregunta por la vida de Aschenbach y la de nosotros, los lectores, que nos sentimos obligados a preguntarnos por Aschenbach y, con ello, a pensar por qué hemos dado esa respuesta que tal vez hayamos dado a lo largo de la lectura. Si, como creo, Mann está poniendo a prueba el proyecto burgués de una educación estética, mediante la aspiración a la armonía entre vida y obra, entre la obra del autor y el sentimiento del pueblo, entre la razón y la sensualidad, y la capacidad que esta armonía habría de dar para enfrentarse a las muchas corrupciones con la que se encuentra uno en la historia, Aschenbach representa un personaje que no puede aislarse del momento histórico, y que su relectura ahora lo es también sobre nuestro momento histórico.

Nos sentimos obligados a juzgar a Aschenbach, pero sobre todo nos sentimos obligados a juzgar nuestro juicio sobre Aschenbach. Cada generación lo hace. Kitcher lo hace al identificarse con el artista romántico que representa, y a ser indulgente con él habida cuenta de su trayectoria y de su carácter complejo, reflexivo, autocrítico. No puedo evitar leer a Kitcher en Aschenbach, en su intento de salvar no tanto su vida sino su proyecto de intelectual educador de sí mismo y de la humanidad. Mann, creo, hace la pregunta, pero no responde. Nos deja a nosotros la tarea. Sabía bien que estaba hablando de su generación y de todo un proyecto de la nación alemana. Sabía, y su hermano Heinrich así lo entendió, que su relato hacía una pregunta de profundo contenido político sobre el sueño de un estado educado por la estética en los ideales de armonía.

En la discusión de la revista Teorema, hay dos respuestas con las que me identifico. Me parecen mucho más acertadas que el resto. Tengo que decir que son mis amigos, pero no me nubla el juicio el afecto. Josep Corbí afirma que Aschenbach es un muerto en vida. Que se puede estar muerto aún cuando se camine por la tierra cuando el relato que uno haga de sí mismo sea el de un yo imaginario, el de un yo que no nace de la fuerza interna sino de los ideales externos. Acierta Corbí, creo, en una lectura nietzscheana del personaje, como posiblemente estaba en la intención de Mann al crearlo, lo que no sabemos y posiblemente sea menos interesante. Aschenbach, como un detective, indaga en lo que ocurre en Venecia y en lo que le está ocurriendo a él. Tiene inteligencia y cierta lucidez para encontrarse ante lo que no sabía: que Venecia está corrompida y que él está muerto. Una generación, la mía, leyó este descubrimiento como una reivindicación de la sensualidad (Tadzio, Venecia, la morbideza mahleriana,…). No soy quien para juzgar este juicio también indulgente. El Aschenbach que leo es el que adivina que, en primer lugar, toda su reflexión sobre la belleza, la armonía del cuerpo y alma, la idealidad de Tadzio, se resume en que está enamorado. Ningún juicio moral negativo, ni siquiera estético, ni aún psicológico merecería este descubrimiento. Aschenbach, sin embargo, se descubre a sí mismo como alguien que prefiere ocultar a la familia polaca el gravísimo riesgo que están corriendo en Venecia por gozar aún unos días de la vista, y tal vez de la aproximación a su amado.

Aschenbach se ha descubierto a sí mismo como cómplice de la corrupción que apesta Venecia y no parece importarle, o no lo hace suficientemente como para cambiar de actitud. Es muy interesante leer el estudio que hace Mann sobre Goethe, a quien admiraba como escritor, sobre su distancia y apoliticismo, antipoliticismo de hecho, sostiene; sobre su elitismo burgués y pesimismo sobre lo humano. No me cabe duda de que había pensado en él cuando escribía sobre Aschenbach. La armonía del alma, la disciplina de la vida y la formación del carácter, el cumplimiento de su destino como escritor, es confrontado con su capacidad para leer las exigencias del momento. Y se revela ante él como un descubrimiento terrible: ya estaba muerto.

Otro de los comentaristas del simposio, Jesús Vega, se pregunta si se puede enseñar filosofía mostrando, como estaría haciendo Mann, y qué significaría este enseñar mostrando más que elaborando argumentos complejos. Frente a Kitcher, duda de que haya obras de arte filosóficas por sí mismas, otra cosa es que pueda pensarse en cómo hacer filosofía con las obras literarias, actuando como críticos. Estoy completamente de acuerdo. La obra de Mann no es una obra filosófica. Es una pregunta que respondemos en cada momento como personas, como críticos, como filósofos o filósofas, y es entonces cuando comenzamos la filosofía. 

Sostenía Benjamin que, en la modernidad, cuando la experiencia colectiva ya no se transmite mediante relatos de experiencia personal, debemos acudir al relato escrito, a la imaginación, con todos sus riesgos, como lugar de aprendizaje. Ha sido un paso peligroso, que habla de la fragmentación de la experiencia en nuestro tiempo. Tiene razón Benjamin. Leer literalmente las obras, sin preguntarse por el contexto, sobre todo sin preguntarse por cómo y por qué estamos haciendo la lectura que hacemos; creer que la literatura o la filosofía, directamente, por ostensión, por lectura elemental, nos van a enseñar algo sobre la vida, sin cuestionar nuestra propia mirada, es arriesgarnos a repetir la historia de Aschenbach: contarnos un cuento que, cuando se confronta con la historia real, nos muestra el Edipo ciego que llevamos dentro.