domingo, 25 de marzo de 2018

Estados negacionales






Muchos moralistas de la comunicación piensan que el gran problema de nuestro sistema actual de producción y distribución de la información y el conocimiento es el aumento de las "fake news" y su consecuencia, la resignación a la posverdad. He ido desgranando en las últimas entradas otros fenómenos no menos dañinos y en algunos casos mucho más destructores de nuestra estructura epistémica. Quiero ahora señalar uno de los que posiblemente formen parte de los cimientos del mal epistémico sobre el que se ha construido nuestra sociedad del conocimiento. Me refiero a las actitudes y estados negacionales. El psicólogo que elaboró este concepto, le dio nombre y lo popularizó fue Stanley Cohen (1942-2913).

Stanley Cohen fue un sociólogo cuyo trabajo desbordó los cánones académicos. De origen judío y surafricano, siempre combatió la injusticia. Primero, en su tierra de nacimiento, comprometido contra el segregacionismo junto a su amigo de estudios el antropólogo Adam Kuper. Más tarde, en Israel, a donde se trasladó en los ochenta sumándose a las organizaciones por los derechos humanos, luchando contra el uso de la tortura por parte de las autoridades israelíes y en favor de la reconciliación. Por último, en el Reino Unido, donde impartió clases hasta el final de su vida académica en la London School of Economics, desde donde denunció la construcción social de la delincuencia y la anormalidad. En una entrada anterior me referí a un concepto que él popularizó e hizo entrar en el dominio de los estudios sociales y culturales: "pánico moral".  No menos incisivo y crítico es este  otro concepto también de su creación: "States of denial", que me permito traducir como "estados negacionales" aún al precio de tener que forzar el español con un neologismo.

Cohen publicó en el 2001 States of Denial. Knowing about Atrocities and Suffering en donde desarrolla el análisis de las actitudes de negación que adoptamos frente a aquello cuyo conocimiento exigiría de nosotros una reacción pero que evitamos aceptar para no tener que aceptar también las responsabilidades que implicaría tal conocimiento. Recuerda en la introducción las respuestas que recibían de las autoridades israelíes ante sus denuncias de torturas a los presos palestinos: "no, esto no ocurre", negaban que sus métodos fuesen torturas, aunque admitían lo "especial" de algunos interrogatorios, o ponían en duda la imparcialidad de las organizaciones denunciantes. Poco a poco, afirma, se fue generando en la opinión pública una especie de naturalización de estas prácticas, considerándolas como parte inevitable del conflicto. Esto es lo que llama estados negacionales. Al comienzo del libro presenta una larga lista de expresiones cotidianas que dan cuenta en el lenguaje popular de nuestras actitudes negacionistas: hacer la vista gorda; hacerse el sueco; volver la cabeza; esconder la cabeza; hacer como el avestruz; dejarlo pasar; no quiero saber más; mirar hacia otra parte; ....

Lo contrario de la aceptación, afirma, es el reconocimiento. Desde Wittgenstein (y su agudo comentarista Stanley Cavell) sabemos que el reconocimiento es un acto epistémico que nos permite superar el escepticismo como actitud. En este sentido, las actitudes negacionales se alinean como variedades del escepticismo. Un tipo dañino de escepticismo, que no nace de un calibramiento deliberativo de la justificación para aceptar o no un hecho o algo como verdadero. Por el contrario, la actitud negacional es un efecto de mecanismos cognitivo-emocionales subyacentes que generan resistencias a reconocer los hechos. Las actitudes negacionales están muy próximas a lo que Sartre llamaba "mala fe", un estado en el que los sujetos niegan los que son o hacen. Las causas por las que se generan estas actitudes están por investigar. Tienen que ver con el miedo a tener que tomar decisiones o actuar de un cierto modo una vez que se acepten los hechos. Las dilaciones en la visita al médico, tan habitual en los varones (me reconozco), son un ejemplo cotidiano de actitud negacional.

Más allá de las patologías de la epistemología personal, sin embargo, las actitudes negacionales se convierten en un tema sustancial de la epistemología política cuando se generalizan y anclan como elementos estructurales de nuestra vida social en todos los estratos de su constitución. La ambigüedad consciente del término "estados" en los estados negacionales recoge esta proyección a lo social y político de estas actitudes. Se generan procesos que están entre el saber y no saber. No son negaciones claras y conscientes que pudieran ser denunciadas como puras falsedades e incluso mentiras, sino estados intermedios que bloquean el reconocimiento y escinden la mente entre el conocimiento y la ignorancia. Pero son estados que contaminan sistemáticamente a sociedades enteras. Se necesita la actitud negacional para la omisión de acciones y responsabilidades.

La lista de ejemplos resulta interminable y dolorosa. Durante la llamada "burbuja inmobiliaria" una generación entera en España comenzó a invertir de forma alocada en la compra de pisos que no necesitaba simplemente porque se había generalizado la creencia de que así se podían obtener beneficios mayores con los ahorros (e incluso sin ellos) familiares. Cualquier mirada un poco distante del momento (y recuerdo múltiples conversaciones y discusiones que tenía por aquellos tiempos de la transición de siglos) podía observar que se estaba produciendo un efecto terrible de subida de precios. Que los padres estaban quemando el futuro de sus hijos: preferían invertir en pisos aunque sus hijos no pudiesen pagarse la vivienda en las ciudades a donde habían emigrado por los aumentos de precio. Preferían los beneficios a reconocer que estaban generando el desastre. Se había producido un estado negacional colectivo y estructural. La estructura política de España ofrece, desgraciadamente, numerosas otras modalidades: el estado negacional colectivo del independentismo catalán a reconocer que la mitad de su población no es independentista y que tiene derechos de ciudadanía, lengua y educación propias; el estado negacional colectivo del resto del estado a reconocer que hay un problema estructural con la ordenación del Estado por las diversidades nacionales.

La actitud negacional ante el cambio climático como producto de una civilización insostenible es, también por desgracia, uno de los mayores vicios epistémicos de la humanidad desde que somos especie. El no reconocimiento de que estamos en una nueva era, la del Antropoceno, en la que la civilización está produciendo las condiciones de su auto-destrucción es sin duda el más peligroso de los estados negacionales. En la cosmópolis contemporánea, los ciudadanos de los países ricos no reconocen que las guerras permanentes que se han establecido en las periferias del planeta como un estado de hecho son componentes necesarios para su bienestar y consumo. Estados negacionales como orden político. Desde hace décadas las mujeres llevan denunciando la actitud negacional de los varones hacia el trabajo, la función y el valor del cuidado que realizan en todos los dominios de la vida. Cada vez que un jefe convoca una reunión o la alarga sin reconocer que lo hace para no tener que volver a casa y cuidar de sus hijos está expresando una actitud negacional. Estados negacionales como un orden civilizatorio.















lunes, 19 de marzo de 2018

El circo y el círculo de la posverdad




Una de las cosas que ignoramos del poder es el poder de lo que ignoramos. Me referí muy por encima a ello hace unos días, en FaceBook, en una nota que titulé "La ignorancia como capital cultural" y desearía ampliar la idea que allí medio esbocé al calificar la ignorancia como capital. La calificaba como capital cultural, pero se puede ampliar el calificativo a capital sin más, en todas sus modalidades. La tesis es que en la sociedad del conocimiento la ignorancia cumple una función tan importante como ignorada. Que la ignorancia de la ignorancia y sus funciones es, además, un componente estructural de la fábrica político-económica y social de nuestro mundo.

La ignorancia a la que me refiero es a la ignorancia manufacturada, producida estructuralmente como condición de existencia del sistema en sus trabas básicas. El estudio de esta ignorancia ha sido propuesta por el historiador de la Ciencia Robert N. Proctor con el nombre de Agnotología, para diferenciarla de la Epistemología, que se ocuparía del conocimiento como un bien. La agnotología, así, se ocupa de la ignorancia como un bien o, si se quiere pensar más económicamente, como una mercancía o como un capital.

Un ejemplo nos puede ayudar a entender esa función positiva a través de la analogía con el fenómeno de la obsolescencia programada. La obsolescencia, en general, desde el punto de vista de la técnica y el diseño es, en principio, un mal que hay que evitar. Las máquinas de tren, por ejemplo, se diseñan para que sigan funcionando a lo largo de décadas, al igual que las grandes máquinas militares como los portaaviones o los submarinos nucleares, diseñados para que puedan tener vidas operativas largas. Sin embargo, si atendemos al mundo de la industria contemporánea, esta resistencia a la obsolescencia se considera antieconómica. Los más variados gadgets de los que nos rodeamos están diseñados intencionalmente para que su vida sea corta y los sustituyamos pronto. Todas las marcas presentan cada año sus nuevos modelos pensados para sustituir a los obsoletos. Así pues, la economía se sostiene sobre el uso estratégico de un mal convertido en bien: la obsolescencia.

Con la ignorancia, entendida en sus múltiples modalidades (error, o creencia falsa), ausencia de creencia verdadera, como muro cognitivo o social al conocimiento (metaignorancia), ocurre algo muy similar. Se convierte en un bien productivo y básico. Incluso en el corazón de la economía, como han estudiado la socióloga Linsey McGoey y el economista William Davies en su Introducción a la Sociología de la Ignorancia. Uno de los trabajos que incluyen en el texto es acerca de la intrínseca relación del neoliberalismo y la ignorancia. Comienzan describiendo cómo en la crisis producida por la burbuja de las subprime, que como sabemos eran productos financieros sin apenas base económica y un altísimo riesgo, la ignorancia fue uno de los motores del funcionamiento del aparato de ventas. Así, a pesar de que los vendedores tuvieran suspicacias, el apoyo de las grandes agencias de rating, que calificaban los riesgos como casi nulos fue central para la génesis y mantenimiento de la burbuja (a pesar de que hay aproximadamente 74 agencias en el mundo, de hecho la calificación es casi un oligopolio en manos de las tres gigantescas: Standard&Poors, Moody's y Fitch). Más tarde, se argumentó que no puede conocerse todo. Alan Greenspan aducía estas disculpas para cubrirse las espaldas ante los destrozos de una situación en la que él había colaborado con enorme poder. En los juicios posteriores a la crisis, se defendió que era imposible calcular las contingencias improbables que podrían llevar al hundimiento de las subprimes. Esta mezcla de confianza chulesca e insolente, con calificaciones de triple A, antes de la crisis, y de cínica disculpa después, es lo que McGoey y Davies consideran que es esencial en el capitalismo neoliberal.

En el liberalismo tradicional, argumentan, la ignorancia ya era un bien. Así, Friedrich Hayek defendía que el mercado funcionaba bien si se basaba en la ignorancia. Lo único que deberían conocer los consumidores eran sus propios deseos e intereses. Del egoísmo de los consumidores se extraía el bien del equilibrio del mercado: los precios, señalaba, serían el vivo signo de la eficiencia del mercado ajustando los mutuos deseos del vendedor y el comprador. Este modelo de la Escuela Austriaca está en la base pero no es lo mismo que el modelo de funcionamiento del mercado que popularizó la Escuela de Chicago y que consideramos como neo-liberalismo. En esta nueva versión, las fuerzas ciegas del mercado liberal son moduladas desde arriba por dos garantes de la "calidad" del mercado. Por un lado por las instituciones que "monitorizan" el estado de los agentes, es decir, por el gran aparato de "rating" y "ranking" que valora y ordena los riesgos y da información a los agentes. Por otro lado, el gobierno, el gran ausente (y gran mal) en la economía de Hayek, ahora entra con una función positiva: la de garantizar, incluso por la fuerza, la "competencia" y "competitividad". A diferencia del liberalismo, el neoliberalismo adopta una suerte de metáfora biologicista de los mercados ya no como computadores de intereses sino como organismos adaptativos que colonizan nichos y producen paisajes de eficacia. Lo cierto es que la "información" sobre la que se basa el sistema es de hecho ignorancia programada. Se basa en modelos de proyección futura del pasado inmediato que se guarda bien las espaldas contra las contingencias. Los economistas (la economía como ciencia) opera en el neoliberalismo como un agente garante del funcionamiento del sistema, paralelo al de los grandes poderes del estado. De hecho, se apoyan mutuamente: la información de rating se apoya en el supuesto de que el estado, al final, garantizará por medios económicos o militares la estabilidad del sistema.

Pero en realidad esto es una doble ignorancia que se refuerza mutuamente. Vayamos al estado: el garante de la estabilidad y calidad de la competencia sostiene su poder sobre la ignorancia. Así, la Segunda Guerra del Golfo se legitimó sobre lo que Donald Rumfeld, uno de los genios creadores del neoliberalismo en política, llamó "unkown uknowns" (incógnitas desconocidas), a saber, sobre la posibilidad de que Irak pudiera poseer o fabricar "armas de destrucción masiva". La Guerra de Irak se apoyaba en un condicional contrafáctico: "si hubiese armas de destrucción masiva, tendríamos que intervenir". Como sabemos en lógica, los condicionales de este tipo no pueden ser refutados. Pero son operativos políticamente. Si se llega a Irak y no se descubren armas por ninguna parte, siempre se puede aducir que no puede conocerse todo, pero que aún así hay que prevenir. Condoleeza Rice, la Secretaria de Estado de Bush durante la Guerra del Golfo, elaboró, por su parte, esta doctrina de la guerra preventiva contra el terrorismo, basada, a su vez, en condicionales del tipo anterior. Pero estos condicionales, que Popper habría calificado sin dudar como ignorancia no son cualquier cosa: son los garantes sobre los que las agencias de rating se permiten sus proyecciones optimistas. Es una especie de enorme sistema sostenido sobre tres patas: la ignorancia sistémica, el afán insaciable de lucro y, al final, la amenaza de violencia condicional como garante.

La ignorancia, además, tiene otras funciones sociales muy importantes. Una de ellas es la de minar la posible crítica al sistema. Robert Proctor, el promotor del término "agnotología" dedicó una gran parte de su investigación histórica a reconstruir cómo las grandes compañías tabacaleras habían empleado enormes sumas de dinero y creado fundaciones con el único objetivo de socavar la confianza en los numerosos estudios científicos que mostraban que la relación entre el consumo de tabaco y el cáncer de pulmón era algo más que una mera correlación estadística. Lo mismo ha ocurrido recientemente con los estudios que muestran el origen antropogénico del cambio climático y, en general con muchas de las advertencias sobre los riesgos ecológicos de nuestra civilización. Mientras se asumen riesgos irracionales, se atacan todos los estudios que proponen medidas precautorias ante los riesgos desconocidos. El neoliberalismo es, al final, una enorme metafísica del "vivi pericolosamente".

Una tercera función de producción de ignorancia es la del establecimiento de muros estructurales a la circulación del conocimiento. El que no circulen conocimientos se convierte en parte sistemática del funcionamiento del aparato cultural de la sociedad contemporánea. El filósofo Charles W. Mills, estudioso de los prejuicios de raza, habló de la "ignorancia blanca" o ignorancia de los blancos acerca del mundo de la vida de los negros. En general podemos extrapolar esta ignorancia a todos los prejuicios. De clase, por ejemplo: el capitalismo cultural ha mutado de ser un sistema de pura desigualdad económica a serlo también cultural. La idea de que los de abajo van a estar así permanentemente porque son incapaces de adaptarse a los nuevos conocimientos exigibles por el mercado forma parte ya de la ideología de la llamada "Cuarta Revolución Industrial". La socióloga de la ciencia feminista Nancy Tuana ha estudiado un caso de lo que se llama ahora "undone science" (o ciencia inacabada, o ciencia por hacer), es decir, ciencia que no se ha hecho por prejuicios. Su caso es el del desconocimiento sistemático en textos y enseñanza de la sexualidad femenina, desde la fisiología básica al comportamiento sexual. S. García Dauder y Eulalia Pérez Sedeño, en su reciente libro Las 'mentiras' científicas sobre las mujeres' se extienden pormenorizada y argumentativamente sobre esa metaceguera estructural de la investigación y de los sistemas educativos.

Con lentitud, a pesar de las resistencias pero con una nueva fuerza, el estudio de la función estructural de la ignorancia se va abriendo paso en la investigación. Se ha usado con propiedad la metáfora de "el emperador está desnudo" para calificar la creciente hibris de las popularizaciones de la llamada "sociedad del conocimiento" que igualmente podríamos denominar "sociedad de la ignorancia".  Poco a poco, también, la epistemología tradicional, muy individualista y centrada en una aspiración a lo seguro, al conocimiento concebido como una fortaleza de certidumbre, va descubriendo el papel de la ignorancia. Lo que es algo paradójico, pues el control de la ignorancia fue desde el comienzo la base del método científico. Como sabemos desde la escuela, el lenguaje de las matemáticas, desde que los árabes descubrieron el álgebra, se basa en el control de las "incógnitas", nombres que le damos a las variables en las ecuaciones. Un experimento, en las ciencias empíricas es también un producto de un diseño ingenieril para aislar una incógnita natural. Los economistas neoliberales, sin embargo, no entienden muy bien estas funciones científicas de la ignorancia.

Recientemente Antonio Cabrales (en un tiempo colega de la Universidad Carlos III de Madrid, ahora en el University College de Londres y economista de la educación, entre otras cosas, promotor también del influyente blog Nada es gratis y de FEDEA, uno de los "think-tanks españoles del neoliberalismo) se quejaba de los que nos quejamos del estado ideológico de los economistas y de que es una ciencia con hipertrofia matemática y poca base empírica. Afirmaba que la economía actual es empírica y experimental y que los críticos no leemos las revistas de economía. Bueno: no diría que es completamente incierto lo que dice, pero habría que responder también que la base empírica de la economía contemporánea nace sesgada muchas veces por las bases de datos realmente existentes, que tienen cegueras sistemáticas hacia lo desconocido. Habría mucho que decir al respecto. Amartya Sen en un viejo artículo sobre "el valor de la vida y la muerte" ya habló sobre la incapacidad de la economía para elaborar el valor de bienes intangibles como, por ejemplo, la diversidad biológica. Pero el mismo Antonio Cabrales, en un artículo colectivo sobre la medición de riesgos aplicando un modelo físico de entropía, muestra hasta qué punto la ilusión de ser una ciencia como la física (a veces como la biología) está infectando a la economía. Si algo se sabe en física es que la entropía es uno de los conceptos más importantes y más difíciles de manejar. Generalmente se usa en termodinámica y otras ciencias relativamente a las variables que definen las funciones de estado de un sistema. Los economistas extrapolan estas ideas desde los sistemas físicos a los sistemas de expectativas como si esa transición fuese natural por el hecho de que la entropía está relacionada con la información. En fin, pongo solamente aquí un ejemplo de estas cegueras usando una de las definiciones del artículo. Nótense las maneras en las que se definen los agentes y cómo se "estructura" manufacturadamente la información:

Definition 3 Information structure α investment-dominates information structure β for wealth w if, for every price µ < w such that α is rejected by all agents with utility u ∈ U∗ for every opportunity set B ∈ B∗ , β is also rejected by all those agents.

Seguiremos.













domingo, 18 de marzo de 2018

Estrategias de pánico moral




Los libros sapienciales fueron un género cultivado en Medio Oriente en los albores de la historia escrita y circularon por los imperios y estados nacientes de la región. Conservamos algunos en la Biblia, pero el género se extiende más allá del monoteísmo judeo-cristiano. Eran en su origen transmisiones escritas de la sabiduría oral respecto a las cuestiones más básicas de la existencia. Entre ellos, Job destaca con diferencia por ser un libro que habla de las pasiones y el poder, del sufrimiento humano y la interpelación al poderoso para que justifique su acción. Job nos habla de los orígenes míticos del estado donde poder y religión se confunden: los dioses son reyes y los reyes dioses. Ante ellos el ciudadano se encuentra impotente, pero tanto los reyes como los dioses saben que su poder tiene límites pues si no se justifica de algún modo pueden llegar a perder su reino y abrir el orden a la invasión del caos.

La teoría política habla de estos dos extremos: el orden y el caos. Si el poder se impone como un Leviatán irresistible, todopoderoso, apabullante, el caos, en el otro polo, opera como un horizonte oscuro que activa el terror a posibles fracturas del orden constituido. Las actitudes conservadoras o emancipatorias son, desde este punto de vista, visiones político-morales sobre lo soportable o insoportable de la balanza que mide los pesos relativos del orden y el caos. Las sociedades asentadas y las tendencias que podemos calificar como pequeño-burguesas toman el orden existente como algo garantizado con fundamentos no cuestionables y  tratan de protegerse por todos los medios ante las posibilidades de caos que harían peligrar su sentimiento de seguridad, el suelo sobre el que se construyen los planes y sentidos en la vida.

La idea de hegemonía puede entenderse mejor desde esta continua tensión entre orden y caos: el pensamiento hegemónico es el que impone un imaginario sobre la frontera entre orden y caos. Y en esta relación son esenciales las estrategias para el control emocional de los ciudadanos. Del mismo modo que el control cognitivo produce formación de creencias a través de políticas del conocimiento y la ignorancia, hay usos estratégicos de la información orientados a la producción de estados emocionales permanentes. La convergencia de epistemologías de la creencia y del deseo es la que permite construir la arquitectura de la cultura hegemónica, que opera permitiendo e impidiendo formas de ver y de imaginar el pasado, presente y futuro de las sociedades.

De entre las epistemologías de los afectos, una de las más eficientes es la activación de estados de pánico moral. "Pánico moral" es una expresión que aparece, creo, por primera vez en el famoso texto de Marshall McLuhan Understanding Media, pero fue el sociólogo británico Stanley Cohen quien lo popularizó en Folk Devils and Moral Panics, 1972, un estudio sobre la percepción de la sociedad inglesa de los cincuenta-sesenta de la emergencia de las subculturas juveniles, en particular de las históricas rivalidades entre mods y rockers. La ópera rock de The Who, Quadrophenia, que tuvo una versión cinematográfica homónima  (Frank Roddam, 1979) recordó en los setenta aquellos momentos en los que se configuró la ruptura generacional en los barrios obreros y se generó la identidad de "juventud" como algo peligroso y amenazante. Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) y West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) son testimonios ahora ya ingenuos del pánico moral de aquellos tiempos en que la generación de los padres comenzó a aterrorizarse por los peligros que se cernían sobre sus hijos a quienes habían dejado de entender (en sus deseos, vestimentas, músicas, gestualidades, prácticas y rituales). El grupo de estudios culturales de Birmingham dirigidos por Stuart Hall publicó diversos textos sobre aquellos momentos (Policing the Crisis: Mugging, the State, and the Law and Order, 1973; Resistance through Rituals: Young  Subcultures in Post-War Britain, 1976). Luego vendrían nuevos estudios sobre el pánico moral en la era del SIDA y numerosos otros trabajos sociológicos sobre este fenómeno.

Los sociólogos, siempre tan empíricos y especializados en lo suyo, tienden a pensar el pánico moral como un fenómeno contingente, cíclico, que recorre ocasionalmente las sociedades urbanas contemporáneas agitando las emociones tras un proceso de expansión epidémica por los medios de comunicación. Desde la epistemología política, sin embargo, podemos analizarlo como un componente estructural del antagonismo hegemónico y contrahegemónico que articula las diversas fases de una sociedad. Es cierto que los sucesos que están en la base del pánico moral son contingentes en cuanto son eventos históricos que dependen de hechos particulares. No son contingentes, sin embargo, los mecanismos sociales que producen el pánico moral.

Las disposiciones básicas que se aprovechan para generar el pánico moral constituyen la singular mezcla de capacidades cognitivas y actitudes afectivas que conforma la extraña racionalidad humana (he dedicado al tema dos libros, Sujetos en la niebla, Herder 2013 y Racionalidad, acción y opacidad. Sujetos vulnerables en tierras libres, EUDEBA, 2017). Nuestro cerebro construye la memoria y los planes mediante experiencias que están marcadas emocionalmente y que se generan bajo disonancias cognitivas, por lo que se producen lo que los psicólogos han llamado mecanismos o heurísticas (según las escuelas). Los sesgos "cálidos", como el llamado "uvas verdes" (dejar de desear lo que se percibe como dificultoso), ejemplifican estas disposiciones estables de nuestro cerebro que actúan con mayor velocidad que el pensamiento deliberativo: frío, lento y generalmente poco activo.
El pánico moral es un producto de estrategias que usan estos mecanismos mentales para movilizar las percepciones y emociones de grandes capas de la población. El efecto se produce por la articulación de un sesgo en la percepción y una activación de las emociones de aversión al riesgo, miedo e indignación. La articulación genera un proceso de realimentación, un círculo vicioso, que amplifica la asignación de riesgo y la valoración negativa y amenazante del fenómeno. Lo más interesante del fenómeno del pánico moral es que es relativamente poco costoso de producir y, sin embargo, sus efectos y el rendimiento que producen son ilimitadamente mayores que el gasto realizado en su producción. No es casual, pues, que se haya convertido en un instrumento estructural de las políticas dominantes.

El sociólogo alemán George Simmel estudió a comienzos del siglo pasado cómo las sociedades urbanas generadas por la modernización vivían bajo condiciones de hiperestesia y agitación permanente. La ansiedad, sostenía, es un elemento esencial de la vida moderna. Cien años más tarde, la periodista y activista Naomi Klein, en La doctrina del shock, 2007, Booket, desentrañaría cómo esta hiperestesia se ha usado para construir el modelo económico y político contemporáneo. Se ha generado una sociedad del miedo asentada sobre un uso sistemático del efecto de pánico moral.

Hay numerosos ejemplos del uso del pánico moral como estrategia estructural de producción de ansiedad persistente. Uno de ellos ha sido el recurso al terrorismo como efecto de pánico estructural. La reorganización geoestratégica del mundo no podría haberse logrado sin un uso sistemático de este efecto. Un segundo ejemplo ha sido la larga preparación de la conquista neoliberal de la Comunidad Europea mediante el uso técnico de la propaganda sobre el presunto desastre económico de los PIGS (Portugal, Italia, Grecia, España) para generar un pánico moral que justificase la toma del control de las economías nacionales por la tecnoestructura centro-europea. La ansiedad permanente, la neurosis endémica y crónica del mundo contemporáneo ha sido producida por el empleo del pánico moral como arma de destrucción masiva del tejido de afectos y la solidez y lucidez de nuestro sentido común. En las categorías de daños epistémicos que ha causado la cultura dominante, el pánico moral debe catalogarse como uno de los efectos más peligrosos.

Ciertamente, el pánico moral no es un monopolio de las políticas hegemónicas. Su efectividad probada ha sido empleada con éxito en las resistencias contrahegemónicas. Por ejemplo, la aceptación generalizada del concepto de cambio climático antropogénico no habría podido lograrse sin escenarios apocalípticos que han producido pánico moral y aceptación de los límites del crecimiento y el consumo. El ascenso del populismo (en sus versiones conservadora y emancipadora) no sería explicable sin el descubrimiento del efecto del pánico moral como arma política. No se explicaría de otro modo la polarización estructural que aqueja a todas las sociedades contemporáneas.

Como todas las armas epistémicas, el pánico moral es peligroso para quienes lo sufren y no menos para quienes lo emplean. No es difícil su uso, sus rendimientos son inmediatos, pero las contraindicaciones y efectos secundarios son mayores de lo que se cree. Una vez que se prueba su efecto, como el Aprendiz de Brujo, es muy difícil volver a la política como plan estratégico racional de cambio social. Casi imposible. Genera adicción. El actual estado del independentismo catalán no se entendería sin estos efectos secundarios.















domingo, 11 de marzo de 2018

La enfermedad infantil de la cultura científica




Las sondas espaciales Pioner 10 y Pioner 11, lanzadas en 1972 y 73, llevaban adheridas a su exterior sendas placas con representaciones que, según Carl Sagan, el autor y promotor de la idea ante la NASA, permitirían a una civilización técnicamente avanzada localizar el origen de la nave y hacerse una idea de la cultura que la produjo y de su nivel de conocimientos. En 1977 la sonda Voyager contenía un disco de oro en el que junto a representaciones visuales similares habían grabado sonidos e imágenes de la Tierra y los humanos. No sabemos lo que aprenderán los extraterrestres cuando encuentren esas placas, pero no hay ninguna duda de que son un maravilloso documento cultural para interpretar, como si nosotros fuésemos los aliens, la civilización de 1972 que produjo este objeto.

Al igual que los selfies en los que las personas se autofotografían en lo que creen que es su mejor imagen, localizándose en los escenarios más variados, las placas contienen abundantes metadatos con información que seguramente ni la persona que tomó el selfie ni Carl Sagan querrían que supiésemos. Pues el lenguaje (o la imagen) no solamente portan un contenido representacional sino también una enorme cantidad de información sobre el emisor. El análisis cultural es el arte de descifrar esa información metarrepresentacional encapsulada en las palabras e imágenes de otro.

Podríamos estar un día entero analizando estas placas, pero la observación más rápida que nos sugieren a nosotros, los aliens de 2018, sobre los seres que las dibujaron es la paradoja de una cultura técnicamente muy sofisticada y, sin embargo, en un estadio hermenéutico infantil. Científicamente, no hay duda, representa el nivel más avanzado de la física: los circulitos de arriba representan la transición hiperfina del hidrógeno, que permite establecer unidades de longitud (21 cm) y de tiempo (0,7 ns). El número digital 1 que está debajo de la línea entre lo que representan dos estados de spin del electrón del hidrógeno señala (pretende señalar) este carácter de unidad de medida. Los 15 rayos que parece emitir un punto son una especie de coordenadas para localizar el sol a través de los púlsares conocidos (especie de relojes periódicos de radiación electromagnética emitidos por estrellas de neutrones o enanas blancas). Mas abajo, varios círculos de radios diferentes representan el sistema solar. De uno de ellos surge una flecha que lleva a una imagen de la Pioner. A la derecha, dos imágenes de un varón y una hembra desnudos enmarcados por la Pioner, para establecer la escala de tamaño, representan el cuerpo de los seres cuya cultura produjo la placa.

La ingenuidad hermenéutica y antropológica de la NASA y de Carl Sagan era tan grande como amplia su cultura científica. Éste es el dato más sobresaliente de la imagen que comentamos. Por la misma época (1975), Axtérix (La gran travesía) desnudaba con cruel ironía al emperador de la divulgación científica vestido de sus sofisticadas galas cuánticas y lógicas:

Axtérix y Obélix han sido conducidos por una gran tormenta a las costas de Estados Unidos. Acaban de encontrar unas huellas que ellos atribuyen a los romanos (siempre espiándoles escondidos). Cuando discuten sobre qué hacer, una flecha se cruza entre sus dos rostros. Axtérix le dice a Obélix cómo encontrar a los nuevos romanos (indios): "No hay más que seguir la flecha en la dirección inversa a la que indica. Es lógico", a lo que el intuitivo Obélix pregunta y se pregunta: "¿Esto es lógico?".

Parece lógico que una flecha indique dirección, ¿no?  ¿cómo los aliens no se iban a dar cuenta de que la nave venía del planeta Tierra, el tercero en el orden desde el sol, tal como indicaba la flecha? La Lógica es el imperio de las flechas, signos que usa como representaciones de la implicación material y cuya comprensión, según Piatget, hacia los doce o trece años, señalaría la madurez de las estructuras de pensamiento abstracto de los humanos. Cuando explicas lógica a los alumnos experimentas en la práctica cuán difícil es explicar esa aparente intuitividad de la dirección de las flechas. Incluso gente con conocimientos avanzados de lógica es incapaz de resolver problemas de dirección lógica elemental cuando se les presentan de forma abstracta, como prueba el famoso experimento de las cuatro tarjetas y sus ilimitadas replicaciones. No hay nada lógico en que una flecha indique dirección de nada. Hay que saber mucho sobre el arte de la guerra entre los humanos para saber que una flecha indica dirección, como hay que saber mucho sobre razonamiento y condiciones de necesidad y suficiencia para entender la implicación material.

Carl Sagan, como toda la cultura del momento, creían todavía en que las palabras e imágenes son como etiquetas que identifican cajitas que contienen los significados. Creía, por ejemplo, que dibujando los circulitos y su centro, con dos rayitas, los aliens sabrían inmediatamente que estaba representado un átomo de hidrógeno, con un electrón que cambia de espín. Como si la representación del átomo como un sistema solar no hubiese sido una metáfora de Bohr que quedó adherida a las representaciones imaginísticas de los átomos. Como si la interpretación no estuviese mediada por las prácticas, relatos, metáforas y estereotipos culturales. ¿Cómo no iban a entender la idea de unidad de medida?, ¿cómo no iban a entender que la recta que relacionaba los dos circulitos con un uno debajo significaba unidad de tiempo y longitud? Si eran una civilización técnica avanzada, su cultura estaría basada en el mercado y en una ciencia, sistemas ambos que no funcionan sin sistemas y unidades de medida.

Es curioso, porque en 1970 ya hacía tiempo que Quine había publicado sus tesis sobre la indeterminación de la traducción, la interpretación radical, el holismo de significado y la relatividad ontológica. Se conocían ya las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, el libro filosóficamente más revolucionario del pasado siglo, y Gadamer había transformado ya la hermenéutica con su Verdad y Método. Nada de eso había llegado aún a la cultura científica. Habrían de pasar más de cuarenta años para que comenzase a entenderse que la interpretación de los signos implica fusión de prácticas y horizontes. Habrían de pasar más de cuarenta años para que una película de Hollywood, La llegada (Villeneuve, 2016) convirtiese en imágenes todo el desarrollo contemporáneo de las nuevas teorías del significado, las imágenes y la traducción. Doce naves de extraterrestres llegan a la tierra y los militares creen haber descifrado una palabra suya como "arma". Una psicolingüística tiene que combatir la ingenua violencia de militares y científicos que no tienen ni idea de qué es interpretar un lenguaje y una cultura y solo desean hacerse con las supuestas armas, hasta que la lingüista Louise les convenza de que el "arma" es el lenguaje que ellos traen.

Carl Sagan era un gigante de la divulgación científica, ¿quién no ha admirado sus documentales sobre el universo? pero era un enano de la cultura humanística y hermenéutica. Los últimos cincuenta años han sido una época increíblemente fructífera en todo lo que respecta a la interpretación de las culturas y el análisis cultural. La nueva universidad gerencial y la concepción mercantil de la enseñanza están destruyendo todos estos saberes acumulados con tanto esfuerzo como incomprensión por los nuevos bárbaros de los modelos matemáticos de mercado. Hemos descubierto en estos cincuenta años que la aparente racionalidad que sustenta toda la ciencia de la microeconomía no es sino una ilusión ideológica que nada tiene que ver con las mentes reales de la gente. Y sin embargo se sigue castigando a los alumnos de economía, empresariales y derecho con la misma basura ideológica que se inventó en los años treinta del siglo pasado. Intentar explicarle a un economista las sutilezas de la traducción radical, de los juegos de lenguaje (no de la teoría de juegos) o de la fusión de horizontes es como tratar de enseñar mecánica cuántica a un niño de guardería (incluso eso es más fácil, no hay más que enseñarle circulitos, según Sagan).

Podríamos continuar con el análisis cultural de las placas de las Pioner. Las representaciones humanas no tienen desperdicio. El varón (el varón, el varón) levanta la mano en signo de paz. ¿Cómo no van a haber visto los aliens las películas de indios que siempre levantan la mano como signo de paz? La pareja, por supuesto, exhibe el dimorfismo natural de la especie humana. Nada importa que mis alumnas me saquen la cabeza a mí, que en la mili ocupaba el puesto intermedio de altura de mi generación. El dimorfismo, claro, es una señal natural de la especie. Una especie en la que, según la representación, los machos están dotados de órganos sexuales pero no las hembras, que muestran únicamente un púdico monte de venus. El varón está erguido, en posición de firmes, la mujer en posición de descanso, levemente retrasada respecto a la posición del varón. Todo muy explícito sobre la cultura humana.

Qué traicioneras son nuestras palabras e imágenes cuando las sometemos al análisis cultural. Una capacidad de análisis que pronto se perderá como lágrimas en la lluvia cuando definitivamente se imponga la insolencia y barbarie de los economistas que consideran la cultura humanística un florero para adornar sus mesas y rellenar sus estanterías de Ikea.






domingo, 4 de marzo de 2018

Revoluciones simbólicas





Si no pensamos bien el presente, nos enseña Walter Benjamin, ponemos en peligro incluso a los muertos, a todas aquellas personas cuya muerte hizo posible nuestro presente. Nuestra ceguera les convierte en continuas, reiteradas, víctimas de la historia. Pensar el presente es pensar también en las revoluciones derrotadas. Revoluciones que fueron derrotadas pero no fracasadas. Revoluciones que transformaron la historia aún desde, o quizás a causa de, su derrota. Voy a aludir solamente a algunas que podemos llamar "revoluciones simbólicas", pero antes querría recordar otras: la Revolución Francesa, que comenzó siendo una revolución burguesa y se transformó en una revolución social. Fue estigmatizada, combatida y derrotada, pero no puede entenderse el siguiente siglo de revoluciones sin ella. La I República Española, que inventó y difundió por el mundo la palabra "liberalismo" y prendió la semilla de la independencia en América Latina. Las huelgas de obreras norteamericanas de 1908, 1909, 1911, la de Lawrence 1912, la huelga de las trabajadoras catalanas por el pan en 1918. Todas fueron derrotadas pero no fracasaron.

Los miopes de la historia solamente entienden los cambios "concretos" como cambios en el poder. Pero cuántas veces el poder cambia de manos sin cambiar su naturaleza. Por el contrario, las revoluciones reales producen transformaciones profundas y redistribuciones en los modos y maneras del poder incluso aunque fuesen aparentemente silenciadas en sus fases explícitas y encarceladas o muertas sus protagonistas. Es más, algunas revoluciones no tienen como objetivo el poder y aparecen como expresiones espontáneas de la toma de la palabra y no de la toma del poder. Son revoluciones simbólicas cuya fuerza se detecta mucho más tarde, a veces por los cambios estructurales destinados a intentar enclaustrar los cambios desbordantes que producen con estrategias de contención. Los adictos al poder no las entienden, las estigmatizan y desprecian, y sin embargo son procesos de reconfiguración profunda de la sociedad, terapias que a la vez curan la enfermedad senil de quienes hasta el momento se habían alineado como fuerzas progresistas.

El historiador jesuita Michel de Certeau entendió muy bien estos procesos largos que comienzan con una derrota. En agosto de 1968 describe con ironía cómo muchos parisinos respiran aliviados viendo recoger los restos de la revolución de mayo que aún quedaban por las calles. Tuvo una intuición muy profunda de lo que estaba pasando, mucho más profunda incluso que los propios protagonistas de mayo. Él era de la generación de los padres de los jóvenes universitarios y obreros que habían llenado las calles de París. Pero había vuelto de Latinoamérica, de Brasil y otros lugares, donde había aprendido las formas de vida de las comunidades campesinas y la teología de la liberación, y entendió muy bien el oculto hilo histórico que unía esos aparentes extremos. Fue una revolución muy púdica, afirma, se respetaron las cosas, los laboratorios, las máquinas de las fábricas y el estatus de los profesores. Se levantaron barricadas, sí, pero --explica-- las barricadas en París no tenían una función militar sino simbólica. Eran el signo de una larga tradición que unía la Comuna, las revoluciones del 48 y la Revolución jacobina.

La revolución de mayo del 68 en París, que no ocurrió solo en mayo, ni sólo en el 68, ni tampoco en París, sino en todo el mundo: México, San Francisco, Berlín, Praga, Madrid, y tantos otros sitios, fue, sostiene Certeau, un acto de toma de la palabra, de conquista del discurso que transformó radicalmente la estructura mundial. Una conquista que desencadenó muchas nuevas formas de desobediencia, de cambio de costumbres y formas de mirar y vivir. No lo supieron hasta dos décadas más tarde, pero los partidos seniles comunistas y socialdemócratas ya eran desde entonces zombis, cadáveres vivientes que aún conservaron el poder aunque habían perdido toda la autoridad. Sólo la Revolución Francesa fue tan estigmatizada como la revolución del 68, y con razón. La siguiente década levantó al mundo. Los tanques soviéticos, la Operación Cóndor, las intrigas criminales en África, los bombardeos estratégicos en Vietnam, el autoritarismo que recorrió Europa, el incremento, si cabía, de la represión franquista en España. Nada de eso era ajeno a la toma de la palabra que había ocurrido en unos pocos años en unos cuantos sitios.

Notamos la fuerza de una revolución por la fuerzas de reacción que pone en marcha. La revolución de mayo del 68 produjo la reacción neoliberal. Margaret Thatcher lo había dejado bien claro: hay que usar la economía para cambiar la sociedad, para cambiar a las personas. Y la usaron con fuerza. "La economía es un arma, la política es saber cómo usarla", afirma el político de El Padrino III, de la Logia P2, un ejemplo de aquellos tiempos. Fue, sí, una revolución derrotada, aunque la derrota llevó una larga década en conseguirse, pero no fue una revolución fracasada. Fue, simplemente, no más, ni menos, una revolución simbólica que emergió en las calles de algunas ciudades como signo de las grandes corrientes que circulaban por debajo.

Aún es pronto para evaluar las revoluciones derrotadas que recorrieron el mundo hace ya casi diez años, cuando la dinámica del capitalismo neoliberal dejó muy claro que está llevando el mundo a un desastre ecológico, de desigualdad y de nuevo autoritarismo apoyado en el control tecnológico, de guerras permanentes en las periferias por el control estratégico de las materias primas, del agua. Pero ya vemos signos de que los horizontes se han abierto más de lo que se cree. El otro día oía a Ignacio Sánchez-Cuenca recordar lo que había sido el lema socialdemócrata que había articulado las décadas de acomodación del neoliberalismo (pues no se entiende el neoliberalismo sin la cooperación activa que tuvo la socialdemocracia de los años ochenta y noventa): "Tanto mercado como sea posible, tanto estado como sea necesario".  Aún es pronto para saberlo, pero nacen nuevas aspiraciones que disputan al mercado los terrenos comunes, el cuidado, el apoyo mutuo, la sostenibilidad. Que disputan también al estado el determinismo de las formas corruptas de las élites extractoras. Que niegan el autoritarismo y centralismo de los partidos, muchas veces arropado con nombres y términos progresistas. Por ahora los llamamos movimientos sociales: feminismo, libertarismo social, sexual, procomunes, pero son réplicas de una nueva deriva y choque de placas históricas.

Hemos aceptado con increíble ingenuidad la historiografía hegemónica que relata la historia de los intentos revolucionarios como una historia de fracasos. Una historiografía de enterradores que ocultan el relato de quienes transformaron nuestra conciencia de las injusticias, desigualdades y falta de libertades a pesar de sus derrotas. No es casual que haya tantos deseos de hacer desaparecer la historia de la educación o reducirla a una historia de victorias y vencedores. Aprendamos a leer la historia para leer el presente, para que los los muertos resuciten y vuelvan a tomar la palabra. Como en Lawrence, 1912, como en Barcelona, 1918.