domingo, 2 de abril de 2017

La lección de Aschenbach





¿Qué valor tienen para la filosofía las obras de arte, y en particular los relatos?, ¿qué valor tienen, en general para nuestras vidas?, ¿qué diferencia hay entre la filosofía y la literatura? Estas preguntas nos las hacemos muchas veces quienes nos dedicamos a la filosofía. Y a veces producen obras notables, como la que no hace mucho ha presentado Philip Kitcher: Muertes en Venecia  (Cátedra, 2015). Es una meditación sobre La muerte en Venecia, la novella que Thomas Mann escribió en 1912 y que ha tenido una considerable influencia: una ópera de Benjamin Britten y una película dirigida por Luchino Visconti en 1971 e innumerables lecturas críticas. Lo interesante de la obra de Kitcher es que la presenta cono una obra de contenido filosófico y la trata como tal, como una forma de pensamiento. El libro ha merecido un simposio en la revista Teorema al que contribuyen siete filósofos,  a los que responde Kitcher. En conjunto, tenemos ahí delante una ocasión que incita a continuar la discusión, como haré yo brevísimamente.

Sostiene Kitcher que la novella de Mann es filosófica por cuanto nos enfrenta a la vieja pregunta de ¿cómo debemos vivir?, ¿qué hace una vida valiosa? La historia de Aschenbach, es el ejemplo que Mann nos propondría para responder a esta pregunta: un escritor de éxito, educador de su tiempo, siente en un cierto momento que debe emprender un viaje, en buena parte interior, sobre su propia obra y vida. Acaba en Venecia donde se extasía ante la belleza de un adolescente polaco, Tadzio, por quien siente una atracción morbosa y a quien sigue y persigue por una Venecia bajo la epidemia del cólera, que las autoridades ocultan para no asustar a los turistas. Aschenbach irá descubriendo en su callejeo veneciano las corrupciones que le rodean: la del cólera que avanza creciente, la de las autoridades que lo ocultan y que han impuesto una ley del silencio, y la propia: había comenzado admirando la belleza del niño y ha terminado confesándose que le ama y que está por ello dispuesto a rebajarse y degradarse en su comportamiento y presentación.

Kitcher, guiado por la hipótesis de que la obra trata de responder a las preguntas anteriores, se embarca en la tarea de leer el libro como una respuesta de Mann en la historia de Aschenbach. Según Kitcher, Mann querría decirnos que, a pesar de su caída final, el viejo escritor ha llevado una vida notable, disciplinada y reflexiva. Sin ser una obra con moraleja, sin embargo, nos presentaría una vida compleja que es valiosa en sí misma por cuanto ha sido llevada reflexivamente. Sería un ejemplo de un casi diálogo platónico que sustituye el pensamiento abstracto por el ejemplo concreto. Así, Kitcher concluye exaltando el valor de la obra de arte como educación:

"Al final, cuando meditamos sobre la pregunta «¿He hecho suficiente?», cada uno de nosotros se enfrenta, en una escala menor, al desafío que ha protagonizado este capítulo: cómo encontrar un complejo sintético reflexivamente estable. Podemos ansiar una respuesta satisfactoria, un criterio que los filósofos o una sabiduría sobrenatural ofrezcan en un lenguaje preciso. Las indicaciones de la filosofía abstracta pueden efectivamente orientar nuestros ojos, oídos y mentes, pero, al final, podemos encontrar respuestas con y por las que vivir no a través de ninguna sutileza en el análisis, sino escuchando y leyendo, atenta y repetidamente, sintética y filosóficamente, las obras de los grandes artistas, de genios como Benjamin Britten, Gustav Mahler y Thomas Mann." (Kitcher, Philip. Muertes en Venecia (Teorema. Serie Mayor) (Spanish Edition) (Posición en Kindle6180-6183). Ediciones Cátedra. Edición de Kindle.)

A pesar de que valoro mucho la obra de Kitcher, no estoy seguro de su lectura. Quizá toda obra de literatura y arte nos haga hacernos esas preguntas, pero sospecho que lo hace de manera más indirecta y, quizás por ello, mucho más interesante. Kitcher busca evidencias en la obra que apoyen su opinión de que Mann trataba de salvar al final el conjunto de la vida del personaje, que su carácter es suficientemente reflexivo como para haberse dado cuenta de sus errores, y que ello le lleva a la muerte. Puede ser, Kitcher desenvuelve un paquete de argumentos que tendrían que resultar convincentes, aunque en mi caso no lo logran.

No sé si Mann quiso presentarnos su visión sobre el valor de la vida de las personas, influido como estaba por Schopenhauer y Nietzsche. Más bien creo que quiso indagar en un personaje que tiene más de simbólico que de real. Hay muchas razones para pensar que Aschenbach resume muchos personajes: en primer lugar, y creo que es el más importante, Goethe, a quien dedicó varios estudios Mann como ejemplo (en todos los significados de ejemplo) de escritor de la burguesía, con todos sus claroscuros. Mahler, desde luego, como se ha notado reiteradamente, hasta el punto de que Visconti lo convierte en el personaje de su película. El propio Mann, que comenzaba la madurez de su carrera literaria y tenía razones para preguntarse sobre ella y sobre su propio yo (la historia de Tadzio parece haber sido en parte autobiográfica). La obra es, pienso, una obra que pone en cuestión la misma idea de que el arte y el pensamiento sean los educadores de la humanidad. Aschenbach está en lugar del mito romántico alemán de la educación estética de la humanidad. Mann lo pone a prueba enfrentando la meditación abstracta sobre su obra y vida con la concreta experiencia en la que sumerge a su personaje.

Como ocurre en la gran literatura, Mann elige datos que cree sustanciales, pero no juzga. Todo discurre en la zona gris. La tragedia de la obra no es la de Aschenbach, sino la del escritor que se pregunta por la vida de Aschenbach y la de nosotros, los lectores, que nos sentimos obligados a preguntarnos por Aschenbach y, con ello, a pensar por qué hemos dado esa respuesta que tal vez hayamos dado a lo largo de la lectura. Si, como creo, Mann está poniendo a prueba el proyecto burgués de una educación estética, mediante la aspiración a la armonía entre vida y obra, entre la obra del autor y el sentimiento del pueblo, entre la razón y la sensualidad, y la capacidad que esta armonía habría de dar para enfrentarse a las muchas corrupciones con la que se encuentra uno en la historia, Aschenbach representa un personaje que no puede aislarse del momento histórico, y que su relectura ahora lo es también sobre nuestro momento histórico.

Nos sentimos obligados a juzgar a Aschenbach, pero sobre todo nos sentimos obligados a juzgar nuestro juicio sobre Aschenbach. Cada generación lo hace. Kitcher lo hace al identificarse con el artista romántico que representa, y a ser indulgente con él habida cuenta de su trayectoria y de su carácter complejo, reflexivo, autocrítico. No puedo evitar leer a Kitcher en Aschenbach, en su intento de salvar no tanto su vida sino su proyecto de intelectual educador de sí mismo y de la humanidad. Mann, creo, hace la pregunta, pero no responde. Nos deja a nosotros la tarea. Sabía bien que estaba hablando de su generación y de todo un proyecto de la nación alemana. Sabía, y su hermano Heinrich así lo entendió, que su relato hacía una pregunta de profundo contenido político sobre el sueño de un estado educado por la estética en los ideales de armonía.

En la discusión de la revista Teorema, hay dos respuestas con las que me identifico. Me parecen mucho más acertadas que el resto. Tengo que decir que son mis amigos, pero no me nubla el juicio el afecto. Josep Corbí afirma que Aschenbach es un muerto en vida. Que se puede estar muerto aún cuando se camine por la tierra cuando el relato que uno haga de sí mismo sea el de un yo imaginario, el de un yo que no nace de la fuerza interna sino de los ideales externos. Acierta Corbí, creo, en una lectura nietzscheana del personaje, como posiblemente estaba en la intención de Mann al crearlo, lo que no sabemos y posiblemente sea menos interesante. Aschenbach, como un detective, indaga en lo que ocurre en Venecia y en lo que le está ocurriendo a él. Tiene inteligencia y cierta lucidez para encontrarse ante lo que no sabía: que Venecia está corrompida y que él está muerto. Una generación, la mía, leyó este descubrimiento como una reivindicación de la sensualidad (Tadzio, Venecia, la morbideza mahleriana,…). No soy quien para juzgar este juicio también indulgente. El Aschenbach que leo es el que adivina que, en primer lugar, toda su reflexión sobre la belleza, la armonía del cuerpo y alma, la idealidad de Tadzio, se resume en que está enamorado. Ningún juicio moral negativo, ni siquiera estético, ni aún psicológico merecería este descubrimiento. Aschenbach, sin embargo, se descubre a sí mismo como alguien que prefiere ocultar a la familia polaca el gravísimo riesgo que están corriendo en Venecia por gozar aún unos días de la vista, y tal vez de la aproximación a su amado.

Aschenbach se ha descubierto a sí mismo como cómplice de la corrupción que apesta Venecia y no parece importarle, o no lo hace suficientemente como para cambiar de actitud. Es muy interesante leer el estudio que hace Mann sobre Goethe, a quien admiraba como escritor, sobre su distancia y apoliticismo, antipoliticismo de hecho, sostiene; sobre su elitismo burgués y pesimismo sobre lo humano. No me cabe duda de que había pensado en él cuando escribía sobre Aschenbach. La armonía del alma, la disciplina de la vida y la formación del carácter, el cumplimiento de su destino como escritor, es confrontado con su capacidad para leer las exigencias del momento. Y se revela ante él como un descubrimiento terrible: ya estaba muerto.

Otro de los comentaristas del simposio, Jesús Vega, se pregunta si se puede enseñar filosofía mostrando, como estaría haciendo Mann, y qué significaría este enseñar mostrando más que elaborando argumentos complejos. Frente a Kitcher, duda de que haya obras de arte filosóficas por sí mismas, otra cosa es que pueda pensarse en cómo hacer filosofía con las obras literarias, actuando como críticos. Estoy completamente de acuerdo. La obra de Mann no es una obra filosófica. Es una pregunta que respondemos en cada momento como personas, como críticos, como filósofos o filósofas, y es entonces cuando comenzamos la filosofía. 

Sostenía Benjamin que, en la modernidad, cuando la experiencia colectiva ya no se transmite mediante relatos de experiencia personal, debemos acudir al relato escrito, a la imaginación, con todos sus riesgos, como lugar de aprendizaje. Ha sido un paso peligroso, que habla de la fragmentación de la experiencia en nuestro tiempo. Tiene razón Benjamin. Leer literalmente las obras, sin preguntarse por el contexto, sobre todo sin preguntarse por cómo y por qué estamos haciendo la lectura que hacemos; creer que la literatura o la filosofía, directamente, por ostensión, por lectura elemental, nos van a enseñar algo sobre la vida, sin cuestionar nuestra propia mirada, es arriesgarnos a repetir la historia de Aschenbach: contarnos un cuento que, cuando se confronta con la historia real, nos muestra el Edipo ciego que llevamos dentro. 


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