domingo, 9 de julio de 2017

Cultura es nombre de derrota




Cada revolución cultural ha sido la respuesta a la derrota de una revolución social. Lo fue la ilustración a un estado estamental violento, intolerante. Lo fue el romanticismo a una revolución francesa fracasada en sus ideales, al triunfo de una burguesía sin más objetivos que el enriquecimiento y la ostentación. Lo fue el modernismo como conciencia de los rincones oscuros de la modernidad. Lo fueron las vanguardias a la conversión del arte en mercancía. Lo fue la cultura crítica a la derrota de las revoluciones proletarias. Lo fueron las revoluciones autonomistas y sesentayochistas al triunfo del capitalismo postindustrial. Lo fue la posmodernidad al triunfo del neoliberalismo. Lo es el altermundismo al triunfo de la globalización y el capitalismo de casino.

En cada derrota, el pensamiento del afuera se ofrece como un territorio de resistencia contra la inundación de la realidad por las inmensas fuerzas del poder contra la vida. El trabajo en el imaginario; la habitación en las zonas menos colonizadas del lenguaje; la creación de objetos y formas que aún sueñan con no ser mercancía; la memoria de las fuerzas vitales de los afectos; la erotización de una cotidianeidad aplastada por la explotación; la preservación agonal, antagonista, del resentimiento por la derrota.

Ninguna revolución cultural produce por si misma transformaciones sociales suficientes. Pero ninguna transformación social emancipatoria es posible sin una revolución cultural. Se aprendió demasiado tarde que incluso si triunfa una revolución, la cultura del poder vuelve a ocupar y reproducir, a veces con más intensidad y control, las estructuras jerárquicas de la situación anterior. La cultura reproduce la sociedad con más eficacia que las normas e instituciones.

De todas las derrotas, la más dolorosa ha sido la conversión de la cultura en el gran motor del capitalismo de casino. Cuando Bourdieu pensó en la idea de capital cultural, aún creía en el sueño de una forma de poder que nacía del cultivo cuidadoso del arte, el pensamiento y el campo intelectual. El capital cultural del siglo XXI es la conversión de la cultura en capital: la transformación de las instituciones educativas en empresas de servicios, vendedoras de títulos que supuestamente habilitan para ocupar lugares de privilegio, pero que realmente son nuevos modos de explotación y depredación de los bienes y sueños de los de abajo.

La última de las conquistas fue la ciencia. Marx tenía una profunda ambigüedad ante la ciencia. Sabía que detrás de la revolución industrial había resultados científicos, ingeniería y ventajas competitivas en la composición del capital que producían modos de explotación más eficaces. Pero sabía también que la investigación generaba nuevas contradicciones, tensiones que pensaba cada vez más insoportables para una sociedad de clases. La investigación, como forma de cultura, sabía Marx, pertenece a la "superestructura", a la trascendencia de lo real que nace de la imaginación, la curiosidad, el deseo de salir de la ignorancia. En los años ochenta, cuando el capitalismo comenzó la colonización de la cultura científica, su conversión en mercancía, más allá de su uso instrumental, se comenzó por añadir un adjetivo: investigación y desarrollo. Allí donde había ciencia ahora se imponía una obligación, la de cuidar por las necesidades del mercado. En el siglo XXI se impuso un nuevo adjetivo, la innovación. La obligación de convertir la imaginación y la curiosidad en empresaria de sí misma, en transformar las ideas en mercancías.

También la cultura científica necesita una revolución cultural: crear un territorio de resistencia en el lenguaje, recuperar el sueño de una posibilidad que no sea la de la destrucción definitiva, de una humanidad sostenida por los ideales de la libertad, igualdad y fraternidad, de la lucha contra el reinado de la ignorancia. La gran paradoja es que cuanto más conocemos sobre el mundo la sociedad se vuelve más opaca a a sí misma, las conciencias sobreviven en el autoengaño. La medicina busca terapias a las depresiones, dolores y angustias que han sido producidas en parte por un sistema que las convierte en formas necesarias de vivir bajo el nuevo imperio del capital que coloniza los últimos restos de imaginación, afectos y vínculos.

En los años setenta y ochenta, la cultura se refugió en la metáfora y en los lenguajes abstrusos: rizomas, pliegues, aparatos, resignificaciones, heterotopías, jergas deleuzianas, lacanianas, foucaultianas, creadas para resistir la "commodification" de los sentidos. También esas formas de resistencia fueron derrotadas y convertidas en palabras vacías, en sonidos y gritos de la derrota que ya no significaban. Palabras incorporadas a la inmensa red de colonización de la atención.

Paula Rego, con su Blanca Nieves jugando con el trofeo de papá podría representar un nuevo afuera, una nueva promesa de revolución cultural sostenida por la fuerza de una ironía que nace del resentimiento. No va a producir revolución. No va a cambiar el mundo por sí misma. Pero papá se va a sentir molesto de que jueguen con sus trofeos.



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